Este libro me ha hecho quebrantar mi regla de oro: nunca reseñar libros que no me gusten
PORQUE LO DIGO YO: SAINTE BEUVE RECARGADO
PORQUE LO DIGO YO: SAINTE BEUVE RECARGADO
EVE GIL
No entremos en meandros lingüísticos tratando de definir el término “diccionario” pues eso exigiría un artículo aparte. Así de serio me tomo el asunto del lenguaje y sobretodo, el del diccionario. Partamos del hecho de que Christopher Domínguez Michael ha vuelto a la carga, enfundando en su armadura de adalid de las letras mexicanas, a través del intitulado Diccionario crítico (SIC) de la literatura mexicana (FCE, México, 2007).
Empiezo, mejor, por señalar que desconozco la razón por la que Christopher se asume la máxima autoridad de las letras mexicanas del siglo XX y lo que va del XXI. Quién se lo dijo y por qué se lo creyó con tal empeño. Me pregunto si para llegar a tal derroche de arrogancia se sometió con éxito a la prueba artúrica de zafar la espada de la piedra, o si el hecho de haber sido algo así como el nieto espiritual de Paz basta para que ponga y disponga y proponga cual príncipe consorte. La autoridad no se lega ni se hereda. Se gana. Como tuvo que ganársela el mismísimo Paz. No son tus amigos quienes te designan Crítico Honorario. Vamos, nadie va por el mundo concediendo títulos tan dudosos...no fuera de nuestro país. Dudo, por ejemplo, que George Steiner, Roland Barthes o el muy-muy admirado de Christopher, Sir Cyrill Connolly, hayan ganado su lugar en la historia erigiéndose en monumentos vivientes. Intuyo que a Christopher le falta algo, una cosita mínima, mejor dicho dos, que distinguen a sus modelos: modestia… y miras.
Antes de ir al grano debo señalar que no considero a Christopher un mal escritor. En lo absoluto. Lo que se cuestiona aquí es su afán de realizar clasificaciones arbitrarias y hacerlas aparecer como “la-neta-del-planeta”, “porque lo digo yo”, “¡y mi palabra es la Ley!”, y, para colmo, con ánimo gregario y no crítico (la palabra “crítica”, como “diccionario”, son simples palabras con la que los mexican infantes terribles se entretienen), porque muchos de los que figuran en su pomposamente denominado diccionario, me temo, solo figurarán en los Anales de Christopher Domínguez, y en ningún otro. La inmensa mayoría de los autores aquí suscritos, sean o no dignos de figurar (eso no lo voy a discutir, no me toca), son sus compañeros de cantina, sus cuates del café, sus amigos de la infancia, sus entrañables profesores, ¡sus jefes!, sus… sus… sus… prefiero enfocarme hacia algunos nombres que literalmente brillan por su ausencia por tratarse de autores esenciales del periodo abordado por Christopher (1955-2005) y a quienes, obviamente, no lo ata ningún vínculo amistoso ni entrañable, vamos, ningún compromiso… o simplemente no son bien vistos por Enrique Krauze, quien por cierto figura en este diccionario no obstante ser historiador y no propiamente escritor. Esos que a la mayoría nos resultarían imprescindibles, a Christopher le parecen omisiones sin importancia, empezando por Pedro Henríquez Ureña, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia a quienes, dice, no incluyó porque “murieron precozmente” (¿?), siguiendo con Héctor Aguilar Camín, Alberto Ruy Sánchez, Federico Campbell, Rafael Ramírez Heredia, Agustín Ramos, Rafael Pérez Gay e Ignacio Padilla, quien es presentado aquí como patiño de Volpi, sin derecho a un apartado propio. Si está Héctor Manjarrez, debiera ser obvia la inclusión de Ramos. Guillermo Fadanelli, sí, Xavier Velasco… ¡no! Pablo Soler Frost sí, Javier Sicilia, no (podríamos seguir desflorando la margarita, ad infinitum) Solo las presencias de José Agustín y Jorge Volpi demuestran que la Onda y el Crack tuvieron lugar alguna vez (A Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, René Avilés Fabila y Roberto Páramo no los reconoce). Por cierto, Christopher pretende definir “la obra de José Agustín” refiriendo a uno solo de sus libros: Se está haciendo tarde. A Francisco Tario lo incluye porque ya otro de sus amigos se ha acreditado su “re-descubrimiento” (Mario González Suárez, incluídisimo), pero ¿José Ceballos Maldonado?... ¿quién es ése?, preguntará Christopher haciendo pucheritos, “uno que escribe sobre homosexuales”, le responderá alguien medianamente enterado: ¿Como Luis Zapata? (que tampoco está), ¡horror!....
Otras no tan evidentes ausencias, pero con muchos mayores méritos que algunos que el autor decidió merecían estar: Eloy Urroz, Ricardo Chávez, Pedro Ángel Palou, Alberto Chimal, Luis Humberto Crostwaithe, Paco Ignacio Taibo II, Heriberto Yépez y Luis Felipe Lomelí.
Dejé aparte a las mujeres porque de entre 120 autores seleccionados por el Gran Jefe Christopher, solo veinte son del sexo femenino… y ¡lo inaudito!: ausencias como las de Guadalupe Dueñas, María Luisa Puga, María Luisa Mendoza, Elena Poniatowska, Julieta Campos, Rosa Beltrán, Bárbara Jacobs, Rosina Conde, Emma Dolujanoff, Vilma Fuentes, Ana Clavel, Cristina Rivera Garza, Mónica Lavín, etc,etc,etc. ¿Elena Garro?, ¡claro, no podía faltar!, ¿cómo desperdiciar la oportunidad de remachar el genial mito de que la escritora fue, a decir del propio Christopher, “espía espiada”, “(…) creyendo servirse de la DFS permitió que ésta se sirviera de ella.” El resto es previsible: Paz, Octavio Paz, puso en su lugar a la espía que lo amó, quien “aterrorizada del gesto de su súper ex marido (se refiere a la renuncia de Paz como embajador de México en la India, ¿eh?, no a una pistola de gases inmovilizantes), Garro “cayó en una crisis paranoide cuya consecuencia inmediata fueron las pretendidas delaciones” (las cursivas son mías). Pero el remate de esta canallada, publicada por cierto en Letras libres hace algún tiempo, es digna de ser enmarcada para un museo de la magnanimidad, y la destaco en negritas: … Garro fue la gran narradora mexicana del siglo pasado, la única cuya obra pudo redimir con creces la amargura y el caos de una inteligencia errabunda.
La presencia de María Elvira Bermúdez, por otra parte, me dejó… boquiabierta. Se trata de una de las autoras más olvidadas del medio literario mexicano; más, incluso que la extraordinaria Dueñas y Amparo Dávila (que ¡milagro, milagro! aparece en la lista de náufragos christoferinos)… de pronto recordé que en algún ensayo, Christopher alude afectuosamente a esta escritora, que era su vecina y a quien pinta como matrona un tanto pintoresca que solía contarle cuentos de pequeño (qué tierno…) Ese simple hecho amerita su presencia en el cuadro de honor.
Así entonces, por obra y magia de Chris Potter, la literatura gay no se ha escrito jamás en México. Tampoco la ciencia ficción, ni la novela negra… y las mujeres son más bien escasas. El teatro mexicano todo es Emilio Carballido. Párale de contar.
El libro señala inequívocamente: Diccionario crítico de la literatura mexicana, pero Christopher da el “calderonazo” y decide que, a fin de cuentas, no importa mucho que no sean tan-tan mexicanos… ni siquiera nacionalizados. Vaya, si nuestro flamante Secretario de Gobernación es gallego… ¿qué más da que se cuelen entre los mexicanos gran cantidad de argentinos colombianos españoles franceses peruanos cubanos y chilenos? (Al fin que nadie se va a dar cuenta, hombre…) ¿Por qué no incluir entonces a Mempo Giardinelli, William Burroghs, Katherine Anne Porter, Antonin Artaud, Anna Seghers, Graham Greene y hasta a Paul Auster, que también anduvo por acá? Por no mencionar a Fancesca Gargallo u Otto Raúl González. Al menos han escrito sobre nuestro país más que muchos de sus pseudomexicanos metidos con calzador… pero claro, no fueron sus amigos, no los trató, ¡no los leyó...!
El prólogo, escrito por el propio autor (porque a Christopher no lo prologa nadie: él solito se basta), está de antología:
“Al releerme decidí fiarme de mis antiguas opiniones, lo mismo que tolerar mis negligencias estilísticas, pues de lo contario me hubiera visto obligado a reescribir casi todo (…)
Acrítico, narcisista, pedante y, además, ¡perezoso!
“Elegir esa fecha (1955-2005)- como hubiese ocurrido con cualquier otra –planteaba algunos problemas que hubo que asumir pagando el costo de excluir a autores importantes.”
¿Hasta donde puede llegar la arrogancia de un “crítico literario”? Suena como un niño ufanándose de no haber invitado a su fiesta a los nerds de su clase. Por otra parte, cuando uno elige una fecha, un periodo o una generación específica, no lo hace “nomás porque sí”: tampoco es válido excusarse por las ausencias (¡bien sabe que hay ausentes!) con un “tuve que asumir los costos”… ¿los costos de qué? ¿Cuales? ¿Una lluvia de nalgadas?
“(el) capricho que resulta de construir un orden guiándose por la rutina y por las sorpresas del alfabeto. En ese camino reconozco (y agradezco) el precedente (y ejemplo) de Adolfo Castañón sin cuyo Arbitrario de literatura mexicana (1992-1994 y 200) este trabajo hubiera sido muy distinto…
El término “capricho” es muy poético pero no debiera insinuarse siquiera en lo que se supone una labor seria, crítica y rigurosa, como se supone es la tan manida crítica literaria… ¡pero a Christopher le interesa un pepino fingir que lo fue!, ni por elemental educación. Se mantiene en la pose del infante terrible, que con sus juguetes que papi le compró hace lo que le da la gana. Por otro lado, el título del libro aludido, de la autoría de Adolfo Castañón, es mucho más serio, sincero y modesto al incluir el término “arbitrario”. La inclusión de dicho adjetivo permite al autor elegir a los autores de su preferencia, anunciando que se trata de su gusto personal… no así “diccionario”, que debiera hacer sentir muy comprometido a cualquiera que lo emplee…pero ya sabemos que el muchacho es muy suelto con el idioma. Él es autor/autoridad/autoritario de este diccionario, que no libro. Finalmente… ¿qué vio de original en el “arbitrario” de Castañón para haberse “inspirado”? ¿Acaso no ha sido arbitrario de naturaleza?
“Entre los ausentes habrá varios que no tuve tiempo de leer…”
Claro, porque ya sabemos que Christopher solo lee y reseña dos tipos de autores: sus amigos y sus enemigos. A los primeros para ensalzarlos, a los segundos para, según él, desprestigiarlos. Las vísceras, pues, le indican a quien vale la pena leer y a quien no.
¡Pero falta la Posdata! ¡Una posdata en un prólogo!:
“Durante los años en que preparé este Diccionario de la literatura mexicana (1955-2005), disfruté del respaldo de una beca del Sistema Nacional de Creadores….
En el primer párrafo, nos ha dicho que ha dejado sus textos originales en su estado puro y original, “decidí fiarme de mis antiguas opiniones”, lo que nos hace suponer que la beca de la que gozó durante tanto tiempo no financió la creación de una obra original, ¡vamos!, ni siquiera la reescritura del material aquí presentado y publicado (y cobrado) con antelación. Lo que la beca del Sistema se llevó fue el orden alfabético a las reseñitas… ingrata tarea de oficina que dudo bastante haya sido emprendida por nuestro quisquilloso personaje, quien habrá solicitado el favor a un tercero mientras aprovechaba mejor su precioso tiempo.
Este nuevo libro de Christopher Domínguez, el autoungido chief de las letras mexicanas de finales del siglo XX y principios del XXI, nos da idea no del panorama de las mismas, como pretende hacer creer, sino el grado de mediocridad en el que permanecen sumidos nuestros críticos institucionales, nuestros pequeños Sainte Beuves recargados, incapaces de ver a Baudelaire cuando lo tienen enfrente (porque se le arrugan las calzas y le apesta el sobaco, ¡fuchi!) y no miran a los lados porque se ve feo… siempre de frente de frente de frente… aunque se estrellen.
P.D: la omisión de comas estratégicas ha sido deliberada para dar al lector la sensación de estrellarse.
No entremos en meandros lingüísticos tratando de definir el término “diccionario” pues eso exigiría un artículo aparte. Así de serio me tomo el asunto del lenguaje y sobretodo, el del diccionario. Partamos del hecho de que Christopher Domínguez Michael ha vuelto a la carga, enfundando en su armadura de adalid de las letras mexicanas, a través del intitulado Diccionario crítico (SIC) de la literatura mexicana (FCE, México, 2007).
Empiezo, mejor, por señalar que desconozco la razón por la que Christopher se asume la máxima autoridad de las letras mexicanas del siglo XX y lo que va del XXI. Quién se lo dijo y por qué se lo creyó con tal empeño. Me pregunto si para llegar a tal derroche de arrogancia se sometió con éxito a la prueba artúrica de zafar la espada de la piedra, o si el hecho de haber sido algo así como el nieto espiritual de Paz basta para que ponga y disponga y proponga cual príncipe consorte. La autoridad no se lega ni se hereda. Se gana. Como tuvo que ganársela el mismísimo Paz. No son tus amigos quienes te designan Crítico Honorario. Vamos, nadie va por el mundo concediendo títulos tan dudosos...no fuera de nuestro país. Dudo, por ejemplo, que George Steiner, Roland Barthes o el muy-muy admirado de Christopher, Sir Cyrill Connolly, hayan ganado su lugar en la historia erigiéndose en monumentos vivientes. Intuyo que a Christopher le falta algo, una cosita mínima, mejor dicho dos, que distinguen a sus modelos: modestia… y miras.
Antes de ir al grano debo señalar que no considero a Christopher un mal escritor. En lo absoluto. Lo que se cuestiona aquí es su afán de realizar clasificaciones arbitrarias y hacerlas aparecer como “la-neta-del-planeta”, “porque lo digo yo”, “¡y mi palabra es la Ley!”, y, para colmo, con ánimo gregario y no crítico (la palabra “crítica”, como “diccionario”, son simples palabras con la que los mexican infantes terribles se entretienen), porque muchos de los que figuran en su pomposamente denominado diccionario, me temo, solo figurarán en los Anales de Christopher Domínguez, y en ningún otro. La inmensa mayoría de los autores aquí suscritos, sean o no dignos de figurar (eso no lo voy a discutir, no me toca), son sus compañeros de cantina, sus cuates del café, sus amigos de la infancia, sus entrañables profesores, ¡sus jefes!, sus… sus… sus… prefiero enfocarme hacia algunos nombres que literalmente brillan por su ausencia por tratarse de autores esenciales del periodo abordado por Christopher (1955-2005) y a quienes, obviamente, no lo ata ningún vínculo amistoso ni entrañable, vamos, ningún compromiso… o simplemente no son bien vistos por Enrique Krauze, quien por cierto figura en este diccionario no obstante ser historiador y no propiamente escritor. Esos que a la mayoría nos resultarían imprescindibles, a Christopher le parecen omisiones sin importancia, empezando por Pedro Henríquez Ureña, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia a quienes, dice, no incluyó porque “murieron precozmente” (¿?), siguiendo con Héctor Aguilar Camín, Alberto Ruy Sánchez, Federico Campbell, Rafael Ramírez Heredia, Agustín Ramos, Rafael Pérez Gay e Ignacio Padilla, quien es presentado aquí como patiño de Volpi, sin derecho a un apartado propio. Si está Héctor Manjarrez, debiera ser obvia la inclusión de Ramos. Guillermo Fadanelli, sí, Xavier Velasco… ¡no! Pablo Soler Frost sí, Javier Sicilia, no (podríamos seguir desflorando la margarita, ad infinitum) Solo las presencias de José Agustín y Jorge Volpi demuestran que la Onda y el Crack tuvieron lugar alguna vez (A Gustavo Sáinz, Parménides García Saldaña, René Avilés Fabila y Roberto Páramo no los reconoce). Por cierto, Christopher pretende definir “la obra de José Agustín” refiriendo a uno solo de sus libros: Se está haciendo tarde. A Francisco Tario lo incluye porque ya otro de sus amigos se ha acreditado su “re-descubrimiento” (Mario González Suárez, incluídisimo), pero ¿José Ceballos Maldonado?... ¿quién es ése?, preguntará Christopher haciendo pucheritos, “uno que escribe sobre homosexuales”, le responderá alguien medianamente enterado: ¿Como Luis Zapata? (que tampoco está), ¡horror!....
Otras no tan evidentes ausencias, pero con muchos mayores méritos que algunos que el autor decidió merecían estar: Eloy Urroz, Ricardo Chávez, Pedro Ángel Palou, Alberto Chimal, Luis Humberto Crostwaithe, Paco Ignacio Taibo II, Heriberto Yépez y Luis Felipe Lomelí.
Dejé aparte a las mujeres porque de entre 120 autores seleccionados por el Gran Jefe Christopher, solo veinte son del sexo femenino… y ¡lo inaudito!: ausencias como las de Guadalupe Dueñas, María Luisa Puga, María Luisa Mendoza, Elena Poniatowska, Julieta Campos, Rosa Beltrán, Bárbara Jacobs, Rosina Conde, Emma Dolujanoff, Vilma Fuentes, Ana Clavel, Cristina Rivera Garza, Mónica Lavín, etc,etc,etc. ¿Elena Garro?, ¡claro, no podía faltar!, ¿cómo desperdiciar la oportunidad de remachar el genial mito de que la escritora fue, a decir del propio Christopher, “espía espiada”, “(…) creyendo servirse de la DFS permitió que ésta se sirviera de ella.” El resto es previsible: Paz, Octavio Paz, puso en su lugar a la espía que lo amó, quien “aterrorizada del gesto de su súper ex marido (se refiere a la renuncia de Paz como embajador de México en la India, ¿eh?, no a una pistola de gases inmovilizantes), Garro “cayó en una crisis paranoide cuya consecuencia inmediata fueron las pretendidas delaciones” (las cursivas son mías). Pero el remate de esta canallada, publicada por cierto en Letras libres hace algún tiempo, es digna de ser enmarcada para un museo de la magnanimidad, y la destaco en negritas: … Garro fue la gran narradora mexicana del siglo pasado, la única cuya obra pudo redimir con creces la amargura y el caos de una inteligencia errabunda.
La presencia de María Elvira Bermúdez, por otra parte, me dejó… boquiabierta. Se trata de una de las autoras más olvidadas del medio literario mexicano; más, incluso que la extraordinaria Dueñas y Amparo Dávila (que ¡milagro, milagro! aparece en la lista de náufragos christoferinos)… de pronto recordé que en algún ensayo, Christopher alude afectuosamente a esta escritora, que era su vecina y a quien pinta como matrona un tanto pintoresca que solía contarle cuentos de pequeño (qué tierno…) Ese simple hecho amerita su presencia en el cuadro de honor.
Así entonces, por obra y magia de Chris Potter, la literatura gay no se ha escrito jamás en México. Tampoco la ciencia ficción, ni la novela negra… y las mujeres son más bien escasas. El teatro mexicano todo es Emilio Carballido. Párale de contar.
El libro señala inequívocamente: Diccionario crítico de la literatura mexicana, pero Christopher da el “calderonazo” y decide que, a fin de cuentas, no importa mucho que no sean tan-tan mexicanos… ni siquiera nacionalizados. Vaya, si nuestro flamante Secretario de Gobernación es gallego… ¿qué más da que se cuelen entre los mexicanos gran cantidad de argentinos colombianos españoles franceses peruanos cubanos y chilenos? (Al fin que nadie se va a dar cuenta, hombre…) ¿Por qué no incluir entonces a Mempo Giardinelli, William Burroghs, Katherine Anne Porter, Antonin Artaud, Anna Seghers, Graham Greene y hasta a Paul Auster, que también anduvo por acá? Por no mencionar a Fancesca Gargallo u Otto Raúl González. Al menos han escrito sobre nuestro país más que muchos de sus pseudomexicanos metidos con calzador… pero claro, no fueron sus amigos, no los trató, ¡no los leyó...!
El prólogo, escrito por el propio autor (porque a Christopher no lo prologa nadie: él solito se basta), está de antología:
“Al releerme decidí fiarme de mis antiguas opiniones, lo mismo que tolerar mis negligencias estilísticas, pues de lo contario me hubiera visto obligado a reescribir casi todo (…)
Acrítico, narcisista, pedante y, además, ¡perezoso!
“Elegir esa fecha (1955-2005)- como hubiese ocurrido con cualquier otra –planteaba algunos problemas que hubo que asumir pagando el costo de excluir a autores importantes.”
¿Hasta donde puede llegar la arrogancia de un “crítico literario”? Suena como un niño ufanándose de no haber invitado a su fiesta a los nerds de su clase. Por otra parte, cuando uno elige una fecha, un periodo o una generación específica, no lo hace “nomás porque sí”: tampoco es válido excusarse por las ausencias (¡bien sabe que hay ausentes!) con un “tuve que asumir los costos”… ¿los costos de qué? ¿Cuales? ¿Una lluvia de nalgadas?
“(el) capricho que resulta de construir un orden guiándose por la rutina y por las sorpresas del alfabeto. En ese camino reconozco (y agradezco) el precedente (y ejemplo) de Adolfo Castañón sin cuyo Arbitrario de literatura mexicana (1992-1994 y 200) este trabajo hubiera sido muy distinto…
El término “capricho” es muy poético pero no debiera insinuarse siquiera en lo que se supone una labor seria, crítica y rigurosa, como se supone es la tan manida crítica literaria… ¡pero a Christopher le interesa un pepino fingir que lo fue!, ni por elemental educación. Se mantiene en la pose del infante terrible, que con sus juguetes que papi le compró hace lo que le da la gana. Por otro lado, el título del libro aludido, de la autoría de Adolfo Castañón, es mucho más serio, sincero y modesto al incluir el término “arbitrario”. La inclusión de dicho adjetivo permite al autor elegir a los autores de su preferencia, anunciando que se trata de su gusto personal… no así “diccionario”, que debiera hacer sentir muy comprometido a cualquiera que lo emplee…pero ya sabemos que el muchacho es muy suelto con el idioma. Él es autor/autoridad/autoritario de este diccionario, que no libro. Finalmente… ¿qué vio de original en el “arbitrario” de Castañón para haberse “inspirado”? ¿Acaso no ha sido arbitrario de naturaleza?
“Entre los ausentes habrá varios que no tuve tiempo de leer…”
Claro, porque ya sabemos que Christopher solo lee y reseña dos tipos de autores: sus amigos y sus enemigos. A los primeros para ensalzarlos, a los segundos para, según él, desprestigiarlos. Las vísceras, pues, le indican a quien vale la pena leer y a quien no.
¡Pero falta la Posdata! ¡Una posdata en un prólogo!:
“Durante los años en que preparé este Diccionario de la literatura mexicana (1955-2005), disfruté del respaldo de una beca del Sistema Nacional de Creadores….
En el primer párrafo, nos ha dicho que ha dejado sus textos originales en su estado puro y original, “decidí fiarme de mis antiguas opiniones”, lo que nos hace suponer que la beca de la que gozó durante tanto tiempo no financió la creación de una obra original, ¡vamos!, ni siquiera la reescritura del material aquí presentado y publicado (y cobrado) con antelación. Lo que la beca del Sistema se llevó fue el orden alfabético a las reseñitas… ingrata tarea de oficina que dudo bastante haya sido emprendida por nuestro quisquilloso personaje, quien habrá solicitado el favor a un tercero mientras aprovechaba mejor su precioso tiempo.
Este nuevo libro de Christopher Domínguez, el autoungido chief de las letras mexicanas de finales del siglo XX y principios del XXI, nos da idea no del panorama de las mismas, como pretende hacer creer, sino el grado de mediocridad en el que permanecen sumidos nuestros críticos institucionales, nuestros pequeños Sainte Beuves recargados, incapaces de ver a Baudelaire cuando lo tienen enfrente (porque se le arrugan las calzas y le apesta el sobaco, ¡fuchi!) y no miran a los lados porque se ve feo… siempre de frente de frente de frente… aunque se estrellen.
P.D: la omisión de comas estratégicas ha sido deliberada para dar al lector la sensación de estrellarse.