Virtus: Ciencia & política ficción

Por: Imanol Caneyada

Veo a los académicos torcer el gesto al escuchar el término de ciencia ficción. Subgénero, género menor o científicos jugando a novelistas son algunas de las expresiones que inspira, las cuales, además de su carga peyorativa, anulan habitualmente el análisis del texto en cuestión e impiden que la calidad del mismo o la falta de ella construyan el aparato crítico.
No es la primera vez que expongo que la tradición realista de las letras españolas (mientras que podemos seguir los pasos históricos del Mío Cid, Roland o Sigfrido, sin embargo, son un pretexto para la épica fantástica) se ha convertido en un obstáculo para que en nuestra literatura florezca una tradición sólida en el terreno de la ficción científica. Por ello, en México, salvo un puñado de marginales, entre otros, Mauricio José Schwart, Alberto Chimal, Lavín o Gabriel Trujillo, que han dedicado una buena parte de su obra al género que nos ocupa, la mayor parte de los narradores ha abordado la ciencia ficción de una manera tangencial, como un juego, una especie de debilidad pasajera, un amante irresistible que ha de permanecer oculto.
Es el caso de la sonorense Eve Gil y su Virtus (Editorial Jus, 2008), una antiutopía futurista que exacerba las aberraciones de nuestro tiempo y que, por lo mismo, encaja a la perfección en nuestra escasa tradición de literatura científica. Miguel Ángel Fernández, en su ensayo “Los cartógrafos del infierno”, comenta lo siguiente: “Sin tomar mucho en cuenta las nuevas tendencias, generalmente la ciencia ficción mexicana ha preferido las visiones infernales o antiutópicas no solamente por resultarle más fascinantes que las celestiales, sino porque la sicología del mexicano generalmente lamenta su presente, detesta su pasado y, por lo común, teme por su futuro”.
La antiutopía tiene sus máximos exponentes en Orwell (1984) y en Huxley (Un mundo feliz), con quienes la autora reconoce la deuda, e incluso va más allá, y guiña el ojo a los lectores para que abiertamente aceptemos la tutela de ambos novelistas ingleses. Virtus es, en ese sentido, una renovación de los peligros de la tecnología al servicio de los totalitarismos que en el caso de Un mundo feliz o 1984 se disfrazan de advertencia, pero que en la novela de Eve Gil (y esto es lo aterrador), la sensación de “¡en la torre, esto ya está ocurriendo!”, se convierte en una pesadilla de la que no nos preserva ni la hipótesis futurista. Es decir, Virtus se trata de una novela que debe leerse en el presente, desde el pasado, y olvidarse de que el año 2068 es el tiempo de la voz narradora.
Desde esta perspectiva, la Gil nos invita a jugar a las adivinanzas, a ponerle el nombre de varios de nuestros indescriptibles políticos y empresarios (esos que especulan con la crisis) a los personajes que desfilan a lo largo del relato. Mira, este es Fox, se dice el lector. Y ése, Salinas Pliego. Y aquél, Azacárraga. Y el de más allá, Slim. Y claro, también Martita: animal político que únicamente preda en Latinoamérica.
Así, Eve parte de un género con escasa tradición en nuestras letras para llevarlo al terreno en el que los hispanohablantes mejor nos movemos, el del realismo. Porque Virtus, a fin de cuentas, desnuda del artífico futurista, se trata de una novela política atrozmente realista.
Cuando terminé de leerla, experimenté el mismo desaliento que al enfrentar el Homo videns, de Sartori. Sé que este último es un ensayo mientras que el de Eve Gil lo catalogaríamos como… un momento: ¿novela? Bueno, sí, una novela que se enmarcaría en esta corriente secular que declara la muerte de la misma como un vehículo para contar historias, y la renueva desde el discurso ensayístico, filosófico y existencial. Es decir, la anécdota de Virtus, que no se esfuerza en la originalidad (un antecedente inmediato sería Matrix, por ejemplo, además de los ya mencionados), no pretende sorprender al lector, sino que funge como pretexto para celebrar, por un lado, las posibilidades del ensayo histórico como recurso literario, y por el otro, la memoria como obligación social. Los pies de página aludiendo a autores espurios o no, la cita textual inmersa en el discurso narrativo y el propio tono escritural –emparentado más con Kundera que con Cormac McCarthy, verbigracia— acosan al lector para que el artificio narrativo se esconda tímido y deje paso a la persistente sensación de estar leyendo una reflexión sobre una realidad que, al prender la televisión, se afirma en su crudeza.
Desde luego que Virtus posee una estructura narrativa y una trama que responde a las reglas de la ficción. Desde los postreros años del siglo XXI, una científica nos cuenta en primera persona el proceso de enajenación virtual que sufrieron los habitantes de México en manos de un grupo de políticos y empresarios identificado como el Ventrílocuo. Gracias a un microchip instalado “voluntariamente” en el cerebro, los pobres ciudadanos de esta nación en constante zozobra percibían una realidad virtual donde el sufrimiento, la miseria, la violencia, la tristeza y la angustia desaparecían, para dar paso a un mundo hedonista y literalmente color de rosa en que las personas dejaron de pensar, el paternal totalitarismo se justificaba en la perpetua felicidad, la conciencia fue sustituida por eslóganes y la política, por publicistas. Esta científica, Juana Inés, nos relata cómo, a sus nueve años, la red sufrió un ataque terrorista que terminó con Jauja provocando el suicidio colectivo de la mayor parte de los habitantes de este país de juguete, y en el que sobrevivieron únicamente aquellos que lograron usar el hemisferio izquierdo de su cerebro en el momento de la catástrofe.
Las peripecias y la reflexión van alternándose a lo largo del relato en voz de esta sobreviviente que desde su recuento clama para que el olvido no sea, una vez más, el socorrido recurso que nos narcotiza y nos invalida como individuos y como sociedad. Curiosamente, al final, a pesar de la lluvia de términos cibernéticos, el personaje nos plantea como salvación esa vieja premisa ética que sortea modas, corrientes, escuelas, tendencias y cataclismos del pensamiento. Esa vieja premisa ética que podemos encontrar en los mitos fundacionales judeocristianos: el ineludible, siempre difícil y gratificante libre albedrío.


Imanol Caneyada es narrador sonorense, ganador de diversos premios literarios a nivel local y nacional. De los más propositivos autores de la frontera norte.