La subversión de la feminidad radical o la "tercera mujer", según Blenda

Por: EVE GIL

El verdadero arte es catártico, no solo para el artista sino para los implicados en la obra. Para el receptor en especial. Es él o ella quien da sentido al libro, al cuadro, a la película. Quien re-crea al experimentar la catarsis que legitima a la obra de arte, porque el arte de verdad no puede dejar indiferente… y en casos extremos te hace sentir que se ha robado una parte de ti.
La reflexión viene al caso porque contemplando las fotografías de Blenda me vino a la mente un recuerdo de adolescencia que había erradicado por completo: contando diecisiete años, satisfechas las necesidades básicas de techo y comida –relativo esto último pues era anoréxica-, había otra que me obligaba a buscar empleos temporales para satisfacerla. Trabajé, entre otras cosas, envolviendo regalos en una tienda, asistiendo a un mago y como hostess en un restaurante de postín. En ninguno duré más de tres meses, pero sacaba lo necesario para abastecer aquel “vicio”: comprar revistas Vogue americanas.
¿Cómo es posible que recuperara aquel trozo de memoria mientras repasaba las fotografías de Blenda? Es que ahí estaba: la muchacha escabulléndose al baño con una revista medio oculta entre los brazos. Su actitud evoca la de alguien que se dispone a ingerir o inhalar alguna sustancia que exige intimidad absoluta, cuando todo lo que esa muchacha quiere es entregarse al vértigo perfumado de una abultada revista europea, según se aprecia en la segunda secuencia. La joven devorando revistas con el mismo frenesí con que otra parece a punto de chuparse los dedos tras mordisquear una colosal barra de Hershey’s, dejando en el espectador la sensación de haber asistido a un espectáculo impúdico, privado…
Y luego aquella otra chica ataviada en lencería, postura totalmente desenfadada… y con tenis… de nuevo me vi. La gente tiende a creer que mi empeño en usar tenis y calzado de varón obedece a una pose, cuando en realidad los llevo porque la deformidad de mi pie derecho no me deja otro remedio, y tuve que hacer de estos un símbolo de rebeldía, mi manera de increparle al mundo: ¿por qué carajos he de renunciar a la comodidad en nombre de la belleza?
Ese mismo mensaje me devuelve la foto antes descrita.
Pero la cosa no termina ahí… ante mis ojos surge la inquietante imagen de una muchacha semi desnuda, consultando con ansiedad una cinta métrica que sostiene con los dientes. Otra representación fársica de la idea tradicional de la feminidad que, sin embargo, lejos de renunciar a la belleza, exhibe esta como arma y no como llamado. La actitud de la joven de la fotografía es un escupitajo al rostro de una sociedad que, al tiempo que exige la esbeltez extrema en las mujeres, persigue a quienes, buscando alcanzar dicho ideal, caen en lo enfermizo. Es, en pocas palabras, una imposición de respeto a la intimidad de las mujeres. A su cuerpo, que es suyo y de nadie más.Blenda ha logrado, pues, lo que siempre creí imposible: darle un rostro universal al volátil concepto de feminidad. He sido férrea defensora de la individualidad, detractora de los conceptos absolutos de “feminidad” y “masculinidad” y sigo convencida de que tal cosa no existe, porque nadie es radicalmente mujer, ni totalmente varón, tengan la orientación sexual que tengan. Los artistas se distinguen por explotar su feminidad o masculinidad alternas, algunos más que otros. Blenda ha sabido meterse de lleno en su parte femenina, al grado de fragmentar y subvertir el concepto de “feminidad” de tal suerte que cualquier mujer puede verse reflejada en sus imágenes. Siempre he creído que lo esencial femenino, en caso de existir, distaría años luz de la fragilidad con que se tiende a caracterizarlo (o caricaturizarlo). La biología femenina debiera bastar para desmentir dicho estereotipo: una naturaleza endeble sería incapaz de dar vida, de sobrevivir a los síntomas del embarazo, ya no digamos al dolor del parto. Lo que los retratos de Blenda exhiben, entonces, es la negación del cliché de lo femenino a través de la exhibición de una feminidad radicalizada. Sugeriría, incluso, que “la mujer” de Blenda es lo más próximo a la “tercera mujer” de Gilles Lipovetsky. Siguiendo la propuesta del sociólogo francés, La Mujer de Blenda es una negación de la Primera Mujer –la Despreciada- y una ironización de la Segunda Mujer (la Sagrada):

“… con la pos-mujer de su casa, el destino femenino entra por primera vez en una era de imprevisibilidad y de apertura estructural (…) Todo, en la existencia femenina, es ahora objeto de elección, de interrogación y de arbitraje (…) entregadas al imperativo moderno de definir e inventar, retazo a retazo, su propia vida. Si bien es cierto que las mujeres no llevan las riendas del poder político y económico, no cabe la menor duda de que han adquirido el poder de gobernarse a sí mismas sin vía social preestablecida ninguna (…) La primera mujer está sujeta a sí misma; la segunda mujer era una creación ideal de los hombres; la tercera supone una autocreación femenina (…)”[1]

Estas mujeres, ejerciendo escondidas en el baño el rol impuesto por la sociedad, y la serie de detalles que acompañan sus actos, reflejan renuencia a la sumisión, poderío sobre el propio cuerpo y, sobre todo, una doble trasgresión, pues al tiempo que exhiben la bulimia, la anorexia, la frivolidad, la vanidad, la traición de género y hasta el asesinato como algo cotidiano y hasta glamoroso, los cuestionan. La modelo deja de ser objeto y pasa a ser sujeto. La narrativa de estos retratos parte del fotógrafo pero es completado por la modelo, lo que refleja una retroalimentación inusual, extraordinaria. Quizá por ello, lejos de buscar la belleza insustancial, Blenda opta por trabajar con actrices, con mujeres inteligentes que sepan hacer de su propia belleza algo relativo e inclasificable.
Pero… ¿Quién es Blenda?
Su apellido suena a nombre de mujer. Su icono es una imagen femenina que combina la belleza con la fuerza: seriedad, arrogancia, portentosos pómulos, cabellera en libertad. Pero Blenda es su apellido y Roberto su nombre y prefiere permanecer oculto tras el lente, dueño no absoluto de un mundo donde las mujeres son fieras en libertad; mujeres riéndose de sí mismas y del mundo, ostentando su belleza como algo deliciosamente egoísta que solo les compete a ellas.[1] La tercera mujer, Anagrama, Col. Argumentos, Barcelona, Sexta Edición, 2007, traducción del francés: Rosa Alapont, p. 219. Las cursivas son mías.
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