Siempre he creído que quien es madre o padre de familia… quien lo es por convicción y no por haber satisfecho una actividad fisiológica o cubrir un requisito social, debe experimentar empatía con otros padres o madres, particularmente si estos han sufrido la pérdida de un hijo o hija.
Dicen que ningún dolor en el mundo supera a este, máxime si tras la muerte de ese ser gestado en nuestras entrañas ha sido producto de un crimen, sea o no producido por una negligencia.
La empatía es una capacidad supuestamente nata de ponerse en los zapatos del otro. Cuando uno contempla el dolor de una madre ante la pérdida de un hijo, no puede evitar asociar a ese hijo muerto con el propio. Tan vulnerable a la enfermedad o a la muerte –particularmente si esta se da en condiciones trágicas- es un niño rico como un niño pobre. El secuestro de un niño rico –que es a lo que comúnmente se exponen los hijos de familias pudientes- indigna y duele lo mismo a otro empresario, cuyo vástago pudiera correr la misma suerte, que a la señora que vende aguacates en un mercado.
Supondríase, pues, que una mujer de clase alta es perfectamente capaz de conmoverse ante el dolor de una madre de clase inferior, económicamente hablando, claro, que llora a gritos la muerte de un hijo que hacía apenas unas horas cantaba y reía sobre su regazo.
Pero los hechos suscitados en Hermosillo, al margen de la tragedia que supone el que 48 bebés hayan muerto de la forma más espantosa en la que puede morir un ser humano –quemados-, parecieran demostrar lo contrario: para las propietarias de la guardería, Sandra Téllez Nieves, Marcia Matilde Altagracia Gómez del Campo Tonella y María de los Ángeles Félix Bours, sí cuentan las clases sociales al momento de ejercer su maternidad.
Me refiero concretamente a las mujeres porque, culturalmente, somos nosotras las más familiarizadas con las actividades y rutinas que conllevan la crianza de los bebés, lo cual no significa que los esposos de tan distinguidas damas sean menos culpables que ellas.
Una mujer que ama a sus hijos, con amor desinteresado y no como pose para la instantánea de una sección de Sociales, los ve reflejados en cualquier criatura, incluyendo aquellos que piden limosna en la calle. Una madre por vocación, que decide aceptar la enorme responsabilidad de velar por el bienestar de otros niños, en quienes, se supone, debiera ver reflejados a sus hijos, y cuenta además con el capital necesario –suficiente- para brindar un servicio de vital importancia en nuestros días en que padre y madre se ven forzados a luchar por el sustento, no los hacina en una bodega inmunda ni los expone, con una temperatura de hasta 50 grados, al exiguo y hasta nocivo alivio que supone un cooler viejo. Estamos hablando de personas con la capacidad económica suficiente para haber adquirido una bonita casa o mandarla construir y rodear a sus “clientes” de todas las comodidades posibles, y esto incluiría, dadas las circunstancias climáticas tan extremas de Hermosillo, un aire acondicionado.
Desde el preciso instante en que estas señoras optaron por lucrar con la necesidad de las madres trabajadoras, ellas, que ignoran lo que es buscar el pan para sus hijos (y sin embargo lo intuyen), tomando, para tal fin, un lugar a todas luces inadecuado para tal función, manifestando de entrada un desprecio inconmensurable tanto por los niños como por sus madres, que muchas veces no tienen de otra, y encima de todo cobrarles $700. 00 por un servicio que no lo amerita, ni en calidad ni en legalidad, pues se trata de un servicio que debiera ser GRATUITO –se supone que para eso pagamos impuestos- nos hacemos una idea de la clase de seres que son estas personas que, de entrada, no pueden llamarse “madres”.
Mujeres como estas no pueden amar a sus propios hijos. Aman, acaso, lo que estos representan: status, perpetuación de la riqueza, pretexto para salir en las páginas de Sociales… o la afirmación de ser señoras de quienes son, porque para ellas lo mejor que les ha pasado en la vida, sí, es haber sido madres, pero porque ello las afianza en su calidad de esposas de hombres influyentes con posibilidad de coronarlas como directoras del DIF o alguno de esos cargos con los que se entretiene a las inútiles Primeras Damas.
Sandra, Marcia, Ángeles… Lourdes, esposa de Bours, les hablo de tú a las cuatro porque ninguna merece mi respeto, ni como periodista ni como mujer, ya no digamos como madre. Ustedes pertenecen a ese estereotipo de mujer sumisa que las feministas combaten porque no son otra cosa que perpetuadoras del machismo, peor aún: negadoras de lo que el trabajo de las mujeres representa para la sociedad actual y del que ustedes no tienen la menor idea de ser deudoras, porque creen que con salir bonitas en la foto y lucir sus mejores galas ya cumplieron su deber como “señoras de”. Ante la desgracia que su ambición desmedida ha provocado en otras mujeres exactamente iguales a ustedes, de quienes solo las separa un montón de ceros en una cuenta bancaria y el azar de haber nacido en cuna de oro, se han limitado a enarbolar su pequeño discurso de ofendidas señoras de casta y esconderse como las delincuentes de collar de perlas que son: culpables de la muerte de 48 criaturas… culpables de servir de herramienta a las ambiciones asimismo desmedidas de sus esposos… culpables de secundar a estos en sus canalladas… culpables de avergonzar a las mujeres del mundo entero con una insensibilidad que no puede ser sino producto de la estupidez.
Escondánse en el último rincón del mundo señoras, que allá donde vayan serán reconocidas y repudiadas por haber propiciado la desgracia de 48 bebés que eran exactamente iguales a sus propios hijos: seres humanos. Su conciencia, que supongo tienen, no las dejará dormir en paz, ni siquiera en la habitación del hotel más caro del mundo.
A veces, la maternidad es una casualidad… un medio para alcanzar un propósito mezquino… una obligación principesca… algunas reinas de la historia han servido de horno para que en ellas se geste el príncipe consorte y nada más. Ni ellas mismas saben que son humanas, ¿cómo exigirles entonces la más elemental solidaridad de género?
Dicen que ningún dolor en el mundo supera a este, máxime si tras la muerte de ese ser gestado en nuestras entrañas ha sido producto de un crimen, sea o no producido por una negligencia.
La empatía es una capacidad supuestamente nata de ponerse en los zapatos del otro. Cuando uno contempla el dolor de una madre ante la pérdida de un hijo, no puede evitar asociar a ese hijo muerto con el propio. Tan vulnerable a la enfermedad o a la muerte –particularmente si esta se da en condiciones trágicas- es un niño rico como un niño pobre. El secuestro de un niño rico –que es a lo que comúnmente se exponen los hijos de familias pudientes- indigna y duele lo mismo a otro empresario, cuyo vástago pudiera correr la misma suerte, que a la señora que vende aguacates en un mercado.
Supondríase, pues, que una mujer de clase alta es perfectamente capaz de conmoverse ante el dolor de una madre de clase inferior, económicamente hablando, claro, que llora a gritos la muerte de un hijo que hacía apenas unas horas cantaba y reía sobre su regazo.
Pero los hechos suscitados en Hermosillo, al margen de la tragedia que supone el que 48 bebés hayan muerto de la forma más espantosa en la que puede morir un ser humano –quemados-, parecieran demostrar lo contrario: para las propietarias de la guardería, Sandra Téllez Nieves, Marcia Matilde Altagracia Gómez del Campo Tonella y María de los Ángeles Félix Bours, sí cuentan las clases sociales al momento de ejercer su maternidad.
Me refiero concretamente a las mujeres porque, culturalmente, somos nosotras las más familiarizadas con las actividades y rutinas que conllevan la crianza de los bebés, lo cual no significa que los esposos de tan distinguidas damas sean menos culpables que ellas.
Una mujer que ama a sus hijos, con amor desinteresado y no como pose para la instantánea de una sección de Sociales, los ve reflejados en cualquier criatura, incluyendo aquellos que piden limosna en la calle. Una madre por vocación, que decide aceptar la enorme responsabilidad de velar por el bienestar de otros niños, en quienes, se supone, debiera ver reflejados a sus hijos, y cuenta además con el capital necesario –suficiente- para brindar un servicio de vital importancia en nuestros días en que padre y madre se ven forzados a luchar por el sustento, no los hacina en una bodega inmunda ni los expone, con una temperatura de hasta 50 grados, al exiguo y hasta nocivo alivio que supone un cooler viejo. Estamos hablando de personas con la capacidad económica suficiente para haber adquirido una bonita casa o mandarla construir y rodear a sus “clientes” de todas las comodidades posibles, y esto incluiría, dadas las circunstancias climáticas tan extremas de Hermosillo, un aire acondicionado.
Desde el preciso instante en que estas señoras optaron por lucrar con la necesidad de las madres trabajadoras, ellas, que ignoran lo que es buscar el pan para sus hijos (y sin embargo lo intuyen), tomando, para tal fin, un lugar a todas luces inadecuado para tal función, manifestando de entrada un desprecio inconmensurable tanto por los niños como por sus madres, que muchas veces no tienen de otra, y encima de todo cobrarles $700. 00 por un servicio que no lo amerita, ni en calidad ni en legalidad, pues se trata de un servicio que debiera ser GRATUITO –se supone que para eso pagamos impuestos- nos hacemos una idea de la clase de seres que son estas personas que, de entrada, no pueden llamarse “madres”.
Mujeres como estas no pueden amar a sus propios hijos. Aman, acaso, lo que estos representan: status, perpetuación de la riqueza, pretexto para salir en las páginas de Sociales… o la afirmación de ser señoras de quienes son, porque para ellas lo mejor que les ha pasado en la vida, sí, es haber sido madres, pero porque ello las afianza en su calidad de esposas de hombres influyentes con posibilidad de coronarlas como directoras del DIF o alguno de esos cargos con los que se entretiene a las inútiles Primeras Damas.
Sandra, Marcia, Ángeles… Lourdes, esposa de Bours, les hablo de tú a las cuatro porque ninguna merece mi respeto, ni como periodista ni como mujer, ya no digamos como madre. Ustedes pertenecen a ese estereotipo de mujer sumisa que las feministas combaten porque no son otra cosa que perpetuadoras del machismo, peor aún: negadoras de lo que el trabajo de las mujeres representa para la sociedad actual y del que ustedes no tienen la menor idea de ser deudoras, porque creen que con salir bonitas en la foto y lucir sus mejores galas ya cumplieron su deber como “señoras de”. Ante la desgracia que su ambición desmedida ha provocado en otras mujeres exactamente iguales a ustedes, de quienes solo las separa un montón de ceros en una cuenta bancaria y el azar de haber nacido en cuna de oro, se han limitado a enarbolar su pequeño discurso de ofendidas señoras de casta y esconderse como las delincuentes de collar de perlas que son: culpables de la muerte de 48 criaturas… culpables de servir de herramienta a las ambiciones asimismo desmedidas de sus esposos… culpables de secundar a estos en sus canalladas… culpables de avergonzar a las mujeres del mundo entero con una insensibilidad que no puede ser sino producto de la estupidez.
Escondánse en el último rincón del mundo señoras, que allá donde vayan serán reconocidas y repudiadas por haber propiciado la desgracia de 48 bebés que eran exactamente iguales a sus propios hijos: seres humanos. Su conciencia, que supongo tienen, no las dejará dormir en paz, ni siquiera en la habitación del hotel más caro del mundo.
A veces, la maternidad es una casualidad… un medio para alcanzar un propósito mezquino… una obligación principesca… algunas reinas de la historia han servido de horno para que en ellas se geste el príncipe consorte y nada más. Ni ellas mismas saben que son humanas, ¿cómo exigirles entonces la más elemental solidaridad de género?