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Me permito reporucir aquí mi contribución a este volúmen.
LA POLTRONA
Empezó como supongo empiezan todas las niñas: jugando.
La culpable: la poltrona nueva de mi abuela. Eran dos: la suya, donde se instalaba a ver las “novelas” en televisión. La otra: la de los invitados, que yo acaparaba a esa hora de la tarde.
A los nueve años no es fácil acceder a los muebles antiguos. Desde la primera vez que lo intenté, al deslizarme hasta el respaldo, experimenté algo nuevo… inquietante. Algo que, intuía, debía llevar a alguna parte. Así que, mientras mi abuela estaba inmersa en sus “novelas”, se me hizo hábito resbalarme de a poquito para volverme a trepar entre aquellos toscos brazos. Otra vez la sensación proveniente de algún lugar oscuro y recóndito de mi cuerpo. Algo que no entendía, porque la palabra placer no forma parte del vocabulario básico de una niñita.
Mi abuela nunca malició sobre mi maña de treparme en la poltrona nueva, con su asiento duro y rasposo, y proceder a balancearme de manera casi sensual, frotando la innombrada zona de mi cuerpo con la superficie rugosita.
Un día sucedió lo que tenía que suceder: quedé batida tras una especie de explosión interna que por poco me hace gritar. Tuve que morderme el labio a sabiendas de que no era algo usual, mientras experimentaba aquella inundación entre mis muslos. Algo se me ha roto, pensé, y la agüita se había filtrado por entre las rendijitas del asiento, que ya chorreaba por debajo. Disimuladamente me cercioré de limpiar el estropicio utilizando mi propia falda –y sin meter las manos- y mi abuela, absorta en sufrimientos ajenos, no volteó ni una vez. A continuación me fui a cambiar y me apresuré a arrojar la prenda culposa en la cesta de la ropa sucia. Antes me cercioré de olerla: nada.
Nunca más me senté en aquella poltrona y opté por sentarme en la orilla de la cama, aunque experimentaba una especie de envidia cuando alguien más la ocupaba para hacerle compañía a mi abuela.
EVE GIL