Lamidas

Por: EVE GIL
En la escritura de Daniel Sada, refiriéndonos concretamente a su más reciente novela, Casi nunca, convergen los grandes momentos de la literatura mexicana, sin dejar de lado, claro, reminiscencias proustianas y jamesianas. Casi nunca es una especie de oüija cuyo oráculo reúne a Azuela, a Rulfo, a Arreola, a Revueltas, a Ibarguengoitia… incluso, y por citar a un contemporáneo, a David Toscana, con quien Sada tiene en común su inclinación por personajes, digamos, patéticos, siendo este inmune –a diferencia de Toscana- a cualquier tipo de ternura y simpatía hacia ellos. Y en Casi nada se muestra particularmente despiadado: ninguna concesión al “grandullón” Demetrio, ni a la desesperante –y silviapinalesca- Renata… menos aún a las madres, biológicas o usurpadoras, ¡tres en total!, que reproducen lo peor del manual de la sacrosanta cabecita blanca mexicana-chantajista, desde Prudencia Griffel, pasando por doña Sara García y Silvia Derbez. Se permite Sada cierto conato de ternura por Mireya, la prostituta abandonada a su suerte -¡embarazada!- en la estación de tren de un pueblo polvoriento, y sin embargo, como decimos en el norte –y Sada es dos veces norteño, nacido en Mexicali y criado en Coahuila-, “se muerde un testículo” para no ceder. Cuanto se permite hacer por Mireya es agobiar de remordimientos al grandullón, quien a su vez es otro personaje-tipo, incluso actual: los Demetrios, hijitos-de-mami, no dan señas de querer convertirse en especie en vías de extinción.
El que una novela como Casi nunca haya ganado el Premio Herralde de Novela 2008, resulta harto significativo. Por tratarse de una novela mexicana, en primer lugar. Sí, dije mexicana y no fronteriza. Aunque como en Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, su más arriesgada novela, Sada echa mano de regionalismos diversos, sin contar los arcaísmos y neologismos que merecen mención aparte, ingrediente básico de la peculiar prosa sadiana, resulta imposible “buscarle chichis a las gallinas” respecto a la mexicanidad de la premiada novela. Sada ha determinado el periplo de su protagonista entre Oaxaca y Coahuila, por lo que en Casi nunca los contrastes que nos caracterizan se dan la mano. Aficionado a los congales, Demetrio oscila entre las frondosas y fogosas putas oaxaqueñas –de allí la ingenua Mireya, a la que saca con promesas de matrimonio- hasta aquellas, ocultas entre nubarrones de polvo y ponzoña de víbora, pellejudas, mal encaradas y ataviadas con un delantal que facilita la labor al -¿asqueado?- cliente. Pero la razón más fuerte por la que afirmo que Casi nada es una novela mexicana… más aún, la más mexicana que se ha escrito desde… ¿Pedro Páramo? No entremos en honduras: Casi nunca es la novela más mexicana que he leído en mucho tiempo. Exhibe como ninguna la idiosincrasia del mexicano promedio, tan rodeado de santos y tan lejos de Dios; tan caliente y tan dado a colocar de espaldas al sacro regimiento para no ofender con su lascivia al Cielo… y lo narra con una causticidad que su singular dominio del lenguaje convierte en multicolor bofetada. Supongo que para los lectores españoles causará un efecto semejante al de Balas de plata, de Élmer Mendoza: el de un mundo pintoresco, surrealista. Un mundo de libro: petrificado en hábitos mecánicos, irreflexivos, absurdos. A un lector extranjero debe parecerle sumamente complejo, por no decir delirante, el contorsionismo moral en que incurren los personajes de Sada para hacer las cosas “como Dios manda”, y caiga quien caiga.
Los lectores mexicanos, por otra parte, nos veremos brutalmente reflejados –se verán, al menos, lectores de generaciones pasadas o que, como el propio Sada, provengan de una conservadora familia “de provincia”-. Sada hace de los pormenores de la “juventud productiva” de Demetrio verdadera Odisea (con mayúscula) en la que los mares –desiertos en este caso –parecen confabulados para estorbarle su retorno a Ítaca: es Demetrio quien canta al oído de las sirenas, resumidas por Mireya, y se ve inmerso en la trampa de su calentura de la que la única escapatoria posible es –nunca mejor aplicado el término- poner pies de polvorosa. El “enculamiento” por Mireya no lo hace perder de vista la posibilidad -¿ansia de estatus? – de ser “hombre de bien”, o lo que los convencionalismos tienen por uno, particularmente después de haber conocido a una deliciosa damita casadera de deslumbrantes ojos verdes llamada Renata…¡otro caso!: viviendo en un polvoriento pueblo –aquí todo pueblo lo es- del fondillo de Coahuila; hija menor de una madre celadora que se ufana de haber casado “como Dios manda” a las hermanas mayores de Renata y no tiene –aunque no lo declare- la mínima intención de dejar ir a su última palomita, ve en Demetrio la oportunidad dorada para huir de esa madre castradora y del pueblucho. Renata, sin embargo, resultará Penélope harto peliaguda, acaso demasiado estricta con el infeliz Demetrio que ya ha cometido mil atrocidades con tal de estar a su lado… al lado de la virgen pura con la que se supone ha de casarse un joven emprendedor y con ambición. Justo cuando la aventura parece haber llegado a su fin y Demetrio llega con un fajo de billetes para cumplir la promesa hecha a la joven que escribe cartas rosadas en vez de tejer colchas… viene el inolvidable episodio de la lamida. Inocente lamida que echa por tierra la torre de naipes de la decencia. Lamida que pudo haber sido recibida con risas y hasta con cierto júbilo por una prometida menos encorsertada moralmente; menos propensa a confundir los besos con miedos, pero Renata, hija de mamá a fin de cuentas, monta pancho de antología y rompe el compromiso. Vuelta a empezar: Demetrio deberá reconquistar a la ofendida virgen… y a la madre, por supuesto. El desierto se lo vuelve a tragar para vomitarlo más macho y más caliente… y más soberbio.
La anécdota, a simple vista, parece, sí, de risa loca, básicamente simple. Créanme: Sada logra que no lo sea, más aún, se empeña en hacer experimentar al lector –y a la lectora- el agobio, la angustia, la impotencia, la rabia… y hasta el polvillo metido en las partes pudendas tras días y días de deambular por el desierto, huyendo de la desgracia que supondría casarse con una prostituta en vez de con una señorita decente. Maestro en el arte de hacerte sentir la lentitud, la acedia, el sofoco, lleva cuenta de los años transcurridos en medio de la –insisto-Odisea de Demetrio: 1947, 1948, 1949, “(…) para qué humillarse si toda humillación no deja de ser extravagante”. Tratándose de Daniel Sada las cosas, pues, no son tan simples. No lo son, de hecho. Casi nada, en la misma sintonía de Porque parece mentira la verdad no se sabe, o Ritmo delta, feroz farsa del mundillo editorial, es una solidísima arquitectura verbal que, más que contar una historia, la va desmontando ante los maravillados ojos del lector que casi se siente salpicado por la saliva de cada palabra nueva (o que parece nueva).

Casi nunca
Daniel Sada
Anagrama
Narrativas Hispánicas
Barcelona, 2008