Morir de victoria: el amor en tiempos de paradoja


EVE GIL

El Amor no es, en lo absoluto, un “lugar común”… o la sublimación de una necesidad fisiológica, como tiende a ser manejado por críticos literarios, y, en general, todo aquél con pretensiones científicas. Lo pensarán dos veces para volver a afirmar tal cosa después de leer La paradoja del amor, Una reflexión actual sobre las pasiones (Tusquets, Ensayo, 2011), de Pascal Bruckner. Del amor se desprenden infinidad de temas, como si en él empezara y terminara todo…para volver a empezar: arte, religión, política, guerra, pornografía…y, nuevamente, Amor.

Amor. Útero. Caja de Pandora.

Un novelista de la talla de Pascal Bruckner (París, 1948), es, sin duda, una voz más que autorizada para disertar al respecto. Del autor de novelas intensísimas como Los ladrones de belleza y la célebre Luna de hiel, llevada al cine por Roman Polanski, no puede esperarse sino sabiduría y franqueza sin tapujos, como en este magistral ensayo donde acaricia y confronta; suspira y aúlla; ironiza y lamenta. Colocado siempre a dos fuegos. Bruckner logra un ensayo que nada pide en fogosidad a sus novelas, y si bien no sacrifica la razón en aras de la pasión –solo los grandes novelistas entienden que una no tiene por qué anular otra-, sus razonamientos son arrebatados, pasionales…por momentos sublimes, sin traicionar jamás el espíritu ensayístico de la obra que nos ocupa.

Desde el principio, Bruckner establece su postura de desilusionado de la revolución sexual –aquélla que hizo del amor una parodia insostenible, que poco tenía, por cierto, que ver con el amor- y un indómito creyente en el sentimiento que mueve al mundo, y a quien los padecimientos originados en éste le parecen minucias comparado con la trascendencia y el sentido que da a nuestras vida. Nacemos para amar y ser amados, y cada acto creativo o destructivo está impregnado del perfume de Eros. Y si bien analiza respetuosamente a todos esos filósofos, escritores y científicos que han denostado o negado el sentimiento amoroso (San Agustín, Schopenhauer, Nietzsche), se permite contradecirlos con argumentos de deslumbrante practicidad, inteligencia…y saludable cinismo que, si bien no demerita ante a la retórica de estos filósofos –y remite, qué remedio, a Voltaire, que se burlaba del idealismo de Rousseau- va dirigida en sentido inverso al de aquéllos. Explora, de esta manera, los “usos y costumbres” de la etiqueta amorosa desde tiempos en que, señala el autor, uno no nacía virgen, sino se hacía para protegerse de la corrupción de la carne promulgada por furibundos clérigos automutilados… hasta los actuales tiempos post-sida, en que el slogan “Hacer el amor, no la guerra”, suena francamente ridículo, “(…) Hacer el amor hoy es abrir la guerra de todos contra todos. La idea de que la alegría pueda surgir de un choque de epidermis se ha desvanecido. El sexo ya no es una actividad, es una maza para aporrear a los demás.” (p. 157)

De los inútiles esfuerzos que se han realizado, a través de los siglos, por “meter en cintura” al Amor, que definitivamente escapa a todo razonamiento (los cilicios que hicieron ganar el Cielo a algunos santos, doblegaron no el amor, sino el instinto) y a toda ciencia, Bruckner realiza un festivo recorrido que concluye en los tiempos actuales en que, del amor cortés al libertinaje, hemos llegado a, digamos, una flexibilidad que pretende reconciliar emoción y razón en pro de nuestra salud mental…y aún así el amor nunca había sido más tormentoso… ni en tiempos de Montesco versus Capuleto, en que existían mil pretextos para obstaculizarlo y orillar a los amantes a una casi protocolaria locura: “(…) Nos vemos sometidos hoy, hombres y mujeres, a una exigencia contradictoria: amar apasionadamente y si es posible también a ser amado, a la vez que se sigue siendo autónomo. Sentirse colmado sin estar atado, con la esperanza de que la pareja manifieste la suficiente flexibilidad para permitir esa coexistencia armoniosa.”

En cuanto a los celos, que no pueden ausentarse de un libro dedicado al amor, Bruckner no los glorifica, pero sí manifiesta contrariedad ante la demonización de la que son objeto actualmente. Manifestar celos de pareja es ir contra la nueva etiqueta de antidepresivos de diseñador. Los celos son, pues, una vulgaridad: se supone que el ser amado no es un objeto de nuestra pertenencia; que ello está sobreentendido desde la abolición de la esclavitud que se extiende hasta las relaciones amorosas: nadie es dueño de nadie. .Ser adúltero es de menos mal gusto que ser celoso, por ejemplo. Y con todo esa patologización de éste sentimiento, que Bruckner ha desarrollado magistralmente en sus novelas, defiende la idea de que se trata de la pasión más reacia a los cilicios; que hasta esos seres muy evolucionados que optan por que hoy se denomina “relación abierta”, han de armarse hasta los dientes –como hiciera Simone de Beauvoir, respecto a Sartre- para aparentar que en ellos no habita esa emoción brutal e indigna: “(…) La tragedia clásica oponía un cariño imposible a un orden cruel: la tragedia del amor contemporáneo es el amor matado por sí mismo, que muere de su propia victoria”. (p. 104).

El verdadero creyente del amor, contrario a lo que se piensa, pareciera decirnos Bruckner, es aquel que lo ha padecido con toda su alma y no el que prefiere rehuirle para no sufrir, como hiciera un rabioso Proust. El dolor es un complemento del sentimiento amoroso; más afín, definitivamente, al Amor que la felicidad, que puede llegar a ser un tanto fútil en razón de que muy raras veces conlleva trascendencia, mientras que el dolor transforma. Lo que vuelve al Amor –en tanto Amor, digamos, romántico-erótico- tan digno de ser experimentado es la posibilidad de trascendencia, trascender en el otro más que junto con él; algo en lo que Bruckner coincide con el espíritu ilustrado más que con el clamor sesentaiochoista, que clamaba por un amor masivo, no de unos hacia otros, sino de todos sobre todos, no menos mezquino al que –explica detalladamente Bruckner-ha llevado a reyes y sacerdotes, en nombre de un “amor a la humanidad”o “al pueblo”, a perpetrar genocidios, “Te mato por tu bien, para salvarte del infierno”, y es aquí, más que en el amor de pareja, donde el significado del término Amor alcanza su máxima paradoja. Amor pareciera ser también el segundo nombre de Dios (o Cristo), en cuyo nombre se mata “por amor”. Amor no solo a Dios, sino –oh ironía-al infiel que se niega a aceptar “su bien”, “su salvación”. .Arma mortal cuando es empleado por los gobernantes para, en nombre de su amor por ésa masa informe demagógicamente nombrada “pueblo”, adoptan medidas que destruyen vidas específicas, reducidas a cifras que harían temblar de rabia al verdadero Amor.

El Amor, considera éste desertor del Orgullo Sesentayochoista, no solo pierde intensidad al transcurrir el tiempo –otro mito que se encarga de derribar con minuciosa tranquilidad- antes bien, va refinándose, puliéndose, aclarándose…de tal forma que la sensualidad se impone al atractivo físico, y la experiencia al idealismo. El amor, pues, es mutante y se adecúa a cada individuo: crece y se desarrolla junto con él, y puede llegar a explotar en auténticos fuegos artificiales –que reemplazan las famosas “mariposas en el estómago” de los adolescentes- cuando ha asimilado esas experiencias de las que los entusiastas negadores del amor, postmodernos equivalentes de aquéllos Hombres de Dios que perseguían el hedonismo de los adolescentes, escapan cobardemente: “(…) Lo más hermoso que dos seres se dan no son solamente sus cuerpos, sus placeres, sus talentos mutuos, es una historia que no se parece a ninguna otra, que los unirá para siempre aunque tengan que dejarse.” (p. 83).

Aunque en general se trata de una visión desencantada, no del amor, sino de cómo se ha pretendido doblegar este sentimiento a una evolución que el autor considera inviable, La paradoja del amor es un libro gozoso; un verdadero manjar de buena literatura y reflexión filosófica de alto nivel que no mira de reojo la animalidad del sentimiento amoroso, sino que la exalta y la recoloca en el pedestal de donde eventualmente cae en aras de una postmoderna exigencia de raciocinio y felicidad obligada y, por ende, artificial.