Libertad de expresión: ¿cual es el límite?

Foto cortesía: Jaime Cháidez
Como periodista y escritora que soy, siempre me ha preocupado la delgada línea que separa la libertad de expresión del libertinaje. La solución parece sencilla: tu derecho termina donde comienza el del otro. La libertad, no obstante, pareciera ser ilimitada. Carece de frontera, de línea divisoria. Quien la ejerce debería tener una mínima noción de hasta donde llegar, pero por desgracia, al menos en lo que al ejercicio periodístico, incluso literario, se refiere –rememorar el caso, por hoy olvidado, de aquel libro, Todas putas, que exaltaba la misoginia- hay quienes no comprenden que, si bien la libertad es ilimitada, existe algo llamado ética profesional que impone un límite, no a la libertad como tal, sino a su ejercicio. Sí, yo soy libre de decir absolutamente todo lo que me da la gana, todo, pero no todo lo que me da la gana decir es necesario ventilarlo públicamente, porque a nadie compete. Es decir: estoy en mi derecho de publicar una crítica contra la institución monárquica; exhibir la ranciedad de su protocolo y su carácter puramente ornamental e inoperante en tiempos como los corrientes, y arremeter, si quiero, contra todo lo que representa. A lo que no tengo derecho es a filtrarme hasta la recámara de los reyes o príncipes y caricaturizar su intimidad y su sexualidad que, como la de todos los seres humanos, seamos o no personas públicas, príncipes o plebeyos, nos pertenece exclusivamente a nosotros (con sus asegures, claro: ahí está Niurka). La sexualidad del príncipe Felipe y de doña Letizia no es de nuestra incumbencia, esa le pertenece solo a ellos, en lo individual y como pareja. Así entonces, y digan lo que digan los defensores del caricaturista que realizó una grotesca caricatura pornográfica de estos, que para colmo apareció en la portada de un seminario español llamado Jueves, lo que debería preocupar al gremio periodístico no es que hayan confiscado los ejemplares que exhiben a dos personas públicas en un acto íntimo y privado, sino hasta donde se está llevando la práctica de la libertad de expresión. En su más reciente libro de ensayos, Contra la censura, el Premio Nóbel de literatura 2004, el sudafricano J.M Coetzee, quien ha padecido en carne propia la censura, reflexiona respecto al mismo tópico: ¿es que acaso debemos permanecer tan frescos si nos insultan y calumnian públicamente, en nombre de la libertad de expresión que hemos defendido con uñas y dientes? ¿Estamos moralmente obligados a defender la mal entendida libertad de expresión, solo porque la mayoría no es capaz de intuir su límite? Y ese límite es el que separa la verdad incómoda de la injuria, que tampoco parece fácil de discernir. Hoy, más que nunca, los periodistas sin ética reproducen aquello de que una mentira dicha mil veces se transforma en verdad. Es más fácil inventar una verdad que rastrearla, documentarla y exhibirla en forma legítima.
El censor típico, ejemplifica Coetzee, es un malhumorado que castiga a quien se ríe de su mal humor, pero la censura, afirma, no tendría el mismo carácter absurdo si fuera ejercido por personas sabias que supieran detectar hasta qué punto la libertad degenera en libertinaje. Pero, definitivamente, no es lo mismo censurar, por ejemplo, a Salman Rushdie, imputándosele un cargo por blasfemia siendo que él nunca se propuso ser blasfemo y simplemente hizo uso de la legítima libertad de expresión que le otorga ser ciudadano de un país occidental, a censurar a un monero que caricaturiza la copula de dos personajes públicos. El primero ejerce su libertad, el segundo abusa de su libertad.
Yo misma he sufrido la censura en carne propia: un funcionario cultural sonorense, de muy triste recuerdo (del que pronto no quedará ni siquiera eso) embodegó durante todo un sexenio el tiraje completo de mi segunda novela, El suplicio de Adán. Nunca dio explicaciones públicamente, aunque la versión semi oficial de su arrebato fascistoide es que consideró que su contenido era inconveniente para las buenas conciencias de su estado ganadero y judeocristiano. Mi novela no injuriaba a nadie; no exhibía a personalidades públicas en plena cópula ni desvelaba secretos íntimos de terceros. El censor se sintió ofendido y agredido por cuanto exponía respecto de las instituciones eclesiástica y priista y fue su muy personal visión de las cosas, su visceral sensación de que el contenido de mi novela lo ofendía en sus creencias, militancias e ideologías lo que lo llevó a decretar el veto. Eso sin contar su necedad de tratar a los sonorenses como menores de edad a los que había que proteger de un material altamente nocivo para sus convicciones políticas y religiosas.
Naturalmente, quien ha pasado por experiencia semejante se convierte en férreo militante de la libertad de expresión, como ha sido mi caso y el de cualquier otro autor censurado y vetado del mundo. Pero precisamente porque se ha padecido y se ha estudiado respecto a nuestros derechos tanto autorales como humanos, se intuye cuando se está incurriendo en la difamación y la calumnia, cánceres mediáticos tan terribles como la censura misma. Y por lo general, quien ha padecido la censura ha padecido también el afán libertino de quienes, escudándose en un derecho a expresarse, arrojan mierda sobre nosotros. Lo peor es que quien conoce nuestra militancia como defensores de la libertad de expresión, está esperando que respetemos ¿toleremos? la misma cuando se vuelve en nuestra contra, sin entender que no es lo mismo que, por ejemplo, alguien escriba una reseña crítica en la que despedaza nuestra más reciente novela, a que se nos injurie en lo personal.
Hay que hacer notar, sin embargo, que la injuria de tipo personal raramente o nunca aparece acompañada del nombre del injuriador, quien por lo general se protege con un seudónimo. No es lo mismo proteger tu identidad cuando denuncias a un narcotraficante, por ejemplo, que cuando incurres en una ofensa o difamas a alguien. Este podría ser un indicativo de que la libertad de expresión ha transgredido su límite: quien está seguro de lo que afirma, y considera que ventilar dicha afirmación es absolutamente necesario, no se escuda en seudónimos, no tiene por qué: lleva las de ganar. Aquí no se trata de una injuria, sino de una denuncia, y eso está bien porque estamos en nuestro derecho de exhibir los malos procedimientos o las corruptelas de ciertos funcionarios, intelectuales, burócratas, etcétera. Pero volviendo al punto de partida: no puede hablarse de libertad de expresión cuando atentas contra la integridad de un tercero, tampoco cuando asumes una máscara o arrojas la piedra y escondes la mano. Esto último es no solo falto de ética profesional, es un delito sobre el que debería caer todo el peso de la ley.