Sergio Valenzuela: el gemelo perverso de Daniel Sada

Cortesía: Suplemento Perfiles del diario sonorense El Imparcial

Recuerdo el comentario de un editor del D.F que se refirió a la novela La niña de los tomates, de Sergio Valenzuela (Hermosillo, 1944), en términos harto elogiosos para rematar diciendo que lamentaba no poder publicarla pues el que se tomara en forma irreverente un asunto tan delicado como la violación y asesinato de una niña de siete años resultaría ofensivo para los lectores. Por un lado, tiene razón. Poca razón pues, si bien es cierto que Valenzuela aborda con irreverencia la historia de un crimen real que cimbró a la sociedad sonorense de la década de los 50, no se trata de una estrategia gratuita, si bien el ser irreverente es una característica emblemática del estilo de este autor. Como en ningún otro libro, Valenzuela hace cobrar a este rasgo estilístico un sentido muy especial, sentido que me provoca compararlo con el marqués de Sade, quien por cierto describía en forma mucho más cruda asuntos como los aquí abordados: acusado de inmoral y asesino, el Divino Marqués no hacía sino caricaturizar los vicios de la sociedad en que se desenvolvía. Era como exhibir desnudos a los aristócratas de su tiempo quienes, aparentando entregarse a labores pías, se consagraban al único Dios en que creían: la lujuria.
Esta, considero, es más o menos la intención de Sergio Valenzuela, quien una vez más da muestras de oficio y maestría al reelaborar un caso tan doloroso y extraer de él no el crimen en sí sino la respuesta de la sociedad ante dicho suceso, que es el verdadero tema central de La niña de los tomates. Se trata de una crítica social escudada en la ironía que implica la banalización del hecho criminal que, por cierto, vale mucho la pena recuperar a luz de los feminicidios de Ciudad Juárez, alrededor de los cuales también se han suscitado reacciones que van desde la sincera indignación hasta el inculpamiento de las víctimas. En esta novela nadie culpa directamente a la niña, vendedorcita de tomates, de su tragedia (sería el colmo, ¿o no?), pero estas magistrales líneas desnudan pavorosamente el subconsciente colectivo: “Los comerciantes de frutas y verduras se quejaban de que la demanda de la producción de tomate había caído estrepitosamente en el mercado local. Los consumidores de la legumbre asociaban el producto con alguna forma de prostitución. Se pusieron de moda calcomanías, Di no al Tomate, pegatinas que se plasmaban en cristales de automóviles y ventanales públicos.” (p. 25) Naturalmente, esto es parte de la ficción de la novela cuyo único hecho real es la niña violada y asesinada sobre el que el autor se documentó abundantemente, aunque con la pericia quien sabe entre líneas y reinterpretar las lecturas sobre el asunto que, por supuesto, se extravían en moralinas que sin inculpar directamente a la víctima, hacen de ella objeto de morbo, mito para asustar a las niñas demasiado confiadas o que no obedecen a su mamá y se van con extraños. “Ten cuidado con lo que haces o te pasará lo que a la niña de los tomates”. “La niña de los tomates”, en Hermosillo, es tan legendaria como su antitesis, el Juan Soldado de Tijuana alrededor del cual se ha creado un culto religioso –como el de Malverde en Sinaloa- no obstante haber violado y dado muerte a otra niña cuyo nombre nadie recuerda, mientras que a Juan Soldado, fenómeno analizado tanto por escritores de la región como por historiadores y sociólogos del extranjero, se le siguen atribuyendo milagros. En el caso que nos ocupa, nadie recuerda al violador y asesino, fusilado por cierto (la misma sociedad exigió que se reimplantara la pena capital en Hermosillo para este caso en particular y el llamado Francisco R. fue fusilado junto al violador y asesino de otra menor), pero sí a la niña a la que le ocurrió algo horrible por desobediente. Ambos casos son caras de una misma moneda, a fin de cuentas. Ambas niñas son percibidas como víctimas culpables, como desobedientes al sistema patriarcal.
La nouvelle de Valenzuela se desarrolla en dos ámbitos paralelos: los barrios bajos de donde es originaria la niña de nombre Luz M (al menos se nos recuerda que “la niña de los tomates” tenía nombre y apellido) y los barrios altos, por llamarlos de algún modo, donde radica la familia Alonso; la típica familia clase media alta sonorense que aspira incesantemente a ser simplemente alta, cuya madre se involucra en todo tipo de movilizaciones caritativas, de esas que registran las secciones de Sociales, mientras que el padre, demasiado ocupado en incrementar su fortuna, se acuesta con la secretaria. Sus hijas, las gemelas Ana y Carmina, son, por supuesto, alumnas del Colegio Lux, ¿de dónde más? A raíz del crimen contra la pequeña Luz, Carmen, la madre, cae en una especie de psicosis lo mismo que las monjas del citado colegio que de inmediato intuyen que el diablo ronda a las inocentes criaturas. Carmen, un poco para paliar la vergüenza y el dolor de saberse cornamentada por su descarado marido, pero también por temor a que sus hijas corran suerte semejante, se entrega en cuerpo y alma a clamar justicia para la pequeña Luz (aunque incongruentemente nunca intenta un acercamiento con la afligida madre de la víctima), mientras que las monjas extreman precauciones para preservar la inocencia de las estudiantes que pareciera más importante de preservar su vida misma. En el fondo, lo más lamentable no es la muerte de la pequeña, sino su brutal desfloración. No es la niña en sí lo que importa, sino su pureza quebrantada. Quizá de haber sobrevivido, la reacción de la sociedad habría sido harto distinta: “(…) es muy difícil pensar en una niña como alguien que ha muerto, como sucede con el asesinato de Nancy Clutter (de A sangre fría, de Truman Capote), en voz de los personajes que nostálgicos rememoran la tragedia atrapados en la ficción viva de la novela, la niña de los tomates es ahora, medio siglo después, la nostalgia de un morbo colectivo en una ciudad sin amarras, rumbo al despeñadero de la simulación y la impostura social.” (p. 83).
La narración está impregnada, como en la novela anterior de Valenzuela, De color púrpura, que con llaneza aborda la conocida, aunque hasta ahora callada pedofilia del tenor Alfonso Ortiz Tirado, de un reconocible tufillo de perversa pasión por los cuerpos nubiles, lo que sin duda horrorizará a quienes no hayan leído a Nabokov, pero que en la pluma de Sergio Valenzuela adquiere visos picarescos y humorísticos que no se advierten en el novelista ruso. Hay regodeo en la descripción de las anatomías infantiles, pero más regodeo de lenguaje que en lo morboso de la descripción. Recurre incluso a una ternura libidinosa que por momentos enternece más que evocar imágenes eróticas: “(…) Huele a mochila contenta, a sopita de calzoncitos de algodón Bracker´s, y en esos rangos olfativos oscila el mercado bursátil de tradiciones y valores del Colegio Lux.” Sergio, lo he dicho siempre, es una suerte de doble siniestro del bajacaliforniano Daniel Sada. El señor Hyde del Doctor Jeckyll, aunque curiosamente uno y otro aseguran no conocerse ni haberse leído, lo cual es una verdadera lástima. Ambos escritores son estetas y hedonistas del lenguaje; conocedores a fondo del mismo y amantes de experimentar con anacronismos, neologismos y tiempos verbales, sin embargo no puedo imaginarme al conservador Sada escribiendo sobre niñas violadas y asesinadas o pubertas provocadoras de cantantes seniles. Sergio Valenzuela, en cambio, ama los temas que ponen en evidencia la hipocresía de la sociedad provinciana, y no suele ser muy medido a la hora de ejercer el perverso poder de su lenguaje; único que puede hacernos mirar sin misericordia y en todo el esplendor de su inanidad a “la casta de qué dirán”.

La niña de los tomates
Sergio Valenzuela
Instituto Sonorense de Cultura, Editorial Garabatos,
Hermosillo, Sonora, México, 2007
85 pps