Para Estela Leñero
Pocos, muy pocos, conocen mi pasado como dramaturga. De hecho, me he empeñado en borrar toda huella al respecto, si bien no hace poco descubrí que mi primera obra teatral, que fue también mi primer librito que jamás menciono en mi currículo, se sigue montando en Hermosillo, particularmente en escuelas de educación media superior. Yo no conservo un solo ejemplar de “Retrato de una pareja perfecta” pues incineré los pocos que me quedaban en un arrebato de ira del que hablaré a continuación.
Tenía yo 20 años cuando escribí la susodicha obra. En aquel entonces todavía no ingresaba a la universidad, de hecho, llevaba buen rato sin estudiar –oficialmente-, conformándome con mini empleos que me daban para mis vicios: los libros y las revistas. Cuando supe que estaban convocando a un premio de dramaturgia cuyo premio consistía en $1,500 y la publicación de la obra –estamos hablando del año 1989- se me hizo fácil escribir una, no obstante que lo mío por entonces era exclusivamente la novela, y no concebía siquiera la existencia de algún otro género, tal era mi ignorancia. El teatro, sin embargo, y según yo, “se me facilitaba”, pues en la escuela había ganado varios certámenes en este tenor, así que se me hizo fácil y puse manos a la obra. Inspirada en un asunto personal, escribí una obra sobre una pareja que se casa sin antes haber hablado respecto a las expectativas de uno sobre la otra y viceversa, por lo que la chica ignora que su flamante marido es un macho tradicional que espera lo obvio en estos casos, que la esposa se dedique al hogar, mientras que él no tiene idea de que su joven mujer tiene serios planes académicos y profesionales. A partir de este ejercicio de imaginación, de qué pasaría si me casaba con mi carpintero, surgió una farsa muy divertida sobre la pugna entre el machismo y el feminismo, aunque confieso que mis conocimientos al respecto eran precarios (no había leído aún uno solo de los libros de teoría que me formaría en ese sentido poco más tarde).
“Retrato de una pareja perfecta” ganó el primer lugar en el certamen aquel. Yo misma no lo podía creer, particularmente cuando descubrí que los otros dos finalistas eran dramaturgos experimentados. Las obras eran sometidas a una lectura dramática, con actores profesionales, ante los miembros del jurado, para que estos resolvieran. Al ser firmadas con seudónimo, los autores podían colarse en las lecturas que, por otro lado, eran abiertas al público. Cuando presencié la lectura de mi obrita, oculta en la penumbra del pequeño teatro, contuve a duras penas mi emoción. Pensé en ese momento que yo había nacido para esto, y me dije que aunque no ganara, seguiría adelante. Pero resulté ganadora y la obra se montó al año siguiente en la Casa de la Cultura de Hermosillo, bajo la dirección de Sonia León.
Las experiencias que me dejó aquella primera obra son diversas, casi todas positivas. La primera crítica publicada de la obra, sin embargo, fue devastadora. Se trataba, además, de la primera crítica que recibía en mi vida y muchos escritores noveles no superan algo así. He de reconocer que el crítico tenía razón en una cosa: las feministas de mi obra eran absolutamente estereotipadas, señoras de chonguito y lentes, poco femeninas y apasionadas odiadoras de los hombres. A mi favor pude argüir que se trataba de una farsa, aunque la verdad es que al momento de escribirla no tenía consciencia de lo que estaba escribiendo. A mitad de temporada, recuerdo, se enfermó la actriz que caracterizaba a la madre de la protagonista, la furibunda líder del grupo de feministas y tuve que entrar a suplirla. Así entonces, escribí un texto fársico sin conocimientos teatrales y actué sin haber estudiado actuación. Después de eso ingresé a un taller con Ángel Norzagaray, quien llegó a decirme que lo mío era actuar, que me olvidara de escribir –a él le parecía horrenda mi obrita-, y si bien le encontré gusto al asunto, llegué a la conclusión de que mi intolerancia a recibir órdenes, más aun si provenían de un dictador, por muy genio que fuera –y Ángel es un genio- no me llevaría muy lejos. Retorné a la escritura, aunque continué recibiendo ofertas para actuar en obras que no me gustaron o quizá menosprecié. Cuando años más tarde me tocó presenciar una extraordinaria puesta en escena del propio Norzagaray titulada “Tú también… Macbeth”, me di de topes contra la pared: si tan solo me hubiera pedido interpretar a Lady Macbeth, creo que mi historia hubiera sido otra.
Regresando al asunto de la dramaturgia… seguí alternando mis dos géneros favoritos, la novela y el teatro, aunque he de reconocer que no me ocupé en estudiar teoría hasta que ingresé a la escuela de Letras, dos años más tarde. Fue entonces, tras escribir varias intrascendentes obritas de divertimento, planeadas para montarse en barecitos, que surgió la idea de escribir el monólogo “Electra masacrada”. Concretamente: tras mi descubrimiento de los clásicos griegos en la universidad y mi enamoramiento de Eurípides que me llevó a Sófocles. Ambos abordaron, desde ópticas antagónicas, el personaje de Electra, al que llegué a través de Ifigenia, con cuya tragedia, por cierto, me identifiqué mucho más que con la de Electra. Pero mientras Ifigenia era la víctima, el cordero, ofrecida en sacrificio por su propio padre a los dioses para ganar una guerra, Electra era la vengadora de la muerte de ese mismo padre. Tras un exhaustivo análisis de ambos personajes, llegué a la conclusión de que Electra era doblemente víctima, pues planear la muerte de su propia madre, quien a su vez participó en el complot para matar al padre (quien a su vez mató a su hija mayor) era una forma simbólica de matar y matarse al mismo tiempo. Con base en esta hipótesis, escribí mi primer texto serio de teatro, cuya protagonista era una joven actriz que soñaba con interpretar a las Electras. Su larga espera en un cuarto de hotel, que es donde transcurre la acción, tenía mucho que ver con ese anhelo… anhelo, por cierto, algo más que profesional, pues esta joven había vivido en carne propia el asesinato-suicidio del personaje que la subyugaba.
Al escribir “Electra masacrada” había adquirido bagaje académico, publicado mi primera novela –Hombres necios- y era una joven mamá de veintiséis años, arrastrando lo que popularmente se conoce como “fracaso” –divorcio, abandono- fascinada por el psicoanálisis y hundida en la peor crisis existencial hasta ahora. Con todo y esto, no entiendo cómo es posible que el producto de las reflexiones haya sido una obra tan dura, tan sórdida, tan violenta… absolutamente nada que ver con mis obritas inocentes de la primera etapa. La inscribí en otro concurso que, cosa curiosa, no ganó, pero obtuvo mención honorífica. Uno de los jurados, que según sus propias palabras quedó alucinadísimo con el texto, Jorge Celaya, me buscó para ofrecerse a montarla. Nunca olvidaré la impresión de toparme con el afamado director y dramaturgo al abrir la puerta de mi casa aquella tarde de sábado, en que no esperaba visitas. Era como un sueño: ¡Jorge Celaya interesado en mi Electra!
Hasta aquí, el lector se preguntará: ¿Cómo es que con semejante suerte, esta mujer me diga que no quiere saber nada del teatro?
La cosa empezó a venírseme abajo cuando, tras haber aceptado que Jorge montara el monólogo, me comunicó que había elegido para el personaje de Electra a la actriz Marreyna Arias. Lo primero que pasó por mi mente cuando esto se me notificó, fue que Marreyna, que en efecto era una estupenda actriz –yo, de hecho, la admiraba- no tenía las características físicas que requería el personaje, que padecía bulimia. No dije nada pero creo que Celaya leyó la preocupación en mi semblante porque agregó a continuación: Marreyna ya está haciendo dieta y ejercicio. Le quedan tres meses para ponerse “al tiro”. Opté entonces por confiar plenamente en el profesionalismo tanto del director como de la actriz.
La obra abrió el Festival Internacional del Monólogo, celebrado en Hermosillo en marzo de 1995. Marreyna no adelgazó ni un gramo… a lo mejor exagero, pero el caso es que no parecía bulímica en lo absoluto, y el parlamento de “me divierto contando mis costillas”, arrancó alguna risilla maliciosa. Fuera de este detalle, Marreyna estuvo fabulosa. Pudiera decirse que logró que el público olvidara cualquier otra minucia, fuera de la vibrante voz de la joven actriz y la conmovedora vulnerabilidad de la que impregnaba al personaje.
Por aquellos días, Jorge tuvo que marcharse a la ciudad de México, donde tenía varios compromisos por cumplir. Electra volvería a montarse como parte de un programa teatral titulado Teatro Íntimo de los Jueves en Casa de la Cultura de Hermosillo y para que esto fuera posible, tuvo que adiestrar a un sustituto en la dirección, en este caso una jovencita cuyo nombre nunca olvidaré pero prefiero ahorrarme. De entrada, cuando Jorge me la presentó, experimenté cierto disgusto, y si mi memoria no me engaña, le hice saber a él, en privado, que esta niña me parecía demasiado joven para comprender un texto de esta naturaleza. Finalmente le concedí un voto de confianza, tanto a Jorge como a su sustituta. Me dije a mí misma: “La muchacha parece inteligente… tú misma has sido objeto de burla y escepticismo… por ser mujer, sí, pero principalmente por ser joven. Dale a ella la oportunidad que te dieron a ti.” Y así lo hice: le di mi bendición implícita a la nueva directora de “Electra masacrada”
Recuerdo, sin embargo, que la susodicha me parecía bastante altanera. Nunca me miró a los ojos, ni buscó un acercamiento conmigo. Cierto: tampoco yo lo busqué. Días más tarde, cuando se inició la labor de promoción para la temporada del monólogo en Casa de la Cultura, me tocó ver a la directora y la actriz en su recorrido por canales de televisión. Primer mal síntoma: nunca me reportaron que lo harían, número uno… número dos: me resultó un tanto chocante escucharlas referir a la obra como “su obra”, sin darme crédito en lo absoluto. Mi nombre no se pronunció ni una sola vez durante aquellas rondas promocionales. Opté por dejarlo pasar, diciéndome a mí misma que los autores del siglo XVI no firmaban sus obras para no pecar de soberbios, que en realidad quien daba la cara por el texto era Marreyna, y por consiguiente era razonable que ella se refiriera a mi Electra como “su obra”. El colmo hubiera sido que mi crédito no apareciera en los pósters –que, no me puedo quejar, eran hermosos- y en los programas… aunque se requiriera de una lupa para localizarlo. Los nombres de la actriz y de la directora destacaban de lejos, por encima del mío. Volví a regañarme: “No seas soberbia –por aquel entonces, este era el adjetivo favorito de mis “críticos” para referirse a mi persona, y había terminado por creérmelo-; ellas se han matado por sacar adelante el texto. Tú lo escribiste cómodamente sentada ante una máquina de escribir… ellas, en cambio, pobrecitas, hacen el trabajo físico, particularmente Marreyna… déjalo así, están en su derecho, etc, etc.
Asistí al estreno de mi propia obra sin haber sido invitada. No me cobraron en la taquilla porque la encargada me conocía y consideró absurdo cobrarle a la autora. De cualquier manera, procuré pasar desapercibida y me situé en los últimos asientos, en la penumbra de la pequeña pero acogedora sala. Se levantó el telón. Una vez más me dejé atrapar por la presencia de Marreyna, que inyectaba al personaje una frescura de la que carecía. Traté de no prestar atención al hecho de que exhibía kilos de más y de que el parlamento del conteo de costillas volvía a arrancar risitas maliciosas… lo que prendió foquitos rojos en mi cerebro, fue percatarme de que la actriz se saltaba la parte en que ensayaba ante el espejo a la Electra de Eurípides. Estuve a punto de gritarle: “Marreyna, se te olvidaron los parlamentos de la Electra de Eurípides”. Cuando se brincó también los parlamentos de la Electra de Sófocles, detecté que aquello no era un olvido, sino una omisión deliberada. La nueva directora había eliminado los parlamentos que aludían a los clásicos griegos. Casi para terminar, descubrí que había eliminado también la parte donde Electra menciona el dildo de la tía solterona. El público, que no podía saber que la obra había sido alterada, aplaudió de pie la admirable actuación de Marreyna. Yo estaba tan enojada que, en vez de acercarme a felicitarla, le pregunté donde estaba la directora. Algo o alguien me impidió acceder a esta el día del estreno. Pasaron algunos días antes de que pudiera hablar con ella por teléfono. Contrario a lo que pudiera pensarse, el coraje no se me había pasado y fui directo al grano: ¿Por qué le quitaste parlamentos al monólogo? Ella respondió en un talante que sugería que yo para ella era poco menos que un cero a la izquierda: “Ay, es que el público no entiende de esas cosas, se aburre… además, los niños pueden sacarse de onda con lo del dildo”, “¿Y quién te dijo que la obra era para niños?, le grité, ¿no queda lo suficientemente claro que esa obra es “solo para adultos”? Ya no recuerdo en qué quedamos. Me sentía furiosa, impotente, sin saber que hacer. Cometí el error de dar media vuelta y mandar todo al diablo, con lo cual prácticamente les entregaba mi texto en bandeja de plata. Lo peor estaba por venir.
Al anunciarse el final de la temporada del monólogo, se me ocurrió asistir a la última función, no recuerdo si en son de paz o con la espada desenvainada. Se alza el telón. Aparece Marreyna, todavía más gordita que en las funciones anteriores, visiblemente debilitada. Su actuación había perdido el brillo de las primeras representaciones. Mi Electra se había transformado en una mujercita vulgar, paradójicamente, pues al no pronunciar las groserías tan abiertamente como lo marcaba el texto e insinuarlas apenas, lejos de parecer más elegante, adquiría un cariz de intolerable cursilería. Nuevamente presencié la ausencia de los parlamentos de Eurípides. Tal como marcaba mi texto, el escenario se oscureció al final del primer acto. El problema era que, además, el talón bajó, el público aplaudió y tanto la actriz como la directora salieron a agradecer el aplauso… ¡Le habían cortado el segundo acto!
Casi me parecía escuchar a la directora: “Tuvimos que quitarle el segundo acto porque se revela lo del incesto, y los niños no comprenderían semejante aberración”.
Lo que ocurrió a continuación se me ha borrado de la mente… creo que no me morí de milagro. Me sentía como si me hubieran violado tumultuariamente. Un crítico que advirtió las anomalías, escribió que la obra hacía honor a su título porque la habían masacrado. La directora tuvo el descaro de llamarme para reclamarme la nota, afirmando que yo la había escrito con pseudónimo. Estaba más enfurecida que yo misma, y de algún modo, el que alguien –que por cierto no era yo- despedazara su trabajo de dirección, se convirtió en mi único aliciente.
Pero la chamaquita me salió vengativa. Al cabo de un par de semanas volvió a llamarme para decirme con un tono muy dulce que pasara a recoger mis regalías de la obra. Tan enojada estaba que ni siquiera había recordado ese pequeño detalle. No me lo dijo dos veces. Yo estaba cargada de broncas económicas por entonces y acudí a las oficinas del Instituto Sonorense de Cultura para cobrar lo mío. Me sorprendió que la muchachita estuviera ahí para hacer cuentas personalmente. Nunca olvidaré su expresión de burla y autosuficiencia cuando extrajo un billete de cien pesos y me lo extendió diciendo: Toma, aquí están tus regalías.
“¿Qué es esto?”, pregunté, tomando el billete, segura de que se trataba de una broma de mal gusto… otra… a lo que la directora –para quien, por cierto, mi obra fue, hasta donde sé, su debut y su despedida- respondió con sonrisa jactanciosa: Si quieres sacamos cuentas. Es todo lo que te corresponde. Tu obra tuvo una recepción casi nula, de nada sirvió todo lo que hicimos por arreglarla…
-Toma tus regalías –le respondí a la muchachita, restregándole el billete en la cara.
Lo primero que hice al regresar a mi casa, fue una hoguera en mi patio y quemar todas mis obras de teatro, empezando por “Electra masacrada”. Recuerdo que ni siquiera me dolió, que experimenté una suerte de purificación, algo semejante al asesino que incinera el cuerpo del delito, creo. A muchos les parecerá un acto infantil, quizá porque no he querido entrar en mayores detalles respecto a mi situación emocional del momento, al margen de la masacre que habían hecho con mi texto y que se extendía hasta mi de por sí masacrada persona. Juré solemnemente nunca más escribir teatro, dedicarme a la novela (aunque más tarde incursionaría en el relato y en el ensayo). Terminé por exorcizar aquella obra, convirtiéndola en un relato titulado “Vocación de Electra”, incluido en el libro “Sueños de Lot”, Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006.
Cosas del destino: no hace mucho, cuando acudí a dar una charla sobre literatura al tecnológico de un pequeño poblado de Veracruz, los alumnos me tenían una sorpresa: habían realizado la adaptación teatral del ante dicho relato, que una bella jovencita interpretó de manera sencilla pero loable. De algún modo supe que no podía ir contra la naturaleza del texto original: que es teatro y teatro seguirá, por los siglos de los siglos…
Pocos, muy pocos, conocen mi pasado como dramaturga. De hecho, me he empeñado en borrar toda huella al respecto, si bien no hace poco descubrí que mi primera obra teatral, que fue también mi primer librito que jamás menciono en mi currículo, se sigue montando en Hermosillo, particularmente en escuelas de educación media superior. Yo no conservo un solo ejemplar de “Retrato de una pareja perfecta” pues incineré los pocos que me quedaban en un arrebato de ira del que hablaré a continuación.
Tenía yo 20 años cuando escribí la susodicha obra. En aquel entonces todavía no ingresaba a la universidad, de hecho, llevaba buen rato sin estudiar –oficialmente-, conformándome con mini empleos que me daban para mis vicios: los libros y las revistas. Cuando supe que estaban convocando a un premio de dramaturgia cuyo premio consistía en $1,500 y la publicación de la obra –estamos hablando del año 1989- se me hizo fácil escribir una, no obstante que lo mío por entonces era exclusivamente la novela, y no concebía siquiera la existencia de algún otro género, tal era mi ignorancia. El teatro, sin embargo, y según yo, “se me facilitaba”, pues en la escuela había ganado varios certámenes en este tenor, así que se me hizo fácil y puse manos a la obra. Inspirada en un asunto personal, escribí una obra sobre una pareja que se casa sin antes haber hablado respecto a las expectativas de uno sobre la otra y viceversa, por lo que la chica ignora que su flamante marido es un macho tradicional que espera lo obvio en estos casos, que la esposa se dedique al hogar, mientras que él no tiene idea de que su joven mujer tiene serios planes académicos y profesionales. A partir de este ejercicio de imaginación, de qué pasaría si me casaba con mi carpintero, surgió una farsa muy divertida sobre la pugna entre el machismo y el feminismo, aunque confieso que mis conocimientos al respecto eran precarios (no había leído aún uno solo de los libros de teoría que me formaría en ese sentido poco más tarde).
“Retrato de una pareja perfecta” ganó el primer lugar en el certamen aquel. Yo misma no lo podía creer, particularmente cuando descubrí que los otros dos finalistas eran dramaturgos experimentados. Las obras eran sometidas a una lectura dramática, con actores profesionales, ante los miembros del jurado, para que estos resolvieran. Al ser firmadas con seudónimo, los autores podían colarse en las lecturas que, por otro lado, eran abiertas al público. Cuando presencié la lectura de mi obrita, oculta en la penumbra del pequeño teatro, contuve a duras penas mi emoción. Pensé en ese momento que yo había nacido para esto, y me dije que aunque no ganara, seguiría adelante. Pero resulté ganadora y la obra se montó al año siguiente en la Casa de la Cultura de Hermosillo, bajo la dirección de Sonia León.
Las experiencias que me dejó aquella primera obra son diversas, casi todas positivas. La primera crítica publicada de la obra, sin embargo, fue devastadora. Se trataba, además, de la primera crítica que recibía en mi vida y muchos escritores noveles no superan algo así. He de reconocer que el crítico tenía razón en una cosa: las feministas de mi obra eran absolutamente estereotipadas, señoras de chonguito y lentes, poco femeninas y apasionadas odiadoras de los hombres. A mi favor pude argüir que se trataba de una farsa, aunque la verdad es que al momento de escribirla no tenía consciencia de lo que estaba escribiendo. A mitad de temporada, recuerdo, se enfermó la actriz que caracterizaba a la madre de la protagonista, la furibunda líder del grupo de feministas y tuve que entrar a suplirla. Así entonces, escribí un texto fársico sin conocimientos teatrales y actué sin haber estudiado actuación. Después de eso ingresé a un taller con Ángel Norzagaray, quien llegó a decirme que lo mío era actuar, que me olvidara de escribir –a él le parecía horrenda mi obrita-, y si bien le encontré gusto al asunto, llegué a la conclusión de que mi intolerancia a recibir órdenes, más aun si provenían de un dictador, por muy genio que fuera –y Ángel es un genio- no me llevaría muy lejos. Retorné a la escritura, aunque continué recibiendo ofertas para actuar en obras que no me gustaron o quizá menosprecié. Cuando años más tarde me tocó presenciar una extraordinaria puesta en escena del propio Norzagaray titulada “Tú también… Macbeth”, me di de topes contra la pared: si tan solo me hubiera pedido interpretar a Lady Macbeth, creo que mi historia hubiera sido otra.
Regresando al asunto de la dramaturgia… seguí alternando mis dos géneros favoritos, la novela y el teatro, aunque he de reconocer que no me ocupé en estudiar teoría hasta que ingresé a la escuela de Letras, dos años más tarde. Fue entonces, tras escribir varias intrascendentes obritas de divertimento, planeadas para montarse en barecitos, que surgió la idea de escribir el monólogo “Electra masacrada”. Concretamente: tras mi descubrimiento de los clásicos griegos en la universidad y mi enamoramiento de Eurípides que me llevó a Sófocles. Ambos abordaron, desde ópticas antagónicas, el personaje de Electra, al que llegué a través de Ifigenia, con cuya tragedia, por cierto, me identifiqué mucho más que con la de Electra. Pero mientras Ifigenia era la víctima, el cordero, ofrecida en sacrificio por su propio padre a los dioses para ganar una guerra, Electra era la vengadora de la muerte de ese mismo padre. Tras un exhaustivo análisis de ambos personajes, llegué a la conclusión de que Electra era doblemente víctima, pues planear la muerte de su propia madre, quien a su vez participó en el complot para matar al padre (quien a su vez mató a su hija mayor) era una forma simbólica de matar y matarse al mismo tiempo. Con base en esta hipótesis, escribí mi primer texto serio de teatro, cuya protagonista era una joven actriz que soñaba con interpretar a las Electras. Su larga espera en un cuarto de hotel, que es donde transcurre la acción, tenía mucho que ver con ese anhelo… anhelo, por cierto, algo más que profesional, pues esta joven había vivido en carne propia el asesinato-suicidio del personaje que la subyugaba.
Al escribir “Electra masacrada” había adquirido bagaje académico, publicado mi primera novela –Hombres necios- y era una joven mamá de veintiséis años, arrastrando lo que popularmente se conoce como “fracaso” –divorcio, abandono- fascinada por el psicoanálisis y hundida en la peor crisis existencial hasta ahora. Con todo y esto, no entiendo cómo es posible que el producto de las reflexiones haya sido una obra tan dura, tan sórdida, tan violenta… absolutamente nada que ver con mis obritas inocentes de la primera etapa. La inscribí en otro concurso que, cosa curiosa, no ganó, pero obtuvo mención honorífica. Uno de los jurados, que según sus propias palabras quedó alucinadísimo con el texto, Jorge Celaya, me buscó para ofrecerse a montarla. Nunca olvidaré la impresión de toparme con el afamado director y dramaturgo al abrir la puerta de mi casa aquella tarde de sábado, en que no esperaba visitas. Era como un sueño: ¡Jorge Celaya interesado en mi Electra!
Hasta aquí, el lector se preguntará: ¿Cómo es que con semejante suerte, esta mujer me diga que no quiere saber nada del teatro?
La cosa empezó a venírseme abajo cuando, tras haber aceptado que Jorge montara el monólogo, me comunicó que había elegido para el personaje de Electra a la actriz Marreyna Arias. Lo primero que pasó por mi mente cuando esto se me notificó, fue que Marreyna, que en efecto era una estupenda actriz –yo, de hecho, la admiraba- no tenía las características físicas que requería el personaje, que padecía bulimia. No dije nada pero creo que Celaya leyó la preocupación en mi semblante porque agregó a continuación: Marreyna ya está haciendo dieta y ejercicio. Le quedan tres meses para ponerse “al tiro”. Opté entonces por confiar plenamente en el profesionalismo tanto del director como de la actriz.
La obra abrió el Festival Internacional del Monólogo, celebrado en Hermosillo en marzo de 1995. Marreyna no adelgazó ni un gramo… a lo mejor exagero, pero el caso es que no parecía bulímica en lo absoluto, y el parlamento de “me divierto contando mis costillas”, arrancó alguna risilla maliciosa. Fuera de este detalle, Marreyna estuvo fabulosa. Pudiera decirse que logró que el público olvidara cualquier otra minucia, fuera de la vibrante voz de la joven actriz y la conmovedora vulnerabilidad de la que impregnaba al personaje.
Por aquellos días, Jorge tuvo que marcharse a la ciudad de México, donde tenía varios compromisos por cumplir. Electra volvería a montarse como parte de un programa teatral titulado Teatro Íntimo de los Jueves en Casa de la Cultura de Hermosillo y para que esto fuera posible, tuvo que adiestrar a un sustituto en la dirección, en este caso una jovencita cuyo nombre nunca olvidaré pero prefiero ahorrarme. De entrada, cuando Jorge me la presentó, experimenté cierto disgusto, y si mi memoria no me engaña, le hice saber a él, en privado, que esta niña me parecía demasiado joven para comprender un texto de esta naturaleza. Finalmente le concedí un voto de confianza, tanto a Jorge como a su sustituta. Me dije a mí misma: “La muchacha parece inteligente… tú misma has sido objeto de burla y escepticismo… por ser mujer, sí, pero principalmente por ser joven. Dale a ella la oportunidad que te dieron a ti.” Y así lo hice: le di mi bendición implícita a la nueva directora de “Electra masacrada”
Recuerdo, sin embargo, que la susodicha me parecía bastante altanera. Nunca me miró a los ojos, ni buscó un acercamiento conmigo. Cierto: tampoco yo lo busqué. Días más tarde, cuando se inició la labor de promoción para la temporada del monólogo en Casa de la Cultura, me tocó ver a la directora y la actriz en su recorrido por canales de televisión. Primer mal síntoma: nunca me reportaron que lo harían, número uno… número dos: me resultó un tanto chocante escucharlas referir a la obra como “su obra”, sin darme crédito en lo absoluto. Mi nombre no se pronunció ni una sola vez durante aquellas rondas promocionales. Opté por dejarlo pasar, diciéndome a mí misma que los autores del siglo XVI no firmaban sus obras para no pecar de soberbios, que en realidad quien daba la cara por el texto era Marreyna, y por consiguiente era razonable que ella se refiriera a mi Electra como “su obra”. El colmo hubiera sido que mi crédito no apareciera en los pósters –que, no me puedo quejar, eran hermosos- y en los programas… aunque se requiriera de una lupa para localizarlo. Los nombres de la actriz y de la directora destacaban de lejos, por encima del mío. Volví a regañarme: “No seas soberbia –por aquel entonces, este era el adjetivo favorito de mis “críticos” para referirse a mi persona, y había terminado por creérmelo-; ellas se han matado por sacar adelante el texto. Tú lo escribiste cómodamente sentada ante una máquina de escribir… ellas, en cambio, pobrecitas, hacen el trabajo físico, particularmente Marreyna… déjalo así, están en su derecho, etc, etc.
Asistí al estreno de mi propia obra sin haber sido invitada. No me cobraron en la taquilla porque la encargada me conocía y consideró absurdo cobrarle a la autora. De cualquier manera, procuré pasar desapercibida y me situé en los últimos asientos, en la penumbra de la pequeña pero acogedora sala. Se levantó el telón. Una vez más me dejé atrapar por la presencia de Marreyna, que inyectaba al personaje una frescura de la que carecía. Traté de no prestar atención al hecho de que exhibía kilos de más y de que el parlamento del conteo de costillas volvía a arrancar risitas maliciosas… lo que prendió foquitos rojos en mi cerebro, fue percatarme de que la actriz se saltaba la parte en que ensayaba ante el espejo a la Electra de Eurípides. Estuve a punto de gritarle: “Marreyna, se te olvidaron los parlamentos de la Electra de Eurípides”. Cuando se brincó también los parlamentos de la Electra de Sófocles, detecté que aquello no era un olvido, sino una omisión deliberada. La nueva directora había eliminado los parlamentos que aludían a los clásicos griegos. Casi para terminar, descubrí que había eliminado también la parte donde Electra menciona el dildo de la tía solterona. El público, que no podía saber que la obra había sido alterada, aplaudió de pie la admirable actuación de Marreyna. Yo estaba tan enojada que, en vez de acercarme a felicitarla, le pregunté donde estaba la directora. Algo o alguien me impidió acceder a esta el día del estreno. Pasaron algunos días antes de que pudiera hablar con ella por teléfono. Contrario a lo que pudiera pensarse, el coraje no se me había pasado y fui directo al grano: ¿Por qué le quitaste parlamentos al monólogo? Ella respondió en un talante que sugería que yo para ella era poco menos que un cero a la izquierda: “Ay, es que el público no entiende de esas cosas, se aburre… además, los niños pueden sacarse de onda con lo del dildo”, “¿Y quién te dijo que la obra era para niños?, le grité, ¿no queda lo suficientemente claro que esa obra es “solo para adultos”? Ya no recuerdo en qué quedamos. Me sentía furiosa, impotente, sin saber que hacer. Cometí el error de dar media vuelta y mandar todo al diablo, con lo cual prácticamente les entregaba mi texto en bandeja de plata. Lo peor estaba por venir.
Al anunciarse el final de la temporada del monólogo, se me ocurrió asistir a la última función, no recuerdo si en son de paz o con la espada desenvainada. Se alza el telón. Aparece Marreyna, todavía más gordita que en las funciones anteriores, visiblemente debilitada. Su actuación había perdido el brillo de las primeras representaciones. Mi Electra se había transformado en una mujercita vulgar, paradójicamente, pues al no pronunciar las groserías tan abiertamente como lo marcaba el texto e insinuarlas apenas, lejos de parecer más elegante, adquiría un cariz de intolerable cursilería. Nuevamente presencié la ausencia de los parlamentos de Eurípides. Tal como marcaba mi texto, el escenario se oscureció al final del primer acto. El problema era que, además, el talón bajó, el público aplaudió y tanto la actriz como la directora salieron a agradecer el aplauso… ¡Le habían cortado el segundo acto!
Casi me parecía escuchar a la directora: “Tuvimos que quitarle el segundo acto porque se revela lo del incesto, y los niños no comprenderían semejante aberración”.
Lo que ocurrió a continuación se me ha borrado de la mente… creo que no me morí de milagro. Me sentía como si me hubieran violado tumultuariamente. Un crítico que advirtió las anomalías, escribió que la obra hacía honor a su título porque la habían masacrado. La directora tuvo el descaro de llamarme para reclamarme la nota, afirmando que yo la había escrito con pseudónimo. Estaba más enfurecida que yo misma, y de algún modo, el que alguien –que por cierto no era yo- despedazara su trabajo de dirección, se convirtió en mi único aliciente.
Pero la chamaquita me salió vengativa. Al cabo de un par de semanas volvió a llamarme para decirme con un tono muy dulce que pasara a recoger mis regalías de la obra. Tan enojada estaba que ni siquiera había recordado ese pequeño detalle. No me lo dijo dos veces. Yo estaba cargada de broncas económicas por entonces y acudí a las oficinas del Instituto Sonorense de Cultura para cobrar lo mío. Me sorprendió que la muchachita estuviera ahí para hacer cuentas personalmente. Nunca olvidaré su expresión de burla y autosuficiencia cuando extrajo un billete de cien pesos y me lo extendió diciendo: Toma, aquí están tus regalías.
“¿Qué es esto?”, pregunté, tomando el billete, segura de que se trataba de una broma de mal gusto… otra… a lo que la directora –para quien, por cierto, mi obra fue, hasta donde sé, su debut y su despedida- respondió con sonrisa jactanciosa: Si quieres sacamos cuentas. Es todo lo que te corresponde. Tu obra tuvo una recepción casi nula, de nada sirvió todo lo que hicimos por arreglarla…
-Toma tus regalías –le respondí a la muchachita, restregándole el billete en la cara.
Lo primero que hice al regresar a mi casa, fue una hoguera en mi patio y quemar todas mis obras de teatro, empezando por “Electra masacrada”. Recuerdo que ni siquiera me dolió, que experimenté una suerte de purificación, algo semejante al asesino que incinera el cuerpo del delito, creo. A muchos les parecerá un acto infantil, quizá porque no he querido entrar en mayores detalles respecto a mi situación emocional del momento, al margen de la masacre que habían hecho con mi texto y que se extendía hasta mi de por sí masacrada persona. Juré solemnemente nunca más escribir teatro, dedicarme a la novela (aunque más tarde incursionaría en el relato y en el ensayo). Terminé por exorcizar aquella obra, convirtiéndola en un relato titulado “Vocación de Electra”, incluido en el libro “Sueños de Lot”, Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006.
Cosas del destino: no hace mucho, cuando acudí a dar una charla sobre literatura al tecnológico de un pequeño poblado de Veracruz, los alumnos me tenían una sorpresa: habían realizado la adaptación teatral del ante dicho relato, que una bella jovencita interpretó de manera sencilla pero loable. De algún modo supe que no podía ir contra la naturaleza del texto original: que es teatro y teatro seguirá, por los siglos de los siglos…