El arte de no fugarse o el ensayo como huella dactilar

Ensayo presentado por Eve Gil durante el Encuentro Nacional de Ensayistas en honor a Sergio Pitol, efectuado del 27 al 29 de mayo en Xalapa, Veracruz. En la foto: el homenajeado escucha atento las ponencias dedicadas a su obra.

…aquello que da unidad a mi existencia es la literatura; todo lo vivido, pensado, añorado, imaginado está contenido en ella. Más que un espejo es una radiografía: es el sueño de lo real.
Sergio Pitol[1]

Alguna vez tuve oportunidad de charlar cinco minutos con el maestro Sergio Pitol, en Oaxaca, y le dije algo que pareció angustiarlo: “Después de leer El arte de la fuga tomé la decisión de irme de Hermosillo y migré al DF” Alcanzó a decirme, antes de que alguien nos interrumpiera: “¡Espero que no haya sido para mal!” No tuve tiempo de responderle, pero este texto no pretende proseguir aquella charla trunca. Más bien narraré el mundo que me abrió el género explorado por Pitol en el libro referido, denominado por ciertos críticos “ensayo narrativo”, género eminentemente europeo que empieza a ser cultivado en castellano con enorme fortuna, no solo por nuestro Pitol, también por el español Enrique Vila Matas y el guatemalteco Eduardo Halfon, por mencionar los que más se aproximan al concepto del narrador mexicano y que el propio Pitol describe como “(…) una recopilación de desagravios y lamentaciones, un intento de apaciguar desasosiegos y cauterizar heridas.”[2]
El ensayo narrativo no es nuevo, sin embargo. Si nos remontamos a Montaigne, es decir, a los orígenes del ensayo moderno, que no del ensayo per se –para ello habría que remontarnos hasta los griegos- repararemos, pequeño detalle, en que ha sido la llamada Academia quien lo ha, por así decirlo, desvirtuado. El ensayo montaignano era un discurso misceláneo a través del cual se montaba una personal visión del mundo que, por supuesto, incluía tópicos literarios. Casi simultáneamente, Cervantes, contemporáneo de Montaigne, introdujo en El Quijote, considerada la primera novela moderna, comentarios que hoy serían tenidos por ensayísticos y se aproximan, incluso, al ensayo academicista. Considero que quienes cultivan el ensayo narrativo, que insisto, debiera llamarse simplemente “ensayo” o “ensayo clásico” están re apropiándose del corazón que la Academia arrancó a la literatura, al grado de que la mayoría confunde una tesis con un ensayo (¡horror!). Quienes han fungido como jurados de certámenes literarios en este género no me dejarán mentir. La no tan sutil diferencia entre el ensayista y el académico, es que el primero concibe el ensayo como un ejercicio de recreación que involucra al lector en su discurso, mientras que el académico cancela todo vínculo afectivo. Él mismo ha de apoyarse en cientos de teóricos para validar sus argumentos, como si existiera un impedimento implícito para albergar, no digamos ya externar ideas propias. Lo peor es que la mayoría de esas fuentes tampoco se permitieron defenderse solas. El ensayo académico, por tanto, deviene casi siempre perpetuación ad nauseaum de lo antes dicho y en el mejor de los casos alcanzará la originalidad del último oyente del teléfono descompuesto. Nada más lejano de la intención del artista, que no impone un diálogo esquizofrénico sino que entabla una conversación. Esta última, por cierto, podría ser las característica que distingue al ensayo de la novela y el relato, donde si bien existe la libertad de que el lector recree su propio relato con base en la propuesta del autor, no así la complicidad deliberada de aquel con este. Pienso en un renovador del género ensayístico, que ha sabido traspalar a este el llamado ejercicio de intertextualidad, mucho más propio de la ficción: el italiano Roberto Calasso, en su ensayo K. no analiza ni explica a Kafka: reescribe la obra entera del autor checo y, de paso, al propio K.
Otro rasgo característico del ensayo clásico, es la sensación de movimiento perenne que lo emparienta a la novela y lo aleja del ensayo académico, donde predomina el estatismo. No por nada los libros de viajes se circunscriben asimismo en el terreno del ensayo clásico y echan mano, además, del lenguaje novelesco. El arte de la fuga es también un libro de viajes.
El ensayo clásico, por lo que a mí respecta, se presta más que la novela para que el escritor se autorretrate con base en sus experiencias literarias, como juguetonamente hicieran Juan García Ponce, Salvador Elizondo y el antes citado Eduardo Halfon en El ángel literario. “Ensayistas de sí mismos”, llamo a quienes ensayan a partir de su experiencia personal. ¿Existe mayor exposición de la intimidad de un escritor que enumerar los libros y autores que lo acompañaron en su trayecto a la consolidación de su vocación literaria? El arte de la fuga es, de hecho, el gran autorretrato de Sergio Pitol. Como género literario que es, igual que la novela y el relato, el ensayo admite la irrupción de la imaginación y de la ficción, producto muchas veces de la nostalgia o, como diría Federico Campbell, otro gran ensayista de sí mismo, trampa de la memoria. En casos excepcionales pueden campear en el ensayo tanto como en los demás géneros, con la diferencia, acaso, de un fingido tono didáctico cuando lo que realmente se escribe es una novela o un relato disfrazados de ensayo, casos específicos de César Aira con Retrato del pintor viajero o Vila Matas con Bartleby y compañía. Cada vez es menos raro que el ensayo se confunda con la novela, equívoco que algunos autores como Claudio Magris o Alejandro Barico fomentan en forma, creo, deliberada. Casi siempre, sin embargo, el ensayo clásico trata, en principio, de ceñirse a la realidad, aunque sin reprimir esa tendencia de la memoria a hermosear, esto es, a alterar determinados eventos y circunstancias con fines literarios. Supongo que ni Pitol ni otros grandes “ensayistas de sí mismos” como Robert Louis Stevenson o el propio Magris, ponen reparo alguno en atender a la nostalgia. Siguiendo esta línea, hablaré sobre la fibra que tocó El arte de la fuga y no solo me afectó en lo personal, también, y sobre todo, en lo literario.
Ser lector, me parece, tiende más a ser religión que profesión. Hace años reflexioné al respecto, cuando una compañera de la prepa “recibió a Cristo en su corazón”, según sus propias palabras. La vívida descripción que me hizo de su conversión, me trajo a la mente el momento, todavía muy fresco por entonces, en que leí “El ruiseñor y la rosa”, de Oscar Wilde, a los trece años, y como Carmen, que así se llamaba aquella muchacha, vi una luz que aumentaba hasta casi cegarme y terminó abrasándome en un fuego fraterno, como el de una chimenea que lo recibe a uno en una cabaña en lo profundo del bosque tras largo caminar. Por supuesto no se lo dije a Carmen porque hubiera considerado una herejía comparar a Wilde con Jesús.
Mi segundo momento determinante en ese sentido, fue cuando leí El arte de la fuga. Tenía yo 28 años y una hija de cuatro. Navegaba a contracorriente entre lo que deseaba ser de grande –se supone que a esa edad uno todavía alberga ambiciones profesionales- y lo que el resto de la gente esperaba de mí: que “sentara cabeza”, ergo, que hiciera a un lado los libros y tomara un empleo decente para mantener a mi hija. Mientras yo experimentaba el vacío existencial de quienes han vivido poco, casi nada, los demás insistían en que mi vida estaba finiquitada, liquidada. Ya no era mujer, mucho menos profesionista. La escritura era, insinuaban, incompatible con la maternidad. Una futura cabecita blanca empieza a serlo desde la juventud, se consigue el empleo más arduo que pueda, uno que le permita permanecer parada tantas horas como sean posibles, para asegurarse unos pies bien hinchados que hagan ver a la hija, a su vez futura cabecita blanca, lo que una madre es capaz de hacer por sus hijos. Mi hija creció viendo la máquina de escribir y los libros como apéndices de su madre, y una de sus travesuras, por cierto, consistió en rellenar de muñequitos mi primera edición de El arte de la fuga. Objetivamente hablando, ganaba igual de mal escribiendo para periódicos o realizando talacha editorial, que de mesera o vendedora. La diferencia estriba en que mi hija nunca me vio sufrir sino gozar con mi trabajo y eso, en esta sociedad – y conste que no estoy hablando de los tiempos de Marga López, sino del año del Señor de 1996- no es visto con buenos ojos. Hasta me daba el lujo de acudir diariamente a tomar un cafecito al Sanborns, donde me reunía con un grupo de viejitos sabios –filósofos, políticos retirados, empresarios con vocaciones artísticas frustradas y hasta un ganadero- que hicieron de mí una vieja sabia honoraria, mientras mi madre cuidaba de la niña. Tenía lo mínimo indispensable para poder crear, según Virginia Woolf: un cuarto propio.
Un día de quincena, en una de mis tardeadas sanbornianas, me di una vuelta por la librería y me topé con El arte de la fuga. He de ser absolutamente sincera y reconocer que a Sergio Pitol lo conocía solo de nombre, gracias a una compañera de la universidad que hizo su tesis de licenciatura sobre El tañido de una flauta. No fue el autor lo que me sedujo, sino el título del libro. Algo en él me habló de mí, de mis recursos para mantenerme vertical en medio de la tormenta. Lo compré casi sin pensarlo y esa misma noche me transporté a otros mundos: visité con el autor cada uno de los escenarios operísticos y salobres que describe y que tan íntimamente ligados están a sus novelas. No solo consiguió hacer que las paredes de mi cuarto propio se desmoronaran como terrones blancos, además me hizo descubrir una forma de ingresar en un campo que no había osado pisar: el ensayo, que por entonces creía, como creen muchos, exclusivo dominio de los académicos. No pretendí en lo inmediato emular lo que consideré una hazaña por parte de Pitol –convertir su autobiografía en material ensayístico, y a través de ella hacer crítica literaria- pero me hizo infinitamente dichosa el mensaje implícito en su escritura: nadie es dueño de la verdad, mucho menos tratándose de literatura. Es falso que debas constreñirte a determinadas reglas.
A partir de ese día, me obsesioné con la idea de experimentar en carne propia, de viajar, de escribir sobre lo que veía. Contrario a lo que el título del libro de Pitol me sugería, en sentido literal y no musical ni metafórico, El arte de la fuga me hizo regresar adentro de mí, mirar con mi mirada, no borrarme mientras escribía, exigencia implícita de la novela. Lo último que hace Pitol es fugarse –creo que esa es otra diferencia entre el ensayo y la novela: la perspectiva-; se mira reflejado en esas lecturas que lo formaron lector antes que escritor… desde que siendo un niñito quedó postrado en cama por una enfermedad y la única distracción posible eran los libros. Esa es una iniciación común a muchos autores. Confieso con vergüenza que no la mía, pues empecé algo más tarde que Pitol y en el lugar menos imaginable, tratándose de una anti academicista radical: la escuela. La fuga, aquí, sucede al auto reconocimiento.
Incurrir en el ensayo, por cierto, no solo me hizo perder el miedo al ensayo mismo, sino a todos los demás géneros. Miedo, he de aclarar, a lo que consideraba reglas inquebrantables. La libertad que gané escribiendo ensayo, la gané también para escribir novela y relato. Aprendí, a través de El arte de la fuga, que la literatura es generosa y flexible, que no reconoce fronteras pues, a fin de cuentas, la literatura empezó siendo género en sí misma y a veces exige regresar a ella.
[1] Pasión por la trama, Ediciones Era, México, primera reimpresión, 2000, p. 21
[2] El arte de la fuga, Editorial Era, México, tercera reimpresión, 1999, p. 105