Melancolía y utopía

Por: EVE GIL
En su más reciente libro, Melancolía y utopía, el sociólogo polaco Wolf Lepenies (Olsztyn, 1941) reúne tres ensayos de los cuales solo el primero aborda en forma directa los temas aludidos. Los otros, sin embargo, no son para nada ajenos a la promesa del título, por lo cual me permitiré empezar por el segundo, “La sobreestimación de la cultura: un problema alemán”.
Nunca he leído análisis más certero de cómo un pueblo tan culto como el alemán pudo caer bajo el influjo de Hitler, y esto tiene todo que ver con el tema de las utopías y su susceptibilidad a devenir en distopias. Ningún ejemplo mejor que este, y muy a cuento tras leer el ensayo que abre en libro –una conferencia impartida en Barcelona, en octubre de 2007- donde se destaca que la utopía, por irrealizable, genera melancolía en quien la habita. La diferencia esencial entre el nostálgico y el melancólico, es que este echa de menos lo que no ha sido, si bien, el tiempo pasado, como tiempo desaparecido, puede adquirir tintes utópicos si se cae en los cantos de sirena de la memoria. El caso Hitler es, me parece, una amalgama de melancolía utópica y nostalgia por un pasado idealizado, ergo: imaginario. Hitler supo travestirse a imagen y semejanza de los alucinados sueños de grandeza de una sociedad, la alemana, que, como bien señala Lepenies, pudo haber aspirado a ser un Estado sin política… pero jamás sin cultura.
Mientras que en el primer ensayo Lepenies expone la relación entre melancolía y utopía, y cómo, una vez instaurada la utopía en su forma real –y decepcionante, por antonomasia- el utopista pasa a convertirse en otra cosa, en el segundo retrata la forma más radical de utopía encarnada que es el totalitarismo, en este caso, personificado por Hitler y sus hombres de confianza, a quienes le hermanaban una circunstancia más poderosa que si fueran hermanos de sangre: los tres, Hitler, Goebbles y Speer… ¡eran artistas frustrados!, y lo eran en una nación donde la palabra Cultura se escribe así, con mayúsculas: “(Hitler el pintor, Goebbels el novelista y Albert Speer el arquitecto) siguieron conservando las ambiciones artísticas de la juventud después de hacerse con el poder, lo cual convirtió a veces las reuniones del círculo íntimo de la dirección del partido nazi en un quimérico salon de refuses (…)” (p. 60).
La búsqueda de la utopía, pues, genera melancolía pero también resentimiento. La instauración de la utopía exacerbará lo uno o lo otro –o ambos- porque nunca será lo que soñábamos sino pálida sombra. En los casos más leves, según apunta Lepenies, en que la utopía se vuelve cotidianidad, los melancólicos, vueltos parte de lo que Max Weber llama “rutinización del carisma”, hacen lo que los caballeros medievales envejecidos: deponer las armas y desaparecer de la escena política, acaso para añorar los tiempos en que la persecución del ideal les disparaba la adrenalina y reciclar la utopía. Por otro lado, los fervientes seguidores de Hitler, en quien vieron un artista de la política, y en Alemania lienzo propicio para que este plasmara su obra maestra, no tardaron en desalentarse con el resultado, producto no de los delirios un estratega enloquecido, sino –así fue percibido- de un no tan buen pintor para quien creación y destrucción eran, si no sinónimas, consecuencia una de la otra. Para crear hay que destruir. La utopía, sin embargo, no muere con la desilusión, sino que se regenera una y otra vez, de tal suerte que a nadie extraña que haya todavía quienes echan de menos al artista de la destrucción que fue Hitler: no es casual que la desnazificación absoluta de Alemania haya fracasado hasta la fecha.
Ante la aniquilación del ideal utópico, y la reinstauración de la melancolía en los ánimos de los utopistas, algunos optan por migrar a territorios fértiles para la implantación de una nueva utopía, los Estados Unidos, por ejemplo, con lo cual, señala Lepenies, algunos alemanes arios –oh ironía- mimetizaron el destino del pueblo judío, para la mayoría no una “opción intelectual viabale” pues emigrar no es una tradición alemana, sino judía. Lepenies ofrece como ejemplo del primer caso a Thomas Mann y del segundo, a Gottfried Benn: “(…) La cultura –explica Lepenies- era el ámbito de lo absoluto, un reino sin compromiso. Su exaltación condujo a la ilusión de que la cultura podía ser un sustituo del poder y, por lo tanto, de la política (…)” (p. 58).
El tercer ensayo, “Vistas euro-americanas, con un toque de ironía”, aborda la relación de los migrantes, partiendo un poco del caso de Thomas Mann, con ese imperio construido a la medida de la Utopia donde convergen todas las utopías y ese dejo de melancólico fracaso que caracteriza a quienes han buscado en EU refugio de su propia utopía trastocada en Babel. Ante esta circunstancia que sugeriría la superioridad de los Estados Unidos o la pequeñez de Europa, lo mismo da, Lepenies propone una lectura irónica de esta compleja relación entre colosos, el coloso joven y el coloso nostálgico, viejo: “Los Estados Unidos no corrieron el riesgo de caer en el papel de Hamlet; Europa, en cambio, necesitaba con urgencia aprender a actuar como Fontinbrás.”

Melancolía y utopía
Wolf Lepenies
Arcadia
Barcelona, 2008
118 pps.