Nelly tuvo que quedarse hasta tarde en la oficina. Terminó el reporte urgente a las 8:40 P.M aunque, claro, ni hablar de las casi dos horas extras… como cuando lo sugirió la primera vez en que tuvo que quedarse sin comer y salió todavía más tarde porque Laurita había extraviado las facturas… pero para eso estaban Nelly y su flamante maestría en comercio internacional, para reparar los errores de Laurita, “ay Nellicita, como será usted, ¿así demuestra su solidaridad, después de todos los permisos que le damos…”, y las palabras del CP Verdugo Camacho arrastraban tácita una amenaza. Más vale apechugar, se dijo Nelly acomodándose las gafas. A los treinta y ocho no sería tan fácil conseguir otro empleo, todavía menos que a los treinta y tres, cuando quebró la compañía para la que trabajó durante casi quince años. Lili había sugerido esperarla. Se ofreció incluso a ayudarla para que terminara pronto, pero Nelly la persuadió de marcharse tranquila a casa, ya tomaré un autobús, hombre, ¡no me van a robar!, fue la última frase juguetona de la contable, no exenta de amargura.
Cerrar las múltiples cerraduras de los cajones del escritorio y de la puerta principal le restó quince minutos más a su de por sí gastada existencia. Se enfundó en su gabardina que ya había adquirido el brillo rancio de múltiples sesiones de lavandería y echó a andar hacia la parada del autobús para lo cual debía atravesar la plaza bordeada por un espeso jardín que esa noche lucía anormalmente bulliciosa. Anormalmente para ser jueves. La gente arremolinada parecía estar viviendo el momento más maravilloso de su existencia. Cuando avanzó un poco más y consiguió mirar por encima de las atentas cabezas, Nelly movió la cabeza con incredulidad: ¡un mimo! ¡Era eso lo que los tenía así, como niños, por Dios…! Quiso pasar de largo, apurada para variar, como si alguien que la necesitara aguardara en casa. Su madre agonizante, la que ameritó los múltiples permisos a los que aludía Verdugo Camacho, había muerto tres meses atrás. Estaba sola. Cuanto haría al llegar a su departamento sería tomarse un vaso de leche, comer cualquier cosa frente al televisor y echarse a dormir para reanudar la rutina al día siguiente. Así que permaneció en su sitio, tratando de dejarse llevar por la fascinación infantil del improvisado público.
No era, por supuesto, el primer mimo que elegía la plaza central para efectuar sus actos, pero ninguno, hasta donde Nelly recordaba, había encantado a tantos transeúntes para quienes la vida se había detenido. El mimo, alto y espigado, demasiado espigado quizá, pintado como cualquier mimo, contrastando la exuberante mata de rizos negros con la cara blanca como la cera; un largo cuello que de tan blanco exponía unas venas asombrosamente azules, también alargadas y bellas; ojos delineados con dramatismo, igual que los gesticuladores labios de los que no brotaba sonido alguno. Vestía elegante frac (en esto se diferenciaba al resto de los mimos, que solían llevar overoles con tirantes o camisas rayadas o pantalones desgarrados y sombreritos ridículos) y despedía el penetrante aroma de lo nuevito, de lo caro… ¡muy agradable! Pudiera pasar por maniquí si no fuera por el juguetón movimiento de sus pupilas y de sus largas pestañas; por la mecánica de sus largos y delicados miembros.
En el momento en que Nelly se incorporó al arrobado gentío, el mimo extraía del bolsillo de su saco un clavel radiante, rojo y húmedo, como recién nacido, del que aspiró con éxtasis tal que su cara cogió una arrobada tonalidad violeta. Los espectadores rieron de su romántico exceso. Las negrísimas pupilas giraron como lo único viviente en él, porque hasta sus increíbles venas parecían ramitas ancestrales, petrificadas. Su irreal cuello rotó de tal manera que Nelly temió se le quebrara. El mimo dandy avistaba entre el público. Ella contuvo la respiración. Deseó insoportablemente ser la elegida. Por supuesto era absurdo debido a lo menudito de su humanidad que prácticamente desaparecía entre la multitud de cuerpos tensos y ansiosos. Él nunca la vería, ni aunque se incorporara al risueño grupo jovencitas esparcidas alrededor suyo y que lo miraban hacer suspirantes y maravilladas, codeándose entre sí con la no tan disimulada ambición de ser la dama elegida. El mimo extendió súbitamente la flor hacia una, sin duda, muy hermosa muchachita de unos dieciséis, dieciocho años, del tipo que no recurre a vulgares trucos para hacerse notar pues ni los necesita. Ni siquiera estaba en primera fila, sino bastante más atrás, arrebujada como la propia Nelly en una gabardina. La elegida bizqueó ante la tentadora flor y cientos de pares de ojos envidiosos, incluidos los de Nelly, la acribillaron. Llevaba un gorrito de estambre amarillo del que escapaban espontáneos mechones negros que le acariciaban el cuello. Abrió enormes los ojos y no supo como reaccionar ante tan insospechado privilegio. El mimo la instó con tiernos ademanes a aceptar la flor, y cuando por fin ella la tomó con deditos vacilantes y ardientes mejillas, él la tomó por la muñeca y la arrastró hasta el centro del círculo. Aunque se resistió débilmente, la bonita fue objeto de una cerrada ovación por parte de los varones y señoras presentes. El mimo la despojó ceremoniosamente del gorrito, sin que la chica dejara de realizar encantadores pucheros. Con igual delicadeza y caballerosidad la despojó de la gabardina hasta dejarla en payasito y leotardo, púrpura y negro. A juzgar por esto y por su maleta deportiva, que el mimo hizo de lado junto con la gabardina, era ballerina o estudiante de ballet. La elegida se dejó tomar por la diminuta cintura e hizo lo posible por acoplarse a un suavísimo tango que los presentes improvisaron con palmadas, silbidos y taconeos. Nelly no podía creer lo que estaba viendo: la muchachita se dejaba llevar con docilidad, cesando abruptamente de reír, entregada por completo al ritmo del mimo y sus ojos entrampados en los de él, como los de un conejillo encantado por una serpiente… o al menos esa fue la imagen que vino a la mente de Nelly, algo que vio en Discovery chanel. Tras girar graciosamente entre los esbeltos y venéreos brazos del mimo durante largo rato, con los ojos de ambos danzantes abismados unos en los del otro, perdida toda noción de estar siendo contemplados por un centenar de curiosos aplaudiendo afiebrados, él dejó caer una tarascada sobre el terso cuello de la jovencita que prácticamente ofrecía la palpitante yugular como disponiéndose a recibir su primer beso. La multitud calló de tajo, expectante. Pudieron haber transcurrido horas mientras el mimo succionaba de la yugular de la muchachita que parecía ir perdiendo fuerzas aunque, a mayor debilidad, mayor la satisfacción de su dulce semblante. El mimo se incorporó con brusquedad, mostrando impúdicamente unos largos colmillos chorreando sangre. Su público dejó escapar un grito entre perplejo y asqueado pero terminó aplaudiendo a rabiar aquella extraordinaria ilusión.
El sombrero de copa contuvo a duras penas la lluvia de monedas y billetes –Nelly ofrendó doscientos pesos sin pensarlo - que el actor agradecía entre venias, con el saco salpicado de motitas de pintura roja, sin soltar a su “víctima”, extática entre sus brazos. Arrojando besos al aire tomó el rebosante sombrero y, aferrándolo, lo que no impidió que varios centavos rodaran al piso y algunos chiquillos vagabundos se aprestaran sobre ellos, el mimo arrastró a su asistente entre venias y brinquitos. Las chiquillas se levantaron sacudiéndose los traseros resentidas: ya lo tenían todo arreglado, bah…
Esa noche, Nelly no concilió el sueño. Se había servido un vaso de leche hervida y mordisqueó una manzana mientras trataba de concentrarse en un viejo filme de Jim Carey, que algo de mimo tenía. No superaba la fascinación estética y erótica y además intentaba recordar donde había leído algo sobre mimos, algo que ni siquiera le interesó gran cosa pero que de pronto le venía a la mente. Revoloteó entre sus inmensa colección de revistas (estaba suscrita a Nacional Geographic y a Quo); y halló el ejemplar de una para médicos que se había robado del consultorio del ginecólogo por algo que le interesó sobre un nuevo medicamento contra la gastritis, mal que ella padecía. Era ahí donde venía el reportaje sobre mimos, firmado por Paul Curtis, experto en pantomima:
“El mimo, es una adicción que cuando se conoce y se siente no se puede dejar. El mimo se apodera de la persona y hace con ella lo que no pueden hacer las palabras. El mimo toma el cuerpo y la transformación se realiza al liberar cuerpo y mente, que sea el mimo quien cargue con la responsabilidad y quien actúe. Si se logra esto, logramos la integración entre la persona, el personaje y la audiencia; sólo así logramos el ritual escénico.”
Nada de esto bastaba para explicar la maravillosa experiencia recién vivida. A pesar de que el mimo no posó por un segundo su hipnótica mirada sobre Nelly, ella la traía clavada en la mente. No dejaba de sentirse observada por aquellos ojos faraónicos...
-¿Un mimo? –Se sorprendió Lili mientras se preparaban la consabida taza de café con crema para empezar el día en la oficina -¡Ay, no sabía que te llamaran la atención esas cosas…!
Nelly se sintió un poco avergonzada bajo la escrutadora mirada de su amiga. Nadie la conocía mejor que Lili, que era casi como su hermana no obstante el dramático contraste entre la simpleza de aquella y la exuberante belleza de esta. Quizá Lili fuera la única persona de su círculo profesional que supiera que en realidad se llamaba Eleonora y que Nelly era un sobrenombre cariñoso. Un diminutivo que iba muchísimo mejor con su personalidad que el nombrazo adjudicado como con calzador. Se habían conocido en la secundaria y cursaron la misma carrera con tal de permanecer juntas a pesar de que Nelly tenía un temperamento más, digamos, artístico. Lili, incluso, había pugnado para que el escéptico Verdugo Camacho le diera un cargo de gran responsabilidad a Nelly que por muy brillante currículo y mención honorífica en la maestría en Comercio Internacional por la Iberoamericana, que cursó junto con Lili, no era el tipo de mujer que el presuntuoso Verdugo gustaba de tener en su bufete. Aunque Lili no lo dijera, ni lo pensara siquiera por lealtad a su amiga, sabía perfectamente que Nelly se había convertido en una solterona amargada y resentida que se había consagrado a cuidar de su madre hipocondríaca desde los catorce años, justo al morir un padre al que también había tenido que cuidar durante su convalecencia de un cáncer pulmonar, por fortuna no tan prolongada como la nunca identificada dolencia de la madre. A sus casi cuarenta años, Nelly no sabía que hacer con su recién estrenada libertad. El mundo era demasiado ancho para aquella mujercita que, pensaba Lili, era mucho más valiente de lo que aparentaba.
-¡Pero veo que te cayó bastante bien! –Insistió Lili en talante pícaro. Se esforzaba en parecer alegre no obstante la tristeza que reflejaban sus rasgados ojos color miel. Nelly siempre estaba pensando que su amiga merecía algo mucho mejor que aquel patán que para colmo llevaba tres meses desempleado y no tenía la quinta parte de la trayectoria académica de Lili: un simple cajero de banco sin ambición -¡Amaneciste muy bonita, en serio!... ¡Te rizaste el pelo!... Oye, no me caería nada mal una levantada de ánimo de esas…
-No pienses mal, Lili…
-Solo bromeaba, tontuelita… pero me encantaría ver a tu mimo… le diré a Mauricio que Verdugo nos encomendó llevar unos documentos a Coyoacán y por tanto llegaré un poco tarde a casa… ¡que no me espere para cenar!… y nos vamos “por ahí”… ¿hace cuanto que no nos damos ese lujo, eh?
Ese día nada les impidió salir juntas, a la hora de costumbre. La vida fluía por la plaza que les quedaba de paso, sin que hubiera irrumpido en ella el mimo, no todavía, pero Lili sugirió tomar algo en lo que empezaba el show. Tenían un buen rato sin conversar de sus intimidades, aunque naturalmente ninguna tenía nada emocionante qué contarle a la otra. Nelly con su soledad. Lili con su crisis matrimonial o co-dependencia, por emplear el terminajo de moda. Fueron a tomarse un capuchino con un trozo de pastel de chocolate y cuando retornaron, aburridas de sus respectivas tragedias, ya la gente se arremolinaba en torno al singular personaje de frac (o era nuevo o su tintorero era un mago), tupidos rizos y largo cuello.
-¡Qué mono! –suspiró Lili. Quedaron muy próximas al mimo pues fueron de las primeras en llegar. Al igual que la noche anterior, un grupo de escolapias se esparció alrededor del actor y al cabo de unos minutos ya una multitud se había congregado en aquel punto. El mimo extrajo un clavel fresco del bolsillo de su saco y empezó a buscar entre las damas del público, casi sin rotar el cuello, con las puras pupilas. Nuevamente los codazos y las risitas; algunas que descaradamente intentaban atraer su atención. Nelly supuso que la muchacha de la noche anterior, la de la melenita y el gorrito de estambre amarillo, aguardaría entre el público. Pero no la vio por ninguna parte. De pronto, el aroma del clavel invadió su olfato con asombrosa fidelidad: el mimo lo extendía hacia Lili, quien encantada como una adolescente preguntó, ¿para mí? El mimo le indicó con un suave ademán que callara y se limitara a aceptar aquel homenaje a su belleza. Al contrario de la chiquilla de la noche anterior, Lili, que era una mujer madura, madre de dos adolescentes, aceptó el clavel con gracia mundana, incluso se lo llevó a la nariz para aspirarlo. El mimo la despojó con sensual caballerosidad del abrigo que confianzudo arrojó a los brazos de Nelly, sin siquiera voltear a verla, provocando una carcajada generalizada que sonrojó a la contable. El mimo tiró de la muñeca de Lili, algo más alta que él; que la mayoría de la gente, quien se dejó llevar con encogimiento de hombros y fingida resignación. Lejos de experimentar envidia hacia su amiga, Nelly la aplaudió a rabiar con los demás, al borde de las lágrimas, con el abrigo entre los brazos, como el cadáver de un niño. Lili se dejó llevar con la desenvoltura de una veterana del tango y el público improvisó La muerte del ángel entre aplausos, silbidos y taconeos. Nelly no perdió detalle. Con ajustadas gafas siguió el trayecto de la larga cabellera rubia de Lili que se balanceaba con gracia casi sobrenatural mientras se dejaba llevar, entre hermosas torsiones de cintura, resaltada por el ceñido vestido negro. Lili tenía fijos sus ojos color miel en los profundamente negros, sin que ni ella ni él parpadearan. Sus movimientos iban tornándose cada vez más plásticos y, por lo mismo, oníricos, irreales. Mejor que la noche anterior, no obstante la ingenua hermosura de la joven de la melenita negra.
Inesperadamente, el mimo dejó caer una tarascada sobre el cuello que Lili ofrecía con extraña languidez y Nelly encajó los dientes en los puños del abrigo de su amiga para no gritar. El público contemplaba expectante. Tras interminables segundos, el mimo alzó hacia la audiencia lascivos colmillos chorreando sangre. Tras la sorpresa inicial, fue ovacionado hasta que los gritos y los aplausos retumbaron en las piedras del templo a sus espaldas. Nelly aplaudió también, un tanto mecánica, confundida. Lili yacía pálida y extasiada entre los brazos del mimo. Las monedas y los billetes volvieron a llover, aunque esta vez Nelly se limitó a observar como el sombrero de copa se colmaba a una velocidad impresionante. El artista agradeció entre venias y espumarajos de sangre y desapareció junto con el pesado sombrero y la dama cuya dorada cabellera se balanceaba al ritmo de los saltitos de su captor.
Nelly se vio de pronto sola en medio de la plaza. El público comenzó a esparcirse entre admirados comentarios, “parece mentira disfrutar de estos espectáculos en plena calle, caramba”, sin reparar en la pequeña mujer agobiada por el peso del abrigo de la asistente del mimo. No, Lili no era la asistente del mimo. Lili ni siquiera sabía que el mimo existía antes de esta noche. Nelly marcó al móvil de Lili una, dos, tres veces, pero le respondía una grabación diciendo que se encontraba fuera del área de servicio. Decidió quedarse. Esperar como un perro fiel, sentada en una banca. Lili tenía que reaparecer en cualquier momento, muerta de risa, con el clavel detrás de la oreja y alguna manchita de pintura en su vestido. Sí. Unos cuantos globeros y algodoneros aún deambulaban por la plaza a esa hora de la noche pero fueron evaporándose y los negocios alrededor empezaron a bajar uno a uno sus cortinas de acero y Nelly seguía sin moverse un milímetro, mirando como niña abandonada en torno suyo. Pareció evidente que Lili no regresaría, que se había fugado con el mimo, pero desde donde estaba Nelly divisaba el auto de su amiga, justo donde lo había dejado y con una infracción amarilla pinchada en el limpiaparabrisas. Un policía fanfarrón pasó junto a ella girando la macana con pretendida galanura y le dijo alguna obscenidad, pero Nelly nada dijo, no se movió. Ni por un momento se le ocurrió compartir su preocupación por la desaparición de su amiga con el gendarme lascivo. Permaneció como de piedra y el uniformado siguió su camino, no sin hacerle una última seña obscena. Nadie la esperaba, de cualquier modo. Era la pura costumbre la que la impelía a llegar a su departamento a determinada hora. No podía regresar sin antes saber qué había sido de Lili… si al menos tuviera la amabilidad de llamarla al móvil para decirle que la estaba pasando de pelos…
En eso Nelly creyó escuchar pasitos. Un crujido repetido de hojas muertas. Miró por encima de su hombro y vislumbró una cara blanca asomarse y ocultarse guasonamente detrás de un árbol, una y otra vez. ¿Eres tú, Liliana? Se puso de pie con cautela. ¿Eres tú?, porfió, avanzando. No sentía miedo, no se le ocurrió que el policía que le había faltado al respeto pudiera regresar y violarla….o que lo que hubiera visto no fuera un mimo sino un asaltante. Volvió a ver una fugaz carita empolvada asomar detrás de otro árbol y apretó la marcha.
De pronto, en torno a ella, un montón de mimos vestidos de frac fueron brotando de entre los árboles en medio de toda clase de expresiones, silenciosamente burlonas. Imitando la forma de caminar de Nelly, que había olvidado el abrigo de su amiga en la banca. Imitando su pasmo y sus ojos desmesurados. Su ceño arrugado. Parodiando su gesto de angustia y su espalda encorvada. Fue como mirarse reflejada en multitud de espejos burlones. Y por doquiera que volteara había un mimo presto a copiar con pavorosa exactitud su desconcierto, su alma amarga, su espíritu derrotado, su desilusión patética. Ninguno pronunciaba palabra, todo cuanto Nelly escuchaba era un unánime crujir de hojas otoñales bajo multitud de suelas de boleados zapatos de charol negro. Experimentó unos súbitos deseos de echarse a llorar que vio reflejado en el acto en los pucheritos de cada uno de aquellos rostros pintados, descubriendo no sin sorpresa que no eran mimos, sino mimas. Reconoció a la muchachita de la noche anterior, la de la melenita negra, sacudiendo rítmica y tristonamente las exageradas pestañas en cuyas puntas refulgían diamantitos, encorvándose hasta adquirir la forma de la propia Nelly.
Echándose a llorar ahí mismo, cercada de mimas que fingían llorar sin ruido, le salió al paso una alta y espigada figura cuya rubia cabellera lanzó destellos plateados a la luz de la luna. ¡Lili!, Nelly la reconoció en seguida, a pesar de que también Lili vestía un impecable frac a la medida de su esbelta silueta y lucía maquillada como un mimo, con la mirada profunda y bordeada de negro y las hermosas facciones cubiertas por una máscara de tristeza burlona. ¡Lili!, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo te atreves?, lloriqueó Nelly. Lili, por supuesto, nada respondió. Se limitó a contemplarla con una suerte de conmiseración, no exenta de ternura, no por ello menos cómica que la de las demás. Tanto, que Nelly no pudo evitar reír aún entre amargas lágrimas, ¡ay Lili!, ¿cómo pudiste hacerme esta broma…? Lili procedió a extraer de su ojal un clavel marchito que Nelly aceptó sin remilgos. A continuación, la mima hizo una profunda venia y sin más, la invitó a abrazarla con harta elocuencia. Nelly se refugió en los brazos de su amiga sin pensarlo dos veces, como tantas otras veces; como cuando tuvo su primera… su segunda… su tercera… su cuarta decepción amorosa… como cuando murió su padre y luego su madre… como cuando Verdugo se mofó de ella frente a Laurita… como siempre, entre lágrimas de alivio y de confianza, y Lili la envolvió en el más tierno abrazo para luego apoderarse golosa de la tibia yugular que su más querida amiga le brindaba en gratitud…