Inexplicablemente descartada de la antología "Lo escrito mañana: antología de autores nacidos en los sesenta"

Debo reconocer que estoy desconcertada....pero...¿sorprendida? ¿A estas alturas del partido?
Lo tengo bien presente: hará cosa de un año, durante la presentación del libro de mi querida Luisa Valenzuela, "Como en la guerra", mi también amiga -o eso creo, ya no sé- , Sandra Lorenzano, se acercó a saludarla y hablarle sobre el proyecto que tenía para una antología de escritores nacidos de los sesenta que debían narrar su experiencia generacional. En el acto, Luisa exclamó: ¡Supongo que Eve estará incluída! Sandra volteó a verme con extrañeza, "¿naciste en los sesenta?", me preguntó sorprendida, "¡no sabía!", a lo que Luisa respondió: "Pues ya lo sabés....y Eve merece estar en tu antología.
A continuación, Sandra, amablemente, me explicó en qué consistía la antología sobre la que trabajaba y fijamos una fecha para que yo entregara mi texto, cosa que sinceramente me alegró.
Pasó el tiempo. No volví a saber nada del proyecto, y sinceramente me preocupaba más obtener el libro que Sandra, autora a la que admiro, publicaría en Editorial Pre-Textos.
Hoy, martes 21 de diciembre, me fui "de compras" con mi querida amiga Elena y lo primero que hicimos fue husmear en la mesa de novedades de la librería "El Péndulo" de la Zona Rosa. Me topo con un libro titulado "Lo escrito mañana: antología de autores nacidos en los sesenta", coordinado por Sandra Lorenzano. Lo tomo entre mis manos segura de que vería mi nombre incluido entre los autores...y nada.
Cuando me percaté de la editorial en que dicha antología se había publicado -oh, nimio detalle- no necesité mayor explicación: Axial.
No voy a entrar en detalles respecto a la persona encargada de esta editorial; del uso y abuso que hace de ella autopublicándose y autoensalsándose. No lo hago porque me da una flojera infinita y ya todo mundo sabe de qué patita cojea. Es un hecho que esta persona se las ingenió o convenció a la compiladora para desterrar mi texto de este libro, situación de la que ni siquiera se me notificó y para la que no existe justificación válida puesto que yo entregué mi aportación en tiempo y forma. Nunca se me comentó que el texto careciera de calidad o tuviera alguna característica que imposibilitara su publicación...pero considero pertinente hacer público este nimio detalle para que los no enterados -o los que no se quieren enterar y creen que uno está paranoico- vean como se manejan estos asuntos; cómo cualquiera que tenga un poquito de poder, en cualquier ámbito de nuestra sociedad, no solo en el editorial, se siente con derecho a pisotear y humillar a quien le de la gana, sin un mínimo respeto por la trayectoria de esa persona.
Dicen que a todo se acostumbra todo. ¿Incluirá eso a las faltas de respeto? ¿Es posible acostumbrarse a algo semejante?
Los dejo aquí con el texto eliminado sin previo aviso de la antología "Lo escrito mañana: antología de autores nacidos en los sesenta":

Los sobrinos del Tío Gamboín (ante el silencioso grito de la Niña Napalm)
Eve Gil

Si el olvido suele ser una técnica de equilibrio emocional, el pasado no sólo es otro país, es también el otro idioma jubilado, el funeral de muchas palabras clave.
Carlos Monsiváis

Dos razones esenciales me impiden negar mi edad. La primera, mi ideología feminista que me lleva a aceptar el proceso de envejecimiento no solo con dignidad sino con orgullo. El segundo: que nací en 1968: entre la disolución de los Beatles (por culpa de Yoko) y el primer arrebato poético proferido desde la luna.
No sé si un año más o uno menos hubiera hecho la diferencia, pero quienes nacimos ese año decisivo, no solo para México sino para gran parte del mundo, traemos una marca indeleble similar, supongo, a la acarreada por los nacidos en el 89 o en el 2001, años en que se trasgredieron las barreras de la ilusión y la ficción. Mi caso es particularmente curioso porque mi madre y yo, por cuestiones del trabajo de mi padre, nos montamos en un avión desde Hermosillo, Sonora, apenas cumplidos diez días de nacida, y pisó conmigo, en cámara lenta, el suelo de aquel Distrito Federal donde volvían a latir, ensordecedoramente, los corazones ofrendados a los dioses: era el 2 de octubre de 1968. A lo largo del día, algunos meses y creo que hasta años después, según cuenta mi madre, jamás cayó en cuenta de lo que acontecido el día de su arribo a la que seguía siendo la Región más Transparente del Aire, salvo un tráfico inusual de helicópteros y ecos de alguna gritería. Vivíamos en la Colonia Roma.
Monsiváis describe este cuadro de la siguiente manera: “(…) En 1968, se inicia, con otro nombre, la comprensión de la diversidad, y emerge también el concepto de ciudadanía, muy probablemente confuso, pero ya en vías de ser uno de los grandes legados del Movimiento. Lo otro, lo que entonces capta la atención –las prédicas radicales, lo que entonces capta la atención- las prédicas radicales, el manejo paternalista de la conciencia revolucionaria, la teatralización de la intransigencia- se desprende de una selección de apuntes y recuerdos, y por eso, por encima de proclamas y documentos, de errores y sectarismos de la arrogancia juvenil, se devela lo esencial del 68: el gozo de la rebeldía justa, preámbulo de la democracia (…)”[1]
Siempre he tenido claro que “ser del 68” representa algo especial, pero no si lo es también haber nacido en los sesenta. Será que cuando se nace en la agonía de una década, suele uno sentirse más cercano a la nueva, que es cuando suceden las cosas determinantes en la vida de todo individuo. Me tocó nacer en plena revolución sexual, en el apogeo de las comunas jipis y de los niños, hoy más o menos de mi edad, que no meterían las manos al fuego por la certeza de que su padre lo es de verdad. Esto produjo una serie de colisiones que hoy recuerdo con una carcajada… como el hecho de que mi madre se empecinara en cubrirme los ojos cada vez que cruzábamos el Parque Pushkin –entonces INPI-, hervidero de parejitas practicando el amor libre, supongo, como en un cuadro del Bosco (mi madre se cercioró de que no dejar rendijita posible entre sus dedos). Llegar hasta los columpios era algo así como alcanzar la meta de la inocencia, pues los jipis solo merodeaban la circunferencia del parque.
La llegada del hombre a la luna, broche de oro para una década sin duda prodigiosa, me pasó de noche pues aún no cobraba conciencia de que había algo más allá del biberón y una muñeca de sololoy. Para cuando cobré conciencia, la luna era un probable destino turístico que solía contemplar hasta la turbación. Cada cumpleaños de la abuela -22 de noviembre- mamá rememoraba aquel de 1963 en que, mientras Cecilia, que así se llamaba, era pasada por las armas de las peinadoras del Salón Paquita, que debían dejarla hermosa para una comida muy especial, alguien gritó “¡Mataron a Kennedy!” y la primera en lanzar un grito y desmayarse, fue precisamente ella. A mi mamá todavía se le inundaban los ojos de lágrimas cuando platicaba la anécdota y yo no me explicaba qué tipo de relación había tenido mi abuelita con ese señor, cuya muerte tanto la afligió. Lo único que sabía era que su viuda –que se consoló con el Hombre Más Rico del Mundo- salía en las portadas de las revistas de modas que mi mamá compraba al por mayor, y que a mí me encantaba hojear una y otra vez, no recuerdo exactamente qué me resultaba tan atractivo de ellas: acaso las novelitas de Corín Tellado.
Los “buenos” de los libros de texto de entonces, eran los “malos” de ahora, por lo que pudiera decirse que los nacidos de los sesenta, producto de la educación laica y hasta anticlerical; entre la voluptuosa Ángela de rasgos indígenas y los juguetes rústicos de las portadas de los “libros de texto” –me sigo preguntando por qué los llaman así, si todos los libros son texto- nacieron en un país distinto al de los niños de ahora, a quienes se les enseña que al Cura Hidalgo nunca fue excomulgado, no sea que piensen como nosotros: pinches curas. Los adultos de hoy nos topamos con la sorpresa de que Iturbide –el Napoleón de pacotilla del que hacíamos escarnio en las rondas infantiles- es el máximo héroe de la Independencia; Benito Juárez, el ex Benemérito, un dictador que no merecía que el Aeropuerto llevara su nombre; el Porfiriato, una época de gloria y elegancia, y Lázaro Cárdenas un señor necio, “estilo Peje”, cuyo hobbie era nacionalizarlo todo, hasta el “tesoro bajo el mar”.
De Vietman no supe sino hasta que me enfrenté con aquella espantosa imagen de 1972 de la niña corriendo desnuda en medio de un grito que escuché con espantosa claridad e indagué con mi padre de qué se trataba. [2]Junto con la existencia de un paisito asiático invadido por la súper potencia que exportaba a Los Picapiedra, donde los esposos dormían en camas –o planchas- separadas y recibían a sus hijos gracias a las diligencias de la cigüeña, descubrí, no sin horror, que en la guerra nadie se preocupa por poner a salvo a los niños, peor aún: suelen ser blanco favorito del enemigo. Vietnam. Napalm. Dos palabras nuevas –y bonitas- que anoté en mi cuaderno de vocabulario a los ocho años y relaciono –por las fechas- con la revelación de que Santa Claus no existe, cosa de la que me enteré gracias a mi cruel y obesa maestra de cuarto de primaria.
(Inicia conteo regresivo para emanciparse de la dictadura Disney, 10…9…8…).
Me pregunto si haber nacido en el transcurso de la década de los sesenta, sin importar qué año, es un privilegio o una maldición. Obama nació en los sesenta… pero también Felipe Calderón, y varios de los que tienen este país sumido en el caos, si bien no surge aún un dictador que sea coetáneo mío. Podría concluir que, al menos en un sentido práctico, tiene mucho más de bueno que de malo, aunque a mi alrededor escucho a gente de mi edad, que de hecho constituyó mayoría en las recientes jornadas electorales, echando de menos al régimen priísta con el que se arrullaron y crecieron, así como a antiguos jefes de gobierno –que no conocieron- que aporreaban manifestantes y hacían patente su autoridad (o autoritarismo). La tecnología tiene la culpa de todos los males, afirman otros, resentidos quizá porque fuimos los principales afectados del proceso de asimilación a un estilo de vida impensable hasta hace muy poco. Bill Gates: Anticristo de la era de la informática. En lo tecnológico avanzamos a pasos agigantados, al grado de sentirnos niños viejos frente a los niños nuevos que parecen haber nacido habilitados para aprenderlo todo en cinco minutos, no obstante que las oficinas gubernamentales siguen operando con máquinas modelo Thomas Alva Edison y ficheros de tiempos de Torquemada. Este es el estatismo que, por lo que a mí respecta, experimento frente al panorama sociopolítico de México. El tan cacareado Bicentenario debiera llamarse Doscientos Años de Soledad. Leyendo 68, la tradición de la resistencia, de Carlos Monsiváis, me topo con que el contexto en que se dio aquella matanza de estudiantes, es casi idéntico al que vivimos en la actualidad. Poca diferencia puede haber en un presidente que hace mutis ante una masacre de jóvenes y otro que permite que den trato de delincuente a un joven brillante por atreverse a gritarle “espurio” (“el que lo huele lo tiene”, decíamos en la primaria). Quienes han cambiado, quizá, sean los jóvenes que ya no salen a la calle a defender una ideología opuesta a la oficial, pero si lo hicieran, estoy convencida de que el resultado sería el mismo, y se escribirían hiperbólicos e indigestos discursos acerca de que es necesario, “por el bien de México”, aporrear y disparar sobre muchachos indefensos, tanto como la mentada guerra contra el narco y la introducción arbitraria de nuevos y cada vez más inverosímiles impuestos que me incitan a pensar en el sheriff de Nottingham, pero sin Robin Hood, otro héroe emblemático de mi infancia, junto con Drácula. Con suerte y hasta ponen de pretexto la influenza, por aquello de las aglomeraciones. Y si los jóvenes –no solo los de las nuevas generaciones, sino los de la mía- ya no salen a defender nada, es porque la experiencia –y la neurosis de sus padres, otrora jóvenes idealistas- les han enseñado a no creer, a no confiar, a revelar su descontento por otras vías que a la larga podrían resultar más efectivas.
Quienes nacieron en los sesenta han sido rotulados con una equis en la frente. Pero dejando un poco de lado a Alfonso Reyes y citando al escritor icono de mi generación, Douglas Coupland, se ubica como pertenecientes de dicha generación a los nacidos entre 1963 (año de nacimiento del citado autor, por cierto) y 1975. “Sobrinos del Tío Gamboín”, se me ocurre como bonito equivalente mexicano. En cierto modo Douglas resultó un visionario al proponer estos criterios, pues al menos quienes nacimos a finales de los sesenta, no experimentamos la famosa “brecha generacional” ante gente varios años más joven, cosa que no sucede, por ejemplo, tratándose de alguien nacido a finales de los sesenta frente a otro individuo nacido apenas diez o doce años antes. La diferencia es abismal. Los cuarentones de hoy nos seguimos sintiendo niños rebeldes ante los sesentones, o casi setentones, aunque se jacten de “alivianados” –o precisamente porque jactándose de eso demuestran otra cosa-, lo que no percibo respecto a los jóvenes nacidos en los ochenta que incluso son fanáticos de la misma música que escuchábamos nosotros a su edad, algo sin precedentes. Será porque una de las características de los X, a decir de Coupland, es que no maduraban; que llegando a treintones seguían viviendo con mami y papi como adolescentes rumiantes y, en casos extremos, en calidad de mantenidos o dejando pasar el tiempo entre un Mc Job y otro[3]. El hecho es que mi generación fue la primera en retrasar, incluso cancelar, la fundación de nuevas familias.  Se culpa de ello a las exigencias académicas que nos convirtieron en esclavos de la escuela hasta edades avanzadas, pero puede también ser consecuencia de que el concepto de “familia” se ha desgastado formidablemente en las últimas dos décadas. No falta quien “acuse” al feminismo, otro fenómeno que hizo eclosión en los sesenta –tras algunos siglos de muy lento cocimiento y sigue siendo incomprendido y hasta satanizado- aunque nunca se culpe al intemporal machismo del alarmante porcentaje de hogares monoparentales, algo más antiguo, por cierto, que Pedro Infante.    
Los nacido en los sesenta vimos la luz en la década de las transgresiones de todo tipo –en la ciencia, en el arte, en la música, en la religión, en la situación civil de las mujeres y los negros-y en la mayoría de los casos, según compruebo, nos estacionamos en la adolescencia para compartir nuestros discos de Madonna y Duran Duran con nuestros hijos, quienes a su vez han reciclado cierta corriente autista en la moda rockera de los ochenta para presentarse como “emos”. Nuestra vida ha estado signado por una serie de desmoronamientos, metafóricos o reales; somos fruto de la gran desilusión sociopolítica del siglo XX que nos ha llevado a repensar cuestiones filosóficas como el beso de la Bella Durmiente y su centenario aliento al despertar que debe haber ahuyentado al príncipe Felipe… también a revalorar la dulzura de los vampiros, hacer añicos las zapatillas de cristal del corazón, reírnos a mandíbula batiente de los príncipes azules, sobre todo de los que pretenden erigirse Presidentes de la República; recobrar la infancia a través de la colección completa de los episodios de La señorita Cometa en DVD y ensimismarnos en el mundo que hay más allá de las promesas vanas de candidatos del PRI –que, como decía la rúbrica de aquella estación de oldies, “llegó para quedarse”-y crearnos un mundo retro a nuestra medida, algo posible –he ahí la gran ironía que nos marca a los sesenteros- gracias a las nuevas tecnologías.
    


[1] El 68, la tradición de la resistencia, Editorial ERA, México, 2008, p. 97
[2] Hoy sé que aquella niña se llama Kim Phuc Phan Thai y hoy es una destacada activista anti bélica.
[3] Así nombraba Coupland a los empleos temporales y mal pagados que, obviamente, no aseguraban permanencia ni futuro.