La estética del cómic ha inferido notablemente tanto al cine a la literatura, al grado de alterar la forma de apreciar ambas artes. No se trata, pues, de nada nuevo. Y en ese sentido pudiera decirse que los relatos de Edgar Keret son emblemáticos. El elemento subversivo, sardónico más que irónico, el absurdo integrado a la cotidianidad de los personajes está presente en la escritura de Keret, así como los miedos contemporáneos vueltos esperpento. ¿Cuál sería, entonces, la aportación a la literatura de este autor nacido Tel Aviv, en 1967?
Best seller en su país, acaso el autor más popular entre la juventud israelí, fundamentalmente de relatos para niños y jóvenes, Keret echa mano de un recurso clásico para plantear conflictos de profunda actualidad, aunque dichos conflictos conformen una problemática: la incapacidad de comunicarse. La constante de la cincuentena de micro relatos reunidos bajo el curioso título de Extrañando a Kissinger, es la incomprensión padecida por personajes que pertenecen a una sociedad ferozmente individualista donde el bienestar del otro importa sólo en la medida que influya al propio. Son retratos despiadados de una juventud, misma a la que parecen ir dirigidos, que habla del amor no como un sentimiento sino como parte del vocabulario doméstico y vulgar: “amor”, la palabra más devaluada en cualquier idioma, incluyendo el hebreo. El amor es un continuo performance, una farsa a la que se entregan los personajes de Keret con inquietante mezcla de indolencia y automatismo. “Antes de salir de casa me miré al espejo. Tenía un granito en la frente. La diosa romana de la belleza y yo vamos esta noche al cine, me dije, la diosa romana de la belleza y yo tenemos una cita. Me reventé el grano y me limpié la grasienta frente con un kleenex.” (p. 140).
Quizá desde el título se aluda a la discapacidad emocional y racional de distinguir entre el bien y el mal, entre lo humano y lo material; de poder mirarme a través de los demás y reconocerme en ellos. La sociedad de usar-y-tirar, parece decirnos Keret a través de estos microrelatos que, vale la pena destacar, distan años luz de la moralina, nos ha hecho perder la capacidad de identificarnos con otros, con “el otro”. Nos identificamos más bien con otra cosa. Hasta los ángeles de la guarda tienen vergüenzas que ocultar; vergüenzas que los ensimisman y los distraen de las necesidades de quienes se suponen deben guardar. Es en los personajes de niños donde más se advierte el apego sentimental a los objetos, por encima de otra emoción, como sería el caso de “Los tenis deportivos”, donde un chico judío que ha escuchado decir en la escuela que todos los productos alemanes están fabricados con sangre y piel de judíos, le toma un afecto desproporcionado a sus Adidas Rom que, cree, están hechos con su abuelo, muerto en un campo de concentración. Este apego emotivo hacia los objetos está presente en prácticamente todos los relatos protagonizados por niños, donde las figuras paterna y materna son insustanciales. Otro niño al que sus padres pretenden enseñarle el valor del dinero obsequiándole un cochinito para que ahorre, termina por encariñarse con este al grado de ponerlo a salvo del martillo de su padre, aunque para ello tenga que deshacerse de la pequeña fortuna acumulada y que es lo que menos le importa al niño. Por otro lado están el mago habituado al aburrimiento de los niños hasta que un día, de repente, su actuación entusiasma inusualmente a sus espectadores, y es que lo que ha sacado del sombrero no es un conejo vivo, sino la cabeza decapitada del conejo… ¿quién mató al conejo?; una pasta que, al untarse en los ojos produce dulces sueños y un aerosol que, aplicado en el oído, logra que el usuario deje de sentirse solo… son algunas de las estampas de talante costumbrista-mágico que nos brinda Keret.. En “Lengua extranjera” dice el narrador: “Mi madre, por ejemplo, le dijo a un oficial alemán que no la matara. Que le convenía no hacerlo, porque si no la mataba se acostaría con él de mil amores. Y eso, en aquel tiempo, era mucho menos corriente que la violación. Así que mientras lo estaban haciendo mi madre se sacó un cuchillo del cinto y le abrió el pecho. Exactamente igual a como le abre la pechuga a los pollos que rellena de arroz para nosotros para celebrar el sabbat.”
Los personajes, por supuesto, judíos en su mayoría, interactúan a menudo con árabes, y el autor se complace en caricaturizar la difícil situación entre unos y otros, a sabiendas de que si bien el humor no aligera circunstancia tan terrible, sí contribuye a desnudar el absurdo que subyace en todo pleito ancestral. Al marco político-social de Israel pudiera deberse la insistencia en el casi autismo, más que soledad, de los personajes de estos microrelatos; personajes de una extraordinaria inhabilidad y pereza para externar sus emociones y sentimientos. No hay, sin embargo, un talante crítico, mucho menos alguna observación de tipo político, no al menos de forma evidente aunque, me temo, al autor no le molestaría que el lector la leyera entre líneas. Las mujeres están presentes en prácticamente todos, las más de las veces como novias veleidosas y ridículas que insisten en poner a prueba a sus enamorados tontos. La portada de Jis, quien ilustrará varias portadas del nuevo catálogo de Sexto Piso, queda pues plenamente justificada. La suya y la de Keret son estéticas afines: la ternura de lo grotesco; la burla infinita.
El de Keret es un humor más que negro; un humor de sorda crueldad que no pretende hacernos reír, sino sonreír, aunque titubeando sobre la pertinencia de hacerlo. Me recuerda mucho a nuestro Francisco Hinojosa, aunque en Keret destaca la melancolía burlona. La mayoría de sus relatos demandan una segunda, hasta una tercera relectura, pues si bien se dejan leer rápido y fácil, siembran en el lector la duda, la sensación de que “algo” se le ha escapado, y ante la reiteración de dicho efecto llega uno a la conclusión de que se trata de una cuestión de estilo, no de una mera impresión. El inconveniente que le veo radica en la traducción, innecesariamente saturada de chilanguismos, de Ana María Bejarano.
Extrañando a Kissinger
Edgar Keret
Editorial Sexto Piso
México, 2006
Traducción del hebreo de Ana María Bejarano
209 pps.
Best seller en su país, acaso el autor más popular entre la juventud israelí, fundamentalmente de relatos para niños y jóvenes, Keret echa mano de un recurso clásico para plantear conflictos de profunda actualidad, aunque dichos conflictos conformen una problemática: la incapacidad de comunicarse. La constante de la cincuentena de micro relatos reunidos bajo el curioso título de Extrañando a Kissinger, es la incomprensión padecida por personajes que pertenecen a una sociedad ferozmente individualista donde el bienestar del otro importa sólo en la medida que influya al propio. Son retratos despiadados de una juventud, misma a la que parecen ir dirigidos, que habla del amor no como un sentimiento sino como parte del vocabulario doméstico y vulgar: “amor”, la palabra más devaluada en cualquier idioma, incluyendo el hebreo. El amor es un continuo performance, una farsa a la que se entregan los personajes de Keret con inquietante mezcla de indolencia y automatismo. “Antes de salir de casa me miré al espejo. Tenía un granito en la frente. La diosa romana de la belleza y yo vamos esta noche al cine, me dije, la diosa romana de la belleza y yo tenemos una cita. Me reventé el grano y me limpié la grasienta frente con un kleenex.” (p. 140).
Quizá desde el título se aluda a la discapacidad emocional y racional de distinguir entre el bien y el mal, entre lo humano y lo material; de poder mirarme a través de los demás y reconocerme en ellos. La sociedad de usar-y-tirar, parece decirnos Keret a través de estos microrelatos que, vale la pena destacar, distan años luz de la moralina, nos ha hecho perder la capacidad de identificarnos con otros, con “el otro”. Nos identificamos más bien con otra cosa. Hasta los ángeles de la guarda tienen vergüenzas que ocultar; vergüenzas que los ensimisman y los distraen de las necesidades de quienes se suponen deben guardar. Es en los personajes de niños donde más se advierte el apego sentimental a los objetos, por encima de otra emoción, como sería el caso de “Los tenis deportivos”, donde un chico judío que ha escuchado decir en la escuela que todos los productos alemanes están fabricados con sangre y piel de judíos, le toma un afecto desproporcionado a sus Adidas Rom que, cree, están hechos con su abuelo, muerto en un campo de concentración. Este apego emotivo hacia los objetos está presente en prácticamente todos los relatos protagonizados por niños, donde las figuras paterna y materna son insustanciales. Otro niño al que sus padres pretenden enseñarle el valor del dinero obsequiándole un cochinito para que ahorre, termina por encariñarse con este al grado de ponerlo a salvo del martillo de su padre, aunque para ello tenga que deshacerse de la pequeña fortuna acumulada y que es lo que menos le importa al niño. Por otro lado están el mago habituado al aburrimiento de los niños hasta que un día, de repente, su actuación entusiasma inusualmente a sus espectadores, y es que lo que ha sacado del sombrero no es un conejo vivo, sino la cabeza decapitada del conejo… ¿quién mató al conejo?; una pasta que, al untarse en los ojos produce dulces sueños y un aerosol que, aplicado en el oído, logra que el usuario deje de sentirse solo… son algunas de las estampas de talante costumbrista-mágico que nos brinda Keret.. En “Lengua extranjera” dice el narrador: “Mi madre, por ejemplo, le dijo a un oficial alemán que no la matara. Que le convenía no hacerlo, porque si no la mataba se acostaría con él de mil amores. Y eso, en aquel tiempo, era mucho menos corriente que la violación. Así que mientras lo estaban haciendo mi madre se sacó un cuchillo del cinto y le abrió el pecho. Exactamente igual a como le abre la pechuga a los pollos que rellena de arroz para nosotros para celebrar el sabbat.”
Los personajes, por supuesto, judíos en su mayoría, interactúan a menudo con árabes, y el autor se complace en caricaturizar la difícil situación entre unos y otros, a sabiendas de que si bien el humor no aligera circunstancia tan terrible, sí contribuye a desnudar el absurdo que subyace en todo pleito ancestral. Al marco político-social de Israel pudiera deberse la insistencia en el casi autismo, más que soledad, de los personajes de estos microrelatos; personajes de una extraordinaria inhabilidad y pereza para externar sus emociones y sentimientos. No hay, sin embargo, un talante crítico, mucho menos alguna observación de tipo político, no al menos de forma evidente aunque, me temo, al autor no le molestaría que el lector la leyera entre líneas. Las mujeres están presentes en prácticamente todos, las más de las veces como novias veleidosas y ridículas que insisten en poner a prueba a sus enamorados tontos. La portada de Jis, quien ilustrará varias portadas del nuevo catálogo de Sexto Piso, queda pues plenamente justificada. La suya y la de Keret son estéticas afines: la ternura de lo grotesco; la burla infinita.
El de Keret es un humor más que negro; un humor de sorda crueldad que no pretende hacernos reír, sino sonreír, aunque titubeando sobre la pertinencia de hacerlo. Me recuerda mucho a nuestro Francisco Hinojosa, aunque en Keret destaca la melancolía burlona. La mayoría de sus relatos demandan una segunda, hasta una tercera relectura, pues si bien se dejan leer rápido y fácil, siembran en el lector la duda, la sensación de que “algo” se le ha escapado, y ante la reiteración de dicho efecto llega uno a la conclusión de que se trata de una cuestión de estilo, no de una mera impresión. El inconveniente que le veo radica en la traducción, innecesariamente saturada de chilanguismos, de Ana María Bejarano.
Extrañando a Kissinger
Edgar Keret
Editorial Sexto Piso
México, 2006
Traducción del hebreo de Ana María Bejarano
209 pps.