De por qué no cuelgo los tenis y algunas notas culturales sobre el síndrome de Asperger

Soy mamá de una niña Asperger... pero eso no es lo más insólito: yo misma lo fui. Lo soy... ¡oh, dios mío!, me siento como cuando a los veintitrés años descubrí que mis ojos no eran negros sino de color café claro. Fue como acostarme siendo una persona y despertar siendo otra, otra con ojos más claros.
Leyendo sobre el tema descubro que el médico vienés que descubrió el síndrome que lleva su nombre, Asperger, lo detectó durante la Segunda Guerra Mundial, en medio de un bombardeo (el dato no viene al caso pero es curioso) y sin embargo tuvieron que pasar más de cuarenta años para que se lo tomaran en serio. Y en tanto los que eran, sin saberlo, Asperger en las décadas de los cincuentas, sesentas y setentas (se dice que cada vez se vuelve más común: les llaman niños índigo pero eso suena demasiado a "raro" y a charlatanería, por tanto rechazo el apelativo) fueron simplemente "retraídos", "desobedientes", "extraños". Muchos abuelos alivianados son Asperger. Su inteligencia es aparentemente normal, en muchos casos menos que eso (mi pequeña tiene cinco años y no habla... es decir, permanece callada el 99% del tiempo porque a mi madre le dijo una vez "tengo hambre" y a mí ocasionalmente me dice "mamá"... eso sí, se la pasa silbando) y sin embargo, la mayoría de las veces resultan genios si bien enfocan su genialidad hacia un campo muy específico suelen ser nulidades para comer pastel sin soltar migajas o pintarse las uñas sin mancharse el dedo. Se dice que Einstein era Asperger. Bill Gates es oficilmente Asperger y hasta presume de serlo.
Descubrirme Asperger a los 38 años me ha llenado de alegría, también de alivio. Alegría porque siempre intuí que entre mi hija y yo existía un puente que no tiene con absolutamente nadie: que somos iguales (aunque curiosamente no se trata, hasta donde sé, de una condición hereditaria). Alivio porque de pronto el sufrimiento de mi infancia cobra sentido: ahora sé que no fui inseminada por un marciano; que el que no me sintiera en lo absoluto identificada con los niños de mi edad y me importaran un pito Disneylandia y los Nintendo y otras modas setenteras y ochenteras no era sino parte de un síndrome que padece una de cada mil personas. Entiendo también que el que devorara enciclopedias y dominara el árbol genealógico de los reyes de Inglaterra y recitara de memoria fechas y lugares relacionados con las revoluciones francesa e industrial a los nueve años, nomás por afición, porque me intrigaba y obsesionaba y quería saber más y más, era absolutamente normal tratándose de un niño Asperger. Tampoco era anormal por no querer jugar a las muñecas con otras niñas y terminar estrellándoles las Barbies en la cabeza, ni que fuera tan franca y directa con los adultos como cuando le propiné un botellazo a mi papá porque creí que quería estrangular a mi mamá. Lo único que diferencia al Asperger de los demás es su forma de pensar. Es como ser zurdo, pues, una característica personal (aunque insiste en llamársele "padecimiento"... ¡con lo divertido que es ser nuestro propio objeto de diversión!)
Qué bonito decir: no soy de Marte. Soy Asperger. Soy Virgo y soy Asperger. Soy Eve G. y soy Asperger. Mezcla de autismo e hiperactividad, dicen los neurólogos (los psicólogos son los que tienden más a llamarlo por su nombre). En algunos es más activo un componente que en otro. En mi caso era más hiperactiva que autista. Mi hija es más autista que hiperactiva (el primer diagnóstico fue de autismo) y es la campeona en armado de rompecabezas de su kinder (también en romper bebederos).
Ahora bien... el desinterés total en las modas es parte de este síndrome, de ahí que a Einstein le diera lo mismo ponerse calcetines de distinto color o de plano no usar si llevaba demasiada prisa; de ahí que Gates lleve veinte años con el mismo corte de pelo y siga pareciendo príncipe valiente. A mí me importan un rábano los zapatos, más aún, visitar zapaterías es, por lo que a mí respecta, una pesadilla de aburrimiento. Prefiero el dentista, por lo menos siento algo. Lo atribuía a la resignación ya que tras usar zapatos especiales durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia debido a un defecto congénito en el arco y en el empeine del pie izquierdo, terminé por convencerme de que jamás podría usar zapatos bonitos. Más aún: cuando a los dieciocho años, por darle gusto a mi mamá, consulté a un ortopedista y este me dijo que las zapatillas serían una tortura para mí mientras no me sometiera a una cirugía bastante compleja (y cara), no recuerdo haber sentido absolutamente nada. Era una muchacha de dieciocho años que por cierto trabajaba como modelo y edecán (porque no encontré un trabajo mejor), que no podría calzar a la moda a menos que reuniera varios miles de pesos y mucho valor y accediera a permanecer sentada un mes, mínimo... y estaba como si me hubieran dicho: lloverá mañana. "Nunca usaré zapatillas", me dije, y el sol hermosillense continuaba brillando. Como cuando me dije "Nunca tendré un auto porque me distraigo con demasiada facilidad y no me gustan los problemas": la luna permanece incólume sobre mi cabeza, y la vida es bella. La única consecuencia que tuvo fue tener que mandar al diablo las pasarelas porque me rehusaba a calzar zapatillas y me hicieron fuchi por defectuosita. De ahí me pasé a una cabina de radio donde nadie miraba mis pies y yo hablaba hasta por los codos (en mí el síndrome de mi hija se manifestó al revés que en mi hija: nadie era capaz de callarme). Los tenis era la única clase de calzado que me permitía asumir forma ligeramente humana para caminar y sinceramente no entendía por qué, si iba impecablemente bañada y peinada, si mi pelo es lindo, a lo Farrah Fawcett (como Willy, sigo atrapada en los ochentas) la gente insistía en mirar y mirar mis zapatos.
No hace mucho, en una fiesta de poetas y periodistas a la que asistí con mis bonitos tenis de varón (ah, olvidaba decir que tampoco encuentro zapatos de mi número: las mujeres de casi 1.80 y número 10 no existimos en el imaginario de los zapateros mexicanos), una mujer perfectamente acicalada y de forzado porte mundano, miró sin cesar mis pies. Contempló, sería la palabra exacta. Pero los miraba como si en vez de un par de tenis fueran animalejos repugnantes. Aquella mujer me tenía francamente fascinada. El horror que le despertaba mi calzado que, por otra parte, combinaba muy bien con mi ropa sport y mi melena, me intrigaba. Pregunté a un amigo mío, poeta, quien era aquel encanto de persona que casi vomitaba a mis pies y me respondió que la agregada cultural de Ecuador. Cuando se despidió de mí aquella agregada que jamás me miró a los ojos y pareció decirle "mucho gusto" a mis tenis, le dije en el más típico estilo Asperger (y quizá algo borracha): "¡Ah, están bien feos, pero son comodísimos! Por lo menos no me sacan arrugas de dolor como esos zapatitos tan monos que soporta usted..."
En fin: un test y una serie de análisis y un electro fueron suficientes para hacerme entender que no es que sea un hombre con aspecto de mujer, ni que practique entusiastamente la metrosexualidad y mucho menos que sea una pose (en lugares nice tienden a mirarme con admiración: aman mi desparpajo, mi atrevimiento de acudir con tenis y con corbata.. ah, la corbata es un fetiche, no tiene nada que ver con lo otro): es que soy Asperger, caray, y amo a mis tenis con locura porque me llevan a donde quiero, del mismo modo que mi hija ama su Tribilín sin ojos. No me extraña que la ecuatoriana se haya apasionado por ellos. ¿Qué más se puede pedir?
Bibliografía sugerida para interesados en el tema:
El síndrome de Asperger, Tony Attwood, Editorial Paidós, Barcelona, 2002
Soy un niño con síndrome de Asperger, Kenneth Hall, Paidós, Col. Guías para padres, Barcelona, 2003.