Claudio:
Me solicitas una breve biografía que, te advierto, no será tan breve porque no soy tan joven, aunque paradójicamente, conforme avanzan los años, me siento renovada, como si me desarrollara a la inversa. En mi adolescencia fui terriblemente solemne, una genuina heroína romántica de las hermanas Brontë. Jane Eyre era yo. A los 29 años me mordía las uñas pensando en que estaba a punto de entrar en los 30 y despertaba sobresaltada por las noches preguntándome ¿y ahora qué? Hoy, que me acerco inexorablemente a los 40, soy una niña juguetona que sufre para colocar los pies en el suelo y comportarse como mamá de dos niñas.
NIÑEZ
Nací el 22 de septiembre de 1968 en la casa de mi abuela materna, en las calles de Iturbide de Hermosillo, Sonora. Así lo quiso mi mamá. Por entonces ella ya vivía en la ciudad de México con mi papá. Ella es sinaloense y él zacatecano, pero fueron a coincidir en la entonces Región más Transparente. Pero mi mamá quería parir en su casa y mi papá le cumplió el capricho. No me trajo al mundo una partera, como pudiera suponerse, sino el doctor Hugo Pennock, un médico militar que me salvaría la vida dos veces: la primera por hepatitis y la segunda por anorexia nerviosa. Pero no quiero adelantarme. Mamá regresó a la ciudad de México llevándome en brazos, casualmente, el 2 de octubre del 68 y nunca se percató de nada. Ahí crecí, aunque me llevaban y me traían como pelotita del D.F a Hermosillo, así que pudiera decirse que me crié en escenarios alternativos. Estudié la primaria en el Colegio Porvenir, de la colonia Roma y la secundaria en el Colegio Inglés Elizabeth Brock, de la colonia San Rafael. En esta última escuela fui infinitamente feliz. Fue el único lugar donde nadie se burlaba de mí porque escribía historias, al contrario, me volví muy popular por escribir folletines que repartía entre todas mis compañeras que las consumían con verdadero placer.
ADOLESCENCIA
Justo entonces mis papás finiquitaron su relación y mi mamá me llevó de regreso a Hermosillo donde me forzarían a estudiar para secretaria bilingüe en el ISI. ¿Por qué y quién me obligó a estudiar algo que nunca me gustó y para lo que no estaba hecha? Mi tío Víctor. Por desgracia, los hombres de mi familia eran muy machistas y mi tío dudaba seriamente de mi inteligencia, y no era el único porque realmente siempre tuve fama de boba (en aquel entonces no existía el terminajo “déficit de atención”) y no consideró pertinente que perdiera el tiempo cursando la preparatoria. No daban un centavo por mí. Me obligaron a estudiar lo que no quería y juré que jamás trabajaría como secretaria, lo cual, con todo y título, cumplí a cabalidad. Estudié la preparatoria abierta entre los 18 y 19 años. Después de trabajar como facturista, edecán y empleada de la Casa Duarte de donde me corrieron porque envolví un regalo sin quitarle antes el precio, ingresé a la carrera de Letras Hispánicas en la UNISON. Pero estoy segura de que no hubiera llegado a la universidad si no hubiera sido gracias a mi psiquiatra, Rabindranath Gómez López, era su nombre. En aquel entonces tenía yo 19 años, trabajaba como facturista en el departamento de refacciones de la Volkswagen, una oficina espantosa donde las demás chicas sostenían unas charlas de lo más obscenas y desagradables y se llevaban de a cuatros con los mecánicos y con los clientes. Me hice fama de sangrona porque no participaba de la dinámica y un día, sintiéndome al borde de la locura, tomé el directorio amarillo, busqué en MEDICOS, en el apartado PSIQUIATRIA y elegí al doctor Rabindranath por su nombre, nada más por eso. Fue él quien me convenció de que estaba en el lugar equivocado, que donde yo tenía que estar era en la universidad. Pero además de eso, me conectó con don Abelardo Casanova, el periodista más prestigiado de Sonora, quien casi de inmediato me dio trabajo como correctora en la oficina a su cargo, el área de publicaciones de la Secretaría de Educación y Cultura (SEC)
JUVENTUD
Siempre supe que sería escritora, siempre. Pero en la escuela de Letras encontré muy poca comprensión, y el hecho de ingresar después de haber ganado mi primer premio literario (un premiecito local de dramaturgia) me volvía “especial” a los ojos de mis profesores que insistían en hacerme sentir que no servía para escribir, que me había metido en el lugar equivocado. Curiosamente, fue en la escuela de letras donde más oposición encontré hacia mi vocación, pero eso, lejos de desanimarme, avivó el fuego del orgullo y también el de la imaginación. Mi mejor novela, inédita hasta ahora, parte de esa época que fue para mí como la prueba de fuego. Siendo estudiante del segundo semestre y una estudiante de la que casi todos sus profesores se burlaban, inscribí una novela titulada Hombres necios a un concurso pomposamente llamado Gran Novela Sonorense, al que hipotéticamente ni siquiera debí haberme inscrito porque no se trataba de un concurso abierto al público sino restringido a los mejores escritores del estado, es decir, se trataba de una justa absurda planificada por el entonces director del Instituto Sonorense de Cultura, aunque como todo concurso, y ese fue el as que guardé bajo la manga, debía inscribirla bajo seudónimo y por aquel entonces yo trabajaba como asistente de una escritora, por lo que cuando la llevé a inscribir todo mundo creyó que la enviaba mi jefa y no tuve el menor problema. En realidad, aquella jefa era un ser fantasmal en la oficina donde yo laboraba, casi nunca iba y era yo quien realizaba el trabajo más pesado. Mi verdadero jefe era don Abelardo, de quien aprendí el oficio periodístico. Fue él quien me instruyó en las armas del periodista, particularmente en el aspecto ético.
Para no hacerte el cuento largo, gané el dichoso concurso de La Gran Novela y me eché de enemigos a medio mundo, empezando por mis maestros que de por sí no me querían… y ni hablar de mi jefa, que montó en cólera y se convirtió en algo así como la madrastra de Blanca Nieves. El ganar aquel premio me acarreó muchas más maldiciones que bendiciones. Por si no bastara, hasta el convocante del premio empezó a hacerme la vida cuadros debido a una serie de malos entendidos en los que no me puedo extender… este personaje estaba empeñado, a como diera lugar, destruir mi reputación. Con todo y eso, volví a ganar un premio de novela en 1996, El libro Sonorense, con la novela El suplicio de Adán. Para entonces, el funcionario en cuestión estaba a punto de concluir su sexenio y la premiación, me da risa recordarlo, más parecía un velorio. Estaban furiosos.
Pero lo que me decidió a marcharme a la ciudad de México, fue que quien tomó el lugar de este señor al frente del ISC censuró y embodegó El suplicio de Adán por considerarlo un libro insolente y obsceno pues aborda en forma irreverente el asunto de la revuelta cristera, con un cura gigoló por protagonista y Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles ligeramente ridiculizados.
MADUREZ
No ha sido fácil abrirme camino en el D.F. Ha sido, de hecho, todavía más difícil y doloroso que tratar de convencer a mis maestros del valor de mi trabajo, con la diferencia de que a mis maestros jamás los convencí y aquí sí he logrado labrarme cierto prestigio. Aquí publiqué Réquiem por una muñeca rota, en el Fondo Editorial Tierra Adentro (2000). Esta novelita me la pidió Juan Domingo Argüelles y tras someterla a dictamen, se publicó con un buen recibimiento por parte de la crítica y los lectores… Excelente más bien, si tomamos en cuenta que no era una escritora conocida ni influyente. Posteriormente publiqué en Sevilla, España, la novela Cenotafio de Beatriz (RD Editores), que aunque es mucho más ambiciosa que la anterior y se publicó a nivel internacional, no tuvo ni la cuarta parte del magnífico recibimiento de Réquiem, hasta ahora mi novela más querida por los lectores. Está por aparecer publicada en España, por la misma editorial sevillana, RD Editores.
Editorial Porrúa acaba de publicar mi primer libro de cuentos, Sueños de Lot, Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006, y pronto se publicará mi libro de ensayos sobre lecturas del desierto, Jardines repentinos en el desierto, Premio Libro Sonorense, género ensayo, 2006. Está también mi novela inédita de la que no puedo decirte nada, más que, sin ser autobiográfica, refleja el ámbito universitario en que me desarrollé. También estoy preparando 5 tomos de mis llamadas “trenzas, de La trenza de Sor Juana, que empezó como columna periodística en el suplemento Arena de Excélsior, pero concluyó cuando los nuevos propietarios de este diario optaron por prescindir del suplemento cultural. Actualmente la alojo en un blog. Desde hace tres años soy titular de la columna “Charlas de café”, de la revista Siempre!
Estoy casada con el poeta sonorense Ramón I. Martínez, que fue discípulo de Abigael Bohórquez junto con otros dos espléndidos poetas, Jorge Ochoa y Ricardo Solís, y quien alterna sus estudios de doctorado en Letras Mexicanas con la docencia. Tenemos dos hijas: Victoria de 13 años y Ana Lourdes de 5, y procuro no volverme loca alternando la escritura con mis deberes maternos. Por fortuna, he sido bendecida con un esposo para nada machista que, por si fuera poco, me ha dedicado sus mejores poemas.
¿Qué más te puedo decir?
Me solicitas una breve biografía que, te advierto, no será tan breve porque no soy tan joven, aunque paradójicamente, conforme avanzan los años, me siento renovada, como si me desarrollara a la inversa. En mi adolescencia fui terriblemente solemne, una genuina heroína romántica de las hermanas Brontë. Jane Eyre era yo. A los 29 años me mordía las uñas pensando en que estaba a punto de entrar en los 30 y despertaba sobresaltada por las noches preguntándome ¿y ahora qué? Hoy, que me acerco inexorablemente a los 40, soy una niña juguetona que sufre para colocar los pies en el suelo y comportarse como mamá de dos niñas.
NIÑEZ
Nací el 22 de septiembre de 1968 en la casa de mi abuela materna, en las calles de Iturbide de Hermosillo, Sonora. Así lo quiso mi mamá. Por entonces ella ya vivía en la ciudad de México con mi papá. Ella es sinaloense y él zacatecano, pero fueron a coincidir en la entonces Región más Transparente. Pero mi mamá quería parir en su casa y mi papá le cumplió el capricho. No me trajo al mundo una partera, como pudiera suponerse, sino el doctor Hugo Pennock, un médico militar que me salvaría la vida dos veces: la primera por hepatitis y la segunda por anorexia nerviosa. Pero no quiero adelantarme. Mamá regresó a la ciudad de México llevándome en brazos, casualmente, el 2 de octubre del 68 y nunca se percató de nada. Ahí crecí, aunque me llevaban y me traían como pelotita del D.F a Hermosillo, así que pudiera decirse que me crié en escenarios alternativos. Estudié la primaria en el Colegio Porvenir, de la colonia Roma y la secundaria en el Colegio Inglés Elizabeth Brock, de la colonia San Rafael. En esta última escuela fui infinitamente feliz. Fue el único lugar donde nadie se burlaba de mí porque escribía historias, al contrario, me volví muy popular por escribir folletines que repartía entre todas mis compañeras que las consumían con verdadero placer.
ADOLESCENCIA
Justo entonces mis papás finiquitaron su relación y mi mamá me llevó de regreso a Hermosillo donde me forzarían a estudiar para secretaria bilingüe en el ISI. ¿Por qué y quién me obligó a estudiar algo que nunca me gustó y para lo que no estaba hecha? Mi tío Víctor. Por desgracia, los hombres de mi familia eran muy machistas y mi tío dudaba seriamente de mi inteligencia, y no era el único porque realmente siempre tuve fama de boba (en aquel entonces no existía el terminajo “déficit de atención”) y no consideró pertinente que perdiera el tiempo cursando la preparatoria. No daban un centavo por mí. Me obligaron a estudiar lo que no quería y juré que jamás trabajaría como secretaria, lo cual, con todo y título, cumplí a cabalidad. Estudié la preparatoria abierta entre los 18 y 19 años. Después de trabajar como facturista, edecán y empleada de la Casa Duarte de donde me corrieron porque envolví un regalo sin quitarle antes el precio, ingresé a la carrera de Letras Hispánicas en la UNISON. Pero estoy segura de que no hubiera llegado a la universidad si no hubiera sido gracias a mi psiquiatra, Rabindranath Gómez López, era su nombre. En aquel entonces tenía yo 19 años, trabajaba como facturista en el departamento de refacciones de la Volkswagen, una oficina espantosa donde las demás chicas sostenían unas charlas de lo más obscenas y desagradables y se llevaban de a cuatros con los mecánicos y con los clientes. Me hice fama de sangrona porque no participaba de la dinámica y un día, sintiéndome al borde de la locura, tomé el directorio amarillo, busqué en MEDICOS, en el apartado PSIQUIATRIA y elegí al doctor Rabindranath por su nombre, nada más por eso. Fue él quien me convenció de que estaba en el lugar equivocado, que donde yo tenía que estar era en la universidad. Pero además de eso, me conectó con don Abelardo Casanova, el periodista más prestigiado de Sonora, quien casi de inmediato me dio trabajo como correctora en la oficina a su cargo, el área de publicaciones de la Secretaría de Educación y Cultura (SEC)
JUVENTUD
Siempre supe que sería escritora, siempre. Pero en la escuela de Letras encontré muy poca comprensión, y el hecho de ingresar después de haber ganado mi primer premio literario (un premiecito local de dramaturgia) me volvía “especial” a los ojos de mis profesores que insistían en hacerme sentir que no servía para escribir, que me había metido en el lugar equivocado. Curiosamente, fue en la escuela de letras donde más oposición encontré hacia mi vocación, pero eso, lejos de desanimarme, avivó el fuego del orgullo y también el de la imaginación. Mi mejor novela, inédita hasta ahora, parte de esa época que fue para mí como la prueba de fuego. Siendo estudiante del segundo semestre y una estudiante de la que casi todos sus profesores se burlaban, inscribí una novela titulada Hombres necios a un concurso pomposamente llamado Gran Novela Sonorense, al que hipotéticamente ni siquiera debí haberme inscrito porque no se trataba de un concurso abierto al público sino restringido a los mejores escritores del estado, es decir, se trataba de una justa absurda planificada por el entonces director del Instituto Sonorense de Cultura, aunque como todo concurso, y ese fue el as que guardé bajo la manga, debía inscribirla bajo seudónimo y por aquel entonces yo trabajaba como asistente de una escritora, por lo que cuando la llevé a inscribir todo mundo creyó que la enviaba mi jefa y no tuve el menor problema. En realidad, aquella jefa era un ser fantasmal en la oficina donde yo laboraba, casi nunca iba y era yo quien realizaba el trabajo más pesado. Mi verdadero jefe era don Abelardo, de quien aprendí el oficio periodístico. Fue él quien me instruyó en las armas del periodista, particularmente en el aspecto ético.
Para no hacerte el cuento largo, gané el dichoso concurso de La Gran Novela y me eché de enemigos a medio mundo, empezando por mis maestros que de por sí no me querían… y ni hablar de mi jefa, que montó en cólera y se convirtió en algo así como la madrastra de Blanca Nieves. El ganar aquel premio me acarreó muchas más maldiciones que bendiciones. Por si no bastara, hasta el convocante del premio empezó a hacerme la vida cuadros debido a una serie de malos entendidos en los que no me puedo extender… este personaje estaba empeñado, a como diera lugar, destruir mi reputación. Con todo y eso, volví a ganar un premio de novela en 1996, El libro Sonorense, con la novela El suplicio de Adán. Para entonces, el funcionario en cuestión estaba a punto de concluir su sexenio y la premiación, me da risa recordarlo, más parecía un velorio. Estaban furiosos.
Pero lo que me decidió a marcharme a la ciudad de México, fue que quien tomó el lugar de este señor al frente del ISC censuró y embodegó El suplicio de Adán por considerarlo un libro insolente y obsceno pues aborda en forma irreverente el asunto de la revuelta cristera, con un cura gigoló por protagonista y Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles ligeramente ridiculizados.
MADUREZ
No ha sido fácil abrirme camino en el D.F. Ha sido, de hecho, todavía más difícil y doloroso que tratar de convencer a mis maestros del valor de mi trabajo, con la diferencia de que a mis maestros jamás los convencí y aquí sí he logrado labrarme cierto prestigio. Aquí publiqué Réquiem por una muñeca rota, en el Fondo Editorial Tierra Adentro (2000). Esta novelita me la pidió Juan Domingo Argüelles y tras someterla a dictamen, se publicó con un buen recibimiento por parte de la crítica y los lectores… Excelente más bien, si tomamos en cuenta que no era una escritora conocida ni influyente. Posteriormente publiqué en Sevilla, España, la novela Cenotafio de Beatriz (RD Editores), que aunque es mucho más ambiciosa que la anterior y se publicó a nivel internacional, no tuvo ni la cuarta parte del magnífico recibimiento de Réquiem, hasta ahora mi novela más querida por los lectores. Está por aparecer publicada en España, por la misma editorial sevillana, RD Editores.
Editorial Porrúa acaba de publicar mi primer libro de cuentos, Sueños de Lot, Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006, y pronto se publicará mi libro de ensayos sobre lecturas del desierto, Jardines repentinos en el desierto, Premio Libro Sonorense, género ensayo, 2006. Está también mi novela inédita de la que no puedo decirte nada, más que, sin ser autobiográfica, refleja el ámbito universitario en que me desarrollé. También estoy preparando 5 tomos de mis llamadas “trenzas, de La trenza de Sor Juana, que empezó como columna periodística en el suplemento Arena de Excélsior, pero concluyó cuando los nuevos propietarios de este diario optaron por prescindir del suplemento cultural. Actualmente la alojo en un blog. Desde hace tres años soy titular de la columna “Charlas de café”, de la revista Siempre!
Estoy casada con el poeta sonorense Ramón I. Martínez, que fue discípulo de Abigael Bohórquez junto con otros dos espléndidos poetas, Jorge Ochoa y Ricardo Solís, y quien alterna sus estudios de doctorado en Letras Mexicanas con la docencia. Tenemos dos hijas: Victoria de 13 años y Ana Lourdes de 5, y procuro no volverme loca alternando la escritura con mis deberes maternos. Por fortuna, he sido bendecida con un esposo para nada machista que, por si fuera poco, me ha dedicado sus mejores poemas.
¿Qué más te puedo decir?