Inspirado en las minicrónicas de Lina Zerón

Por Victoria V. Pérez
Angelito manga, del archivo de Vicki Martínez

Карине, моей шестнадцатилетней дочери,
за её конструктивную критику, спасибо.

Sabía que el día, 23 de mayo de 2007, algo iba a suceder. Lo que no sabía era qué y cómo.
Cuatro compañeras y yo estábamos organizando el Tercer encuentro de mujeres que escriben. El análisis del primer capítulo de la novela de Amelia Domínguez La sangre también recuerda y la reflexión sobre el cuento Alicia o el diablo de Eve Gil que tenía que preparar para este evento hicieron que acabara con mi frasco de multivitamínicos enriquecidos con ginseng. El día anterior al encuentro, después de una larga reflexión sobre las cuestiones intertextuales, me acosté muy tarde. Enseguida, Morfeo hizo acto de presencia por medio de un sueño extraño. Un enorme globo rosa flotaba en mi dirección. Al acercarse a mi cara produjo un ¡PUM! que me despertó. Abrí los ojos y volteé a ver el retrato de mi madre, mi ángel protector desde hace cinco años. ¿Si es un mensaje, le pregunté, qué significa? ¿Acaso será el fracaso de mi estreno como analista?” Sonriendo desde la foto sobre el buró la imagen de mi madre me tranquilizó: “Calma, sólo es un sueño”. “Pues, sí, pensé, ¿cómo puede fracasar algo que fue preparado con tanto esfuerzo?. Además, mi análisis junto con las pastillas de Saridón y un termo con té verde, traído de mi natal Ucrania, ya están bien guardados en mi enorme y fea bolsa negra que uso últimamente”. Caí en los brazos de Morfeo por segunda vez. En mi inconsciente, el diablo de Tsvetaeva explicaba a Gesualdo Mesina la importancia del poder interpretativo para la mente analítica.
La mañana del día del encuentro parecía ser paradisíaca. Helios en su apogeo, las flores de colores brillantes, las sonrisas amables, el olor a café y mi inseparable taza del té verde junto con las lecturas efectuadas por las mismas escritoras –que más puede pedir una– creaban un ambiente cuyo calificativo oscilaba en algún lugar entre lo académico, lo femenino y lo amigable (Dios, perdona a quienes van a decir que éste no existe).
En la tarde, después de la jornada matutina y rica comida ofrecida por el Postgrado, regresamos al lugar de nuestro encuentro donde ya se encontraban los amantes de la escritura femenina, listos para escuchar a las siguientes participantes. Aunque los rayos de Helios ya no calentaban tanto, bajo el plafón de acrílico que cubría el patio de la Casa Amarilla hacía calor. El reloj marcaba las cinco de la tarde y la hora de mi segunda intervención se acercaba. Torturado por el sol, mi cuerpo pedía piedad. Raquel Gutiérrez y Judith Castañeda terminaron con éxito su presentación y nos dieron paso a Eve Gil y a mí. Cuando la escritora sonorense comenzó la lectura de su cuento, el todopoderoso escuchó mis plegarias y cubrió el azul de los cielos con densas nubes negras. Conforme la exposición iba avanzando, escuché las primeras gotas de lluvia caer sobre el techo de acrílico. “Que llueva que llueva, la virgen de la cueva”, pasaba por mi cabeza mientras vi que al micrófono le subieron el volumen. “A pesar de mi pasado ateo, Dios no me abandona”, pensé. Mis piernas que ya conocen los primeros síntomas de várices no dejaban de dar las gracias al tiempo que el público, hecho una enorme oreja, trataba de escuchar lo que les narraba la escritora. ¡Claro, quien iba a perder el cuento de la mismísima Gil! Bajo una tremenda granizada Eve contaba la muerte de Gesu Mesinas: “!PUM¡, repitió Charlotte como si fuera un juego... ¡PUM, PUM¡ repitió horadando con el dedo la sien de la boquiabierta muchacha...”. En este momento la imagen del globo rosa produciendo el ¡PUM¡ me vino a la mente. “Bueno, después de todo, que significa este mensaje”, pensé. No pude terminar mi decodificación , pues ya era mi turno. Estaba explicando la diferencia que existe entre el diablo con los ojos blanquiazules de Tsvetaeva y el diablo de Gil, cuando los cielos se abrieron y sobre la Tierra calló tremenda lluvia. En unos momentos, después de generar unos cuantos ¡PUM¡, ¡PUM, PUM-PUM¡ el techo de acrílico que no aguantó la gran cantidad de agua acumulada se calló sobre nosotros. Por fin pude interpretar el mensaje.
Terminé de presentar mi análisis en un lugar seco y seguro. Cuando anunciaron el receso, fui a ver el patio. En medio de los restos del techo y sillas tiradas yacía el letrero con mi nombre. Con tinta corrida por la lluvia y pisado por tantos que corríamos en búsqueda de protección, tenía aspecto amargado. “Las huellas del diablo”, pensé y el cielo me respondió con un rugido que hizo caer lo que quedaba del techo.
Hoy, varios días después del incidente, mi mente educada según los últimos alcances del pensamiento posmoderno, me presenta las imágenes de lo sucedido en flashbacks: Eve, de espaldas, con su pelo diabólicamente bello, y el enorme trozo de plástico que alcanza a caer sobre su cabeza; Raquel, incrustada en la pared y con un montón de restos del techo a sus pies; yo, sentada todavía frente al micrófono, en medio de todo este desastre.
Mi ángel protector, no supe interpretar tu mensaje. Pero desde aquel día, sobre mi buró, junto a tu foto está un lápiz y unos cuantos post-its para que la próxima vez me lo pongas por escrito.