Por: Raquel Gutiérrez Estupiñán
Todo había ido como sobre ruedas en el III Encuentro “Mujeres que escriben”. Las actividades de la sesión matutina nos habían dejado satisfechas, habíamos vivido la emoción de ver llegar a las escritoras, y el público había acudido numeroso a nuestro llamado. Durante la comida ofrecida por el Posgrado en Ciencias del Lenguaje se respiró un ambiente de amistad y calidez.
Hacia las 16.00 horas regresé con Maricarmen a la Casa Amarilla, para revisar el material que necesitaría por la tarde. Empezamos la sesión de lectura y análisis del cuento “Cerrando puertas”, de Judith Castañeda. Tocaba el turno de Eve Gil, presentada por Vita, y entonces empezó a caer el aguacero, uno de esos aguaceros poblanos que han hecho famosa a nuestra ciudad, desde los tiempos de la Colonia. Viéndolo a dos días de distancia, a partir de ese momento comenzó a crecer la tensión: el granizo que golpeaba el techo de acrílico (cubierto por una lona, para que la luz solar no agobiara a los asistentes) hacía difícil escuchar a Eve y a Vita, quienes con admirable denuedo gritaban detrás del micrófono. Un globo de agua, en el techo, crecía e iba adquiriendo un aspecto amenazador. ¿Qué hacer?, nos preguntábamos. Lo más que se esperaba, es que el agua empezara a deslizarse por algún resquicio, y recibiríamos un ligero remojón. En medio de estas deliberaciones, se escuchó el ¡crac!, o una serie de ¡cracs!, y el techo de acrílico se precipitó sobre nosotros, hecho añicos. Llovían los trozos duros; eran de todos tamaños. Yo estaba sentada en la primera fila; no escuché gritos, solo el ruido del acrílico. Alcancé a ver cómo un enorme trozo golpeaba la cabeza y la espalda de Eve. Con esa imagen angustiante, no sé cómo llegué a un rincón que no a mí, sino a mi instinto de supervivencia (¿o a algún ser que tuvo a bien protegernos a todos en ese trance?) le pareció buen refugio. Cuando cesó esa andanada de trozos de material, me di cuenta de que estaba aislada en mi rinconcito. Esa es la tercera imagen que guardo. Jim Fidelholtz (colega que había salido de su oficina en la planta alta) me daba instrucciones para salir de allí, y luego Gerardo Báez (quien obtuvo su Maestría en Ciencias del Lenguaje en nuestro posgrado) fue hasta donde yo estaba y me condujo a lugar seguro. Recuerdo haber recogido mi bastón –que todavía tengo que usar, por la fractura de tobillo que sufrí en enero– bajo unos trozos de acrílico.
La secuencia siguiente podría titularse “Solidaridad”: cada quien quería asegurarse de que las demás (digo “las” porque éramos una mayoría de mujeres, aunque había uno que otro caballero) estaban bien. Maricarmen García tenía heridas en la mano; Eve había sido golpeada, pero solo más tarde percibiría los efectos. Cuando logramos calmarnos, continuamos con el Encuentro en uno de los salones de arriba. Nunca olvidaré la serenidad y entereza de todos los que estábamos allí. Terminamos las sesiones casi como lo habíamos previsto, y ya estamos pensando en el Encuentro siguiente.
¡Bravo por todas!
Puebla, 25 de mayo de 2007.
Todo había ido como sobre ruedas en el III Encuentro “Mujeres que escriben”. Las actividades de la sesión matutina nos habían dejado satisfechas, habíamos vivido la emoción de ver llegar a las escritoras, y el público había acudido numeroso a nuestro llamado. Durante la comida ofrecida por el Posgrado en Ciencias del Lenguaje se respiró un ambiente de amistad y calidez.
Hacia las 16.00 horas regresé con Maricarmen a la Casa Amarilla, para revisar el material que necesitaría por la tarde. Empezamos la sesión de lectura y análisis del cuento “Cerrando puertas”, de Judith Castañeda. Tocaba el turno de Eve Gil, presentada por Vita, y entonces empezó a caer el aguacero, uno de esos aguaceros poblanos que han hecho famosa a nuestra ciudad, desde los tiempos de la Colonia. Viéndolo a dos días de distancia, a partir de ese momento comenzó a crecer la tensión: el granizo que golpeaba el techo de acrílico (cubierto por una lona, para que la luz solar no agobiara a los asistentes) hacía difícil escuchar a Eve y a Vita, quienes con admirable denuedo gritaban detrás del micrófono. Un globo de agua, en el techo, crecía e iba adquiriendo un aspecto amenazador. ¿Qué hacer?, nos preguntábamos. Lo más que se esperaba, es que el agua empezara a deslizarse por algún resquicio, y recibiríamos un ligero remojón. En medio de estas deliberaciones, se escuchó el ¡crac!, o una serie de ¡cracs!, y el techo de acrílico se precipitó sobre nosotros, hecho añicos. Llovían los trozos duros; eran de todos tamaños. Yo estaba sentada en la primera fila; no escuché gritos, solo el ruido del acrílico. Alcancé a ver cómo un enorme trozo golpeaba la cabeza y la espalda de Eve. Con esa imagen angustiante, no sé cómo llegué a un rincón que no a mí, sino a mi instinto de supervivencia (¿o a algún ser que tuvo a bien protegernos a todos en ese trance?) le pareció buen refugio. Cuando cesó esa andanada de trozos de material, me di cuenta de que estaba aislada en mi rinconcito. Esa es la tercera imagen que guardo. Jim Fidelholtz (colega que había salido de su oficina en la planta alta) me daba instrucciones para salir de allí, y luego Gerardo Báez (quien obtuvo su Maestría en Ciencias del Lenguaje en nuestro posgrado) fue hasta donde yo estaba y me condujo a lugar seguro. Recuerdo haber recogido mi bastón –que todavía tengo que usar, por la fractura de tobillo que sufrí en enero– bajo unos trozos de acrílico.
La secuencia siguiente podría titularse “Solidaridad”: cada quien quería asegurarse de que las demás (digo “las” porque éramos una mayoría de mujeres, aunque había uno que otro caballero) estaban bien. Maricarmen García tenía heridas en la mano; Eve había sido golpeada, pero solo más tarde percibiría los efectos. Cuando logramos calmarnos, continuamos con el Encuentro en uno de los salones de arriba. Nunca olvidaré la serenidad y entereza de todos los que estábamos allí. Terminamos las sesiones casi como lo habíamos previsto, y ya estamos pensando en el Encuentro siguiente.
¡Bravo por todas!
Puebla, 25 de mayo de 2007.