La extraña palabra


Foto: Eve Gil
Presentación del libro Palabra y poder (CONACULTA, 2006), de Juan Antonio Rosado, presentado en ausencia de Eve Gil, el 31 de mayo en el salón Dovstoievsky de la Casa Lamm. Acudió en su representación, su esposo, Ramón I. Martínez. Este texto se publicó en Siempre!
De Juan Antonio Rosado podría decir exactamente lo mismo que sobre Armando Pereira dice el propio Juan Antonio en uno de los ensayos que componen su libro Palabra y poder: “ni el artista vence el académico ni el académico aniquila al artista”.
No es este el primer libro de Juan Antonio al que tengo acceso. Tampoco es la primera vez que hago hincapié en esta virtud casi excepcional en el medio en el que se desenvuelve, que es el académico: su generosa apertura a través de un lenguaje asequible a quienes no formamos parte de la elite universitaria, sin por ello ser menos académico. Más aún: los ensayos de Juan Antonio, más que accesibles, son disfrutables.
El título es por demás elocuente. Los ensayos, por supuesto, abordan el tema del poder político, pero abarcan el concepto poder casi en su totalidad, partiendo del poder divino que tiene su origen nada menos que en la Palabra. En el Verbo. Aunque el título se limita a vincular la palabra al poder-poder, Juan Antonio nos hace ver hasta qué punto son sinónimas, pues sin palabra no hay posibilidad de poder, si bien la palabra no requiere de más poder que del que de ella emana, es decir, es poderosa por sí misma. Ella es el Poder. Nada que ejerza el control sobre un grupo de seres humanos desconoce ni desdeña el poder de la Palabra (a menos, claro, que sea Vicente Fox); palabra propiciadora lo mismo de creación que de destrucción; lo mismo aliada que enemiga. Basta una Palabra para hacer que un mundo (¿el mundo?) se derrumbe. De la Palabra parte la creación misma del universo. Prácticamente todas las religiones coinciden en que Dios es El Verbo. Idea perfectamente aplicable a los auntoungidos dioses terrenales que basan en el poder de la palabra su ascenso y permanencia en el trono. Hay tiranos que se han hecho amar gracias a la Palabra, a ese decir-matando que convence a sus seguidores de que algunas muertes son necesarias. El dictador no será derrocado mientras la Palabra no se ponga en su contra y le de completamente la espalda, entonces es como si quedara desnudo ante el pelotón de fusilamiento. Porque la Palabra, y ellos lo saben, puede producir su caída con la misma inmediatez con que produjo su elevación, de ahí la eterna tirantez entre el poder político y el gremio intelectual, grupos a veces antagónicos que coinciden en gozar de acceso directo a la Palabra y, por consiguiente, Poder de ensalzar o de hundir al tirano en turno que, por mucho dominio que tenga de la demagogia, ergo, de la palabra hueca que no es Palabra, que es remedo de Palabra, nunca podrá competir con quienes verdaderamente se ponen al servicio de la Palabra. Porque la única forma de posesionarse de la Palabra es colocándose al servicio de ella. De otro modo, imposible: la Palabra jamás se subordinará, exige, en cambio, subordinación total y absoluta.
Paradójicamente, es a través de Servidores de la Palabra como Mario Vargas Llosa, Augusto Roa Bastos, Gabriel García Márquez o Miguel Ángel Asturias, que los tiranos han encontrado voz en la literatura latinoamericana; una voz que rebasa la demagogia y expresa lo que realmente quisieron decir y no supieron como: “(…) Pero su la violencia y terror a la muerte y a la tortura, el neocolonialismo, la explotación de los débiles y el racismo, entre otras cosas, se pudiera evitar con la palabra escrita, habría –como ya ha sucedido – gente que la prohibiría. La palabra, en muchas ocasiones, se halla teñida de sangre y el olor de la sangre desagrada a quienes sólo buscan imágenes bellas y consoladoras.” (p. 78)
Otro detalle interesante que nos revela Juan Antonio, sin embargo, es que hay escritores que, sin llegar al discurso vacuo de políticos y tiranos (palabras casi sinónimas), igual desconocen el poder de las palabras: “La retórica –escribe Juan Antonio en la página 23-, para el pensador latino, es la artificiosa eloquentia y su objetivo es, mediante el artificio, “persuadir con la dicción” (finis persuadere dictione). Hay gente que por supuesto abusa de la retórica: tal es el caso de muchos escritores, cuyas obras poseen una forma poética casi perfecta, pero tienen poco, o no tienen nada, que decir. Ellos tampoco conocen el valor de las palabras.” La Palabra no tolera ser mero ornamento. Lo que la Palabra quiere es significar. Nombrar. Persuadir. Convencer. Seducir. Poseer. Nunca, nunca ser mera flor en la solapa del poeta, mucho menos condecoración ignominiosa… ¿Cuántos lo han comprendido así?
El que Juan Antonio haga hincapié en esto me permite ejemplificar hasta qué punto no se trata de un académico tradicional sino, ante todo, un lector difícil de envolver, mucho menos de hipnotizar con pirotecnia verbal que a la mayoría de los críticos ciega, deslumbra; lector que privilegia además la forma de desarrollar la historia, admitiendo incluso defectos formales como parte de un todo. No considera pecaminoso en lo absoluto divertirse con lo que se lee… y ese amor por la lectura se refleja en los diversos ensayos incluidos en este libro, que van desde los textos sagrados, pasando por las novelas sobre dictadores latinoamericanos, hasta autores norteamericanos y europeos, representantes cada uno de distintas formas de ejercer el poder a través de la palabra, tanto en el sentido político como el artístico. De ahí que nos transmita, sí, sus conocimientos pero, sobre todo, su entusiasmo por las lecturas que analiza con objetividad ajena a la pedantería. Lo que no perdona, ni deberíamos perdonar nosotros, es el Decir por el Decir, la Palabra vuelta rosa sin aroma, caballito de madera, lucecita de bengala. La Palabra tiene por sí misma un valor intrínseco innegable. Una Palabra puede abarcar un universo. Pero encadenada a otras tantas, vuelta acción y vida, debe golpear las emociones del lector; hacerlo tambalearse e incluso que pierda el equilibrio. Si no golpea, si no sacude, si no eriza, si no incita, si no excita, si no humilla, si no hiere, si no mata… no es Palabra.
El analfabetismo, han dicho por ahí, augura felicidad para quien no puede leer los periódicos. ¿Se puede ser feliz ignorando el significado de la palabra Felicidad?, ¿desconociendo su grafía que en sí misma es luminosa? Antes que Fox, parece haberlo dicho el ultracatólico José Bergamín, asustado acaso, como nuestro ex presidente, con el poder de las palabras que la prensa ejerce, a veces, despiadadamente. Necesariamente. El dirigir un pueblo de analfabetos o semianalfabetos (analfabetos funcionales se les dice ahora), para quienes las palabras poco o nada significan, resulta mucho más fácil, y eso es algo que Juan Antonio reprocha a Bergamín en la que denomina “una carta imaginaria”, que se considere como un ideal reducir a los ciudadanos a eternos niños, a homo videns, dependientes de ídolos y creencias sobre las que no tienen el poder (de nuevo la palabra poder) de reflexionar al habérseles negado el pleno acceso a la palabra… a la entraña de la palabra que es donde descansa su poder.