Álamos: un lugar para callar... y escuchar

Me cuesta trabajo escribir sobre Álamos, Sonora, porque Álamos merecería un libro de viajes -que hasta donde sé no se ha escrito en español... en inglés creo haber visto uno en una pequeña librería para turistas-; un libro literario, quiero decir, no turístico, crónicas de viaje en vez de descripciones y mapas; un fresco poético de este lugar para el que no hay palabras concretas que valgan. De Álamos se sabe que fue cuna de la diva del Cine Nacional, María Félix- a la que por cierto los sonorenses le debemos un homenaje por todo lo alto con sede, precisamente, en este poblado-y se tiene una vaga idea de lo hermoso y tranquilo que es. Solo una semana del año, Álamos se vuelve gentío, risas, danza callejera, payasos en zancos, música retumbando en los colosales muros que, dicen, sirvieron de tumba a varias muchachas "emparedadas" por desacatar el orden moral... al menos eso me cuentan mis alumnos. Pero desde que me lo dijeron, veo los muros de mi habitación y me pregunto si esconderán los restos de alguna joven rebelde. Solo una semana, decía, ocho de los 360 días del año, Álamos deja de lado el silencio, la paz, eco de pisadas deslizándose por piedritas... solo la última semana de enero, desde hace veinticinco años, la ciudad de las novias emparedadas, de las haciendas encantadas donde las luces se prenden solas y los gatos nada tienen que envidiarle a los de Haruki Murakami -hablan, cantan, bailan... te tocan la puerta de tu habitación y crees que es un fantasma, y no, es un gato de ojos enormemente dulces-, se atavía con galas de ciudad para recibir a los máximos exponentes de la ópera, la danza, el bel canto, el jazz, la música de cámara y otras manifestaciones artísticas complementarias. La literatura y las artes visuales forman parte del cuadro porque cada disciplina artística se alimenta de las demás: imposible que exista música sin literatura, o danza sin pintura, y en eso, considero, el FAOT, como popularmente le llaman al festival alamense en honor al tenor y político sonorense Alfonso Ortíz Tirado, otro distinguido hijo del callejón del beso, poco tiene que envidiarle al Festival Cervantino de Guanajuato. Aquí, la magia tradicional del lugar contribuye a hacer de cada espectáculo, de cada montaje, de cada presentación, un acto ritual.
En esta ocasión tuve el privilegio de ser invitada a impartir un taller de creación literaria entre jóvenes preparatorianos del COBACH. Aunque siempre he dicho, y lo he dicho porque lo creo sinceramente y no porque es algo que se tenga que decir, que yo aprendo de mis alumnos tanto o más de lo que ellos puedan aprender de mí, accedí esta vez a un proceso de retroalimentación impresionante en el que los muchachos retribuyeron mis lecciones con narraciones y leyendas de su pueblo que me hicieron desear escribir un libro sobre Álamos. Nadie, estoy convencida, es capaz de narrar las leyendas como aquellos que han nacido y crecido entre los susurros espantados de las tías y las abuelas que dan fe de la novia aparecida en pleno panteón... la llorona local, dijéramos... y estos jóvenes son narradores natos, según lo comprobé no solo durante el intercambio verbal, sino también a través de su escritura. No tuve el gusto de conocer a la maestra de literatura de los jóvenes inscritos en mi taller, pero me hubiera encantado felicitarla. En un pueblo donde prácticamente no existen librerías y las bibliotecas son escuetas, modestas, semi vacías, estos muchachos resultaron lectores casi por vocación, que han saboreado y vivenciado cada lectura; que experimentan enorme curiosidad por lo que hay detrás de cada libro y de su autor. Esto, amén de su condición de narradores natos, puede darle al lector una idea de lo contenta que me siento por haber tenido la oportunidad de conocerlos y convivir con ellos.