¿Antisemita?

Ustedes no están para saberlo, ni yo para contarlo... nunca imaginé que llegaría el momento en que me sintiera obligada a hablar de mi historia genética, que mucho tiene que ver con mi historia afectiva, con mi educación... con mi manera de ver el mundo.
Empecemos por la cuestión religiosa, que es la más sobada en los noticiarios y conversaciones de café, a propósito del genocidio en Gaza: sí, dije bien, genocidio. Guerra no es, desde el momento en que una de las partes es tomada desprevenida y no tiene cómo defenderse.


Pero volvamos a lo mío: oficialmente soy católica, como el 99% de los mexicanos. Extra oficialmente, y por una decisión personal y de rebeldía contra los jerarcas de esa Iglesia, me convertí al anglicanismo cuando Monseñor Rivera decretó que todas las mujeres que hubieran empleado la píldora de emergencia, estaban ex comulgadas: simplemente le tomé la palabra.


Tenemos, pues, que en cuestión religiosa me siento lejana a los judíos y a los musulmanes. Me apasiona leer sobre los aspectos de ambas culturas (ojo: dije culturas) y eso no tiene nada de raro, ya que si bien no practico ninguna de estas religiones, desciendo, por vía materna, de judío sefardí y de marroquí. Mi abuelo materno, nacido en Navolato, Sinaloa, es decir, mexicano, era hijo de un judío sefardí de nombre Clicerio Gil Samaniego y de una marroquí mulata llamada Rhita Bradhraba (quien sabe si escribí bien el apellido). La historia de amor entre estos seres antagónicos que fundaron una familia mexicana de cinco hijos -mi abuelo era el quinto y único varón, y también se llamaba Clicerio-es un misterio para mí, incluso para mi madre, que solo sabe decirme que Clicerio y Rhita se guardaban un profundo respeto, hablaban poco... y ella tocaba hermosamente el piano.


Supongo... ¡casi lo jurararía!... que ambos habían sido desterrados de sus respectivas familias... que requirieron del lugar más apartado del mundo para intentar lamerse mutuamente las heridas. Sé también que mi abuelo era -o se hizo- católico porque se casó por la iglesia... no con mi abuela, por cierto (otra historia larga de contar: la resumo en que mi abuela era campesina y mi abuelo era hijo de los dueños de la mueblería del pueblo).


Cuando mi madre cumplió 6 años, su abuelita materna, quien se hacía cargo de ella mientras mi abuela trabajaba en Culiacán, murió de algo que en su momento era un misterio pero hoy hubieran llamado "anorexia". Hizo un coraje horrible y dejó de comer. Así, nada más (y esa historia se repitió con dos de mis tíos abuelos). Quien se hizo cargo entonces de mi madre, fue una tía judía que se la llevó a vivir a la ciudad de México, concretamente a la colonia Roma, en una comunidad de judíos polacos -esa tía estaba casada con el único de ellos que no era polaco, aunque no menos respetado, llamado Assa Salomón Atala- refugiados, muy probablemente, de la Segunda Guerra. Mi madre vivió entre ellos hasta los diecisiete años, cuando esa misma tía se divorció de Assa y se casó con un católico (qué relajo, ¿no?). El caso es que, según palabras de mi madre, nunca fue más feliz en toda su vida que cuando convivió con los judíos... claro, con sus asegunes, como presenciar el trance de su mejor amiga, Rebecca, cuando sus padres decidieron casarla con su tío. A propósito de esta experiencia, alguna vez yo quise brindarle alojamiento a una amiga mía de la escuela, judía, llamada Layla, que andaba noviando con un católico. Naturalmente sus padres se oponían y ella quería escaparse. Cuando le plantee a mi mamá la posibilidad de que Layla se quedara con nosotros, reaccionó como judía (a pesar de no serlo): "¿Cómo te atreves a querer pasar por encima de la voluntad de los padres de esa muchacha?, hay que ser respetuosos de todas las creencias y tradiciones... no quiero ver aquí a esa muchacha".


Así de rotunda, ella, que siempre servía de mediadora entre mis amigas y sus madres.


Mi madre, pues, es católica, pero medio judía. Es experta en cocina kosher, conoce algunas frases y recuerda con mucho cariño y nostalgia a sus amigos, aunque cada Día de Muertos levante su altar, como buena católica. Juntas hemos llorado viendo fotos del Holocausto.... cuando en primero de secundaria me dejaron un trabajo sobre la Segunda Guerra Mundial, compramos un libro de tapas duras, rojas, muy lindo... pero cuando lo abrimos y vimos todas aquellas fotos de cadáveres apilados... mi madre y yo lloramos abrazadas, y quemamos el libro apenas quedó listo el trabajo escolar.


Que la mayoría de mis amigos sean judíos no es, creo, casualidad. Me gusta estar con ellos, lo traigo en la sangre... me he interesado por su arte, por sus películas, por su literatura -Isaac Bashevis Singer es uno de mis más amados autores... a Amos Oz, sinceramente no lo conozco tan bien-; me parecen personas grandiosas, de espíritu, de intelecto, de todo. Amigos árabes tengo pocos... si acaso una muy querida amiga hija de libanés. Pero igual me interesa la cultura árabe, particularmente la música.


¿Y a qué viene todo esto?


A que en lo último que pensé cuando empecé a manifestar abiertamente mi repudio por las acciones de Israel contra una población civil indefensa, fue justamente en ellos: mis amigos judíos.


La primera en saltar furiosa cuando alguien insinúa que "los judíos" son los causantes de lo que ocurre en Gaza, soy yo. No puedes culpar a todo un pueblo por las decisiones tomadas por un grupúsculo de canallas. Y el canalla no tiene ni patria ni religión... ni siquiera nombre propio. Es un canalla y un asesino. Los que están masacrando a los niños palestinos no son judíos... no son israelíes... son monstruos... ¡punto!


Estoy convencidísima de que la mayoría de los israelíes están tan indignados por esta carnicería como la mayor parte del mundo. Por eso me ha sorprendido mucho advertir reacciones del todo fuera de lugar en amigos y conocidos judíos que asumen el repudio contra lo que sucede en Gaza como una ofensa personal. Entiendo... por supuesto que entiendo, no faltará el imbécil que quieran inculpar a los judíos de esta barbarie. El antisemitismo es otro cáncer a vencer... un odio irracional que, por irracional, solo puede provenir de descerebrados, de estúpidos.
Sin embargo, las reacciones de algunos conocidos judíos me han dejado estupefacta... furiosa, en algunos casos. No hace mucho recibí un correo electrónico -omitiré nombres y circunstancias - donde solicitaban mi firma para exigir la expulsión de un diario de un líder de opinión de origen libanés... porque escribió que el gobierno Israelí estaba matando palestinos. ¡Como si no fuera cierto, caray! Naturalmente no firmé, y no firmé, en primer lugar, porque defiendo la libertad de expresión con uñas y dientes... en segundo porque este señor ni siquiera se refería de manera ofensiva a la comunidad judía: realizaba un análisis sobre lo que él denomina "sionismo financiero"


Yo, desde aquí, manifiesto mi total solidaridad con mis amigos judíos que se han sentido injustamente atacados a causa de este genocidio que no han promovido ni propiciado, que, estoy segura, les duele tanto como a mí... como a la gran mayoría del mundo. Y para mis amigos judíos que han hecho suyo el dolor de los palestinos, solo puedo decirles que los amo, admiro y respeto más que antes.


Pero también me solidarizo con las víctimas del genocidio.... hago patente mi repudio por lo que están haciendo contra una comunidad de inocentes... grito cada vez que miro esas fotos de niños destrozados, que podrían ser los hijos de cualquiera de nosotros, no importando fe ni raza..., atacados en las escuelas, en los hospitales... levanto mi puño contra una guerra que no es guerra, que es carnicería, que es vileza, que es cobardía sin nombre, el acto más deleznable y espantoso desde Hiroshima. Nadie, ningún ser inteligente y sensible, de la nacionalidad que sea, puede estar conforma con esto...
Ningún ser humano puede quedarse impávido ante estas imágenes...