He aquí la versión cuentística del monólogo teatral Electra masacrada, incluido en el libro Sueños de Lot, Premio Nacional de Cuento Efraín Huerta 2006 (Porrúa, 2007)
Vocación de Electra
Las colchas exhiben un borrón del nombre del hotel: Niza. La N vuelta A sin rayita; la Z una L volteada; dos estrellas y un tercio; persianas torcidas —espía el sol por un recoveco —, aire acondicionado (lo enciendo), el baño invitándome a dejar ahí mi porquería; y ese olor que me recuerda a ti: desinfectante. Acostumbro llegar una hora antes que tú. Darme una ducha y recibirte enfundada en la túnica que improviso con una toalla, treta no tan sutil para convencerte de mi natural patetismo. No corro cortinas. Prendo la radio integrada al televisor, vetusta caja de Pandora. La trémula voz de niña violada de Sinead O´Connor inunda el recinto y avanzo, contorsionándome, ante el espejo tras la puerta de la que cuelga el reglamento del hotel (soy la única que se toma la molestia de informarse sobre la ubicación de las salidas de emergencia) al tiempo que enciendo un cigarrillo, quemándome los dedos. Fumar no es mi fuerte. Bailar, menos.
Mi madre me recriminaba todo el tiempo que pisara a sus amigos.
Empiezo a desvestirme, despacito, insinuante, mientras recuerdo como, al verme llegar al ensayo con mi nuevo corte de cadete, te arrojaste sobre mí como queriéndome matar. Un día antes me habías echado en cara mi cobardía por no sacrificar mi vanidad al escenario. Menos mal y no mencionaste mis redondos ojos verdes pues, con tal de demostrarte de lo que soy capaz, habría repetido la hazaña de Edipo (idiotita. Idiota). Las mujeres del coro han de lucir largas y brillantes cabelleras sobre diáfanas túnicas, y ni entre las rubias ruinas de mi pelo me encontraste digna de ser Electra, desquiciada por la muerte de su padre; envuelta en harapos para exhibir ante su progenitora su condición miserable. Dijiste que agradeciera que no me echaras de la obra y me permitieras en cambio llevar peluca (horrible, por cierto). Nuestra puesta es una perfecta amalgama de las dos Electras. La de Sófocles, hermosa y sufriente princesa en medio del patetismo de sus parlamentos; la de Eurípides, terriblemente lúcida pese a sus costras de mugre, así que decidiste fundir ambas, porque todas las mujeres, dijiste, tienen el poder de ser horribles o hermosas a capricho. Pero por más que intento hacerte ver que soy perfecta, que nadie comprende mejor el odio de Electra, sigues empeñado en que tu mujer, primera actriz de la compañía, pasada ya de edad para el personaje, es quien puede sacarlo adelante. ¿Qué puede saber tu exitosa mujercita, niña mimada, de que le arrebaten lo que más ama en el mundo? Ella estaría mejor, ¡perfecta!, como la veleidosa y traidora Clitemnestra... ¡Y yo gozaría viendo a mi hermano, Orestes, matarla!
La tina está deshabilitada, resquebrajado adorno, por fortuna. Apenas fluye agua por la tubería, afanosa como la tos que rasga mis pulmones. Fría. Jamás me metería en una bañera rebosante de espuma, de inmediato la vería teñirse con las sangres de mi madre y su amante. Dejo al chorro desplomarse sobre mi cabeza. Me ducho veloz, sin demorarme en contar mis costillas, cada vez más lastimadas por el diario ejercicio de vomitar. Cierro los ojos para no ver los sórdidos corazones sobre la cal expuesta.
3:30. Enciendo el televisor: Clinton ha sido reelegido presidente de los Estados Unidos. La política me importa un bledo pero dejo las noticias y me siento a la orilla de la cama para aplicarme crema en las piernas. Largas y esbeltas. Te enoja que sean tan descoloridas, mas no puedes negar que te gusta tenerlas alrededor de tu cintura, ¿verdad? Por algo me has convertido en tu amante... Aunque, ¿es factible adjudicarse tamaña jerarquía cuando únicamente nos revolcamos una vez al mes, mientras que el resto me tiranizas?... Pienso en las demás actrices de la compañía... Gina te coquetea descaradamente. Quisiera matarla, mientras que a tu mujercita, tan segura de sí, le causa gracia... Amelia te come con los ojos, pero su trato hacia ti es formal. Pudiera estar disimulando. Mosquita muerta. ¿Te las arreglarás para acostarte con ellas, de manera que ni yo ni tu mujercita nos demos por enteradas?
El espejo me devuelve otra imagen de mí. Parezco niña jugando al teatro; larga y dispareja toalla anudada al hombro. Enorme sello del hotel Niza cual escudo imperial. Un día mamá me sorprendió caracterizando a Ofelia frente al espejo de mi cuarto. Yo acababa de ver el Hamlet de Laurence Olivier en televisión y había memorizado los parlamentos de Lilian Gish. Ya tenía trece años (¡qué rápido pasa el tiempo…!)
¡Qué tierna!, canturreó mamá de pronto, apoyándose en el quicio de la puerta para no caerse de borracha, ¡vengan a ver la hija que tengo!, ¡qué Sarah Bernhardt ni qué putas madres…!, y en el acto una muchedumbre de intoxicados semblantes se amotinaron en el umbral de mi intimidad como en torno a la jaula de un animal exótico, aullando de excitación al verme con la improvisada túnica (una sábana en realidad) y nada debajo; la trenza sembrada de flores secas, muertas de vergüenza.
Expuestos mis pechos en botón por la transparencia de la sábana…
Fue la primera vez que vi a Moisés. Su cabeza destacaba entre el resto. Alto y fornido, tirando a gordo. Panzón. No era el único entre aquellos varones y hembras que me miraba con lujuria, pero debí advertir en su enfermiza mirada la intención de poseerme a la mala.
Una noche, aprovechando el apogeo de uno de tantos bacanales, se infiltró en mi cuarto. Yo no dormía, por supuesto. ¿Cómo, en medio del desgarrante balido del carnero sacrificado en ese instante? Estaba cubierta hasta la cabeza, tapándome los oídos. Moisés me tomó por sorpresa. Tal era mi afán por no escuchar que no supe en que momento se deslizó bajo las sábanas y tapó mi boca. Lo peor no fue que me violara sino que, al percatarse de que no era el primero, me apaleara hasta dejarme inconsciente. ¡Te creí distinta a tu madre!, fue su reproche, repetido hasta la saciedad mientras me azotaba con la hebilla de su inmenso cinturón de gordo. Nunca volvió a tocarme. Pero me agarró tirria.
3:50. Estoy acostada, contemplo mi imagen en el espejo del techo. Ofelia se ha arrancado la trenza y sólo hay una cabecita rapada sobre la almohada. Siempre que estás por llegar se abisma el vacío en mi estómago y me entran ganas de llorar. La posibilidad de que no vengas es grande. Cada vez más. Apenas ayer besaste a tu mujer frente a mí y a toda la compañía. Tía Coraima me vio llegar rara, y como siempre que me ve rara empezó a chingar con que viera al cura antes de que se me volviera a meter el diablo. No me odia. Si me odiara, supongo, no aceptaría tenerme por única compañía. Hace dos años cumplí la mayoría de edad y no le ha dado aún por echarme. Qué divertido. Mientras mamá se estancaba en los veintinueve años, su gemela exhibía ya calvicie, artritis y mala dentadura. Tía Coraima prefirió no casarse porque su papel en la vida era ser el desmentido de mi madre. Gritar a los cuatro vientos que era Gemela de la Mujer más Sexy y hacer que se rieran de ella, de mamá. Tacaña como ella sola, ni siquiera paga una criada. Yo me hago cargo de los deberes domésticos a cambio de techo, comida y estudios —quien lo dijera que terminaría estudiando Derecho, yo—, en pocas palabras, nos somos útiles una a la otra. No sabe lo del teatro. Para justificar ausencias y tardanzas tengo que estarme sacando chanzas de la manga. Le da miedo que pueda andar en estas cosas de la artisteada, que me vuelva como mi madre. No puede entender que lo que yo hago es teatro serio, nada que ver con lo que hacía mamá. Ya me advirtió, que si salgo con un domingo siete me pone de patitas en la calle. Jamás me ha conocido novio, no porque se los haya escondido sino porque no los he querido tener.
Tú eres otra cosa.
El otro día, buscando un vestido antiguo en la cómoda de tía Coraima, encontré un dildo. ¿Te das cuenta? Sentí un poco de asco al imaginarlo incrustado en su doncellez pútrida, pero después me eché a reír: entendí de pronto de donde provenían ese raro zumbido y los suspiritos ahogados que escuchaba por las noches. Ojalá yo pudiera conformarme con tan poco...
"¿Tal es tu necesidad de convencerte de que soy real?".
Me enderezo de súbito. Sus sesgados ojos verdes emboscan los míos, me miran fijamente. Sin rencores. Con ternura. Con lascivia. El hermoso rostro de mi madre, perfeccionado por el bisturí y enmarcado de una sedosa cabellera rubia. Hasta su color de pelo era falso, no como el mío. Era lo único que me envidiaba: que fuera rubia natural. Nunca veo televisión más que cuando vengo aquí, y supongo que tía Coraima cambia rápidamente de canal cuando se hace una mínima referencia al asunto. La veo y no lo creo. Sus compañeros de escena la manosean sin recato, como en la vida real. No puedo soportar verla desnuda, no de nuevo. Apago el televisor, el corazón desbocado. Es grotesco que transmitan sus películas después de lo ocurrido…
4:10. Ni el escenario me apasiona tanto como tú, particularmente porque los papeles que me hubieran gustado se los cedes a tu mujercita. Puedo resistir no interpretar a María Estuardo, pero si te pierdo no tendrá sentido mi vida, volvería a ser niña a merced de su madre puta y sus degenerados amigos. Sola. No ha sido fácil sobrevivir a los recuerdos. Sobrevivir a tu desamor, imposible. 4:15. Alguna vez dijiste que la nuestra sería "nuestra aventura para siempre". Quiero decir, lo dijiste cuando decías algo. Cómo pronunciar el beso que me robaste tras bambalinas, mientras tu mujercita, caracterizada de Juana de Arco, agradecía la ovación del público. Yo interpretaba a una doncella de la corte del rey Carlos. La compañía estaba lo bastante absorta en la actriz, menuda y elegante, como para reparar en tu arrebato. Sentir tus labios en los míos me transportó al instante de mi única entrega voluntaria. La primera. Mis lágrimas han humedecido la almohada que de pronto ya no huele a ti sino a muerte. Ofelia henchida de agua, morada. Podrida su corona nupcial. 4:20.
Extraigo mi antídoto de la mochila: una navaja curva. Pudiera emular a otra de mis heroínas favoritas: Madame Butterfly, que tu mujercita caracterizó cubriendo su insípida cabecita con una negra peluca tiesa de laca. Ella sí tiene la constitución delicada de las mujeres de Oriente, me dijiste... Ah, y baila con encanto y refinamiento, condición indispensable para la actriz que interprete tan privilegiado papel. Abandonada, se encaja una daga en el vientre al recordar que su padre, muerto en la misma forma, había dicho que cuando se ha vivido sin honor, lo único que puede pedirse es una muerte con honor. Y yo he vivido deshonrada.
Acerco la navaja a mi vena. Tiembla el pulso…
Me asalta a tarde en que regresé de la secundaria acarreando una pena en la mochila. Me acosaban con preguntas en la escuela; mis amigos, los maestros, el prefecto; se habían percatado de que algo me ocurría, de que gritaba socorro con los ojos. Así lo declararon en los diarios. Casi no hablaba ni comía. La tarde aquella me sentía bomba de tiempo dispuesta a estallar. El rumor de la risa materna me recibió en la puerta como un soplo fétido. La grasosa risa de Moisés se confundió con la de ella. Sentí deseos de vomitar. Estaban en el piso de arriba, en el baño. Nunca tuvieron precaución de que no los viera. Un par de veces los sorprendí cogiendo, una en la cocina, otra en la habitación que alguna vez compartiera mi madre con mi padre. Tanto en una ocasión como en la otra, mi madre no percibió mi proximidad. Moisés sí. Deduje que era justo lo que quería: que lo viera montar a mi madre como a una perra mientras le azotaba la grupa. Arrojé lejos la mochila y bajé corriendo al sótano. No a esconderme como solía. Papá nunca regresó por su colección de escopetas ni por mí a pesar de lo prometido. Estaban justo donde las dejó, cubiertas de moho y telarañas. Él me había enseñado a tirar cuando yo tenía siete años recién cumplidos y éramos un ser indivisible. A esa edad ya había matado de un sólo tiro a varios pájaros y liebres… a un gato incluso, sin querer. Tomé el arma con una familiaridad que hasta a mí misma me sorprendió. No había vuelto a tocarla desde que papá se fue.
Corté cartucho: estaba cargada.
Al cabo de un rato la policía encontró a una niña con uniforme de secundaria federal, en posición fetal junto a la tina de mármol azul donde los amantes naufragaban en su sangre. Fui detonadora de compasión y mesas redondas sobre maltrato infantil. La sociedad se conmovió hasta el llanto con la historia de la chiquilla que, sistemáticamente violada por el amante de su madre, entregada por la misma a una jauría de viciosos, había cobrado venganza. Me convertí en heroína. Electra y Juana de Arco en una. Mi cabeza no rodó como la de María Estuardo, antes bien, fue coronada como la de una santa, aunque meses después me olvidaran. Estuve sólo dos años en la clínica, como pomposamente la llamabas. Fue la actuación de mi vida. Afuera, mi público me ovacionaba, ¡Te queremos! ¡Te queremos! Lástima, te perdiste la mejor parte, porque cuando reapareciste en aquel cuarto soleado e inundado de los peluches que me hacían llegar mis admiradores, mi público, cargando uno más entre tus brazos, ya había hecho de este mundo mi escenario...
— ¡Ifigenia!— susurras del otro lado de la puerta, tocando con suavidad— ¿Sigues ahí…?
Mi nombre me espabila. El nombre que me diste en honor a tu heroína predilecta, qué ironía, la que fue sacrificada por su propio padre —el mismo de Electra, ni más ni menos— a los dioses. Mi madre y sus amistades me lo cambiaron por un insípido "Jenny" que, aseguraban, me iba mejor. Jenny Couto, me llamaron los periódicos: el apellido materno. ¡Te queremos, Jenny, te queremos! Para los programas de mano soy Ifigenia Ramson. Ni siquiera escuché tus pasos. Siempre lo mismo. Sigiloso, como buen depredador. Tu respiración entrecortada me hace ver que has subido a galope las escaleras: se te ha hecho tarde; el tráfico o qué se yo: tus excusas son el aire que respiro.
Retrocede el filo sobre mi vena...
Las colchas exhiben un borrón del nombre del hotel: Niza. La N vuelta A sin rayita; la Z una L volteada; dos estrellas y un tercio; persianas torcidas —espía el sol por un recoveco —, aire acondicionado (lo enciendo), el baño invitándome a dejar ahí mi porquería; y ese olor que me recuerda a ti: desinfectante. Acostumbro llegar una hora antes que tú. Darme una ducha y recibirte enfundada en la túnica que improviso con una toalla, treta no tan sutil para convencerte de mi natural patetismo. No corro cortinas. Prendo la radio integrada al televisor, vetusta caja de Pandora. La trémula voz de niña violada de Sinead O´Connor inunda el recinto y avanzo, contorsionándome, ante el espejo tras la puerta de la que cuelga el reglamento del hotel (soy la única que se toma la molestia de informarse sobre la ubicación de las salidas de emergencia) al tiempo que enciendo un cigarrillo, quemándome los dedos. Fumar no es mi fuerte. Bailar, menos.
Mi madre me recriminaba todo el tiempo que pisara a sus amigos.
Empiezo a desvestirme, despacito, insinuante, mientras recuerdo como, al verme llegar al ensayo con mi nuevo corte de cadete, te arrojaste sobre mí como queriéndome matar. Un día antes me habías echado en cara mi cobardía por no sacrificar mi vanidad al escenario. Menos mal y no mencionaste mis redondos ojos verdes pues, con tal de demostrarte de lo que soy capaz, habría repetido la hazaña de Edipo (idiotita. Idiota). Las mujeres del coro han de lucir largas y brillantes cabelleras sobre diáfanas túnicas, y ni entre las rubias ruinas de mi pelo me encontraste digna de ser Electra, desquiciada por la muerte de su padre; envuelta en harapos para exhibir ante su progenitora su condición miserable. Dijiste que agradeciera que no me echaras de la obra y me permitieras en cambio llevar peluca (horrible, por cierto). Nuestra puesta es una perfecta amalgama de las dos Electras. La de Sófocles, hermosa y sufriente princesa en medio del patetismo de sus parlamentos; la de Eurípides, terriblemente lúcida pese a sus costras de mugre, así que decidiste fundir ambas, porque todas las mujeres, dijiste, tienen el poder de ser horribles o hermosas a capricho. Pero por más que intento hacerte ver que soy perfecta, que nadie comprende mejor el odio de Electra, sigues empeñado en que tu mujer, primera actriz de la compañía, pasada ya de edad para el personaje, es quien puede sacarlo adelante. ¿Qué puede saber tu exitosa mujercita, niña mimada, de que le arrebaten lo que más ama en el mundo? Ella estaría mejor, ¡perfecta!, como la veleidosa y traidora Clitemnestra... ¡Y yo gozaría viendo a mi hermano, Orestes, matarla!
La tina está deshabilitada, resquebrajado adorno, por fortuna. Apenas fluye agua por la tubería, afanosa como la tos que rasga mis pulmones. Fría. Jamás me metería en una bañera rebosante de espuma, de inmediato la vería teñirse con las sangres de mi madre y su amante. Dejo al chorro desplomarse sobre mi cabeza. Me ducho veloz, sin demorarme en contar mis costillas, cada vez más lastimadas por el diario ejercicio de vomitar. Cierro los ojos para no ver los sórdidos corazones sobre la cal expuesta.
3:30. Enciendo el televisor: Clinton ha sido reelegido presidente de los Estados Unidos. La política me importa un bledo pero dejo las noticias y me siento a la orilla de la cama para aplicarme crema en las piernas. Largas y esbeltas. Te enoja que sean tan descoloridas, mas no puedes negar que te gusta tenerlas alrededor de tu cintura, ¿verdad? Por algo me has convertido en tu amante... Aunque, ¿es factible adjudicarse tamaña jerarquía cuando únicamente nos revolcamos una vez al mes, mientras que el resto me tiranizas?... Pienso en las demás actrices de la compañía... Gina te coquetea descaradamente. Quisiera matarla, mientras que a tu mujercita, tan segura de sí, le causa gracia... Amelia te come con los ojos, pero su trato hacia ti es formal. Pudiera estar disimulando. Mosquita muerta. ¿Te las arreglarás para acostarte con ellas, de manera que ni yo ni tu mujercita nos demos por enteradas?
El espejo me devuelve otra imagen de mí. Parezco niña jugando al teatro; larga y dispareja toalla anudada al hombro. Enorme sello del hotel Niza cual escudo imperial. Un día mamá me sorprendió caracterizando a Ofelia frente al espejo de mi cuarto. Yo acababa de ver el Hamlet de Laurence Olivier en televisión y había memorizado los parlamentos de Lilian Gish. Ya tenía trece años (¡qué rápido pasa el tiempo…!)
¡Qué tierna!, canturreó mamá de pronto, apoyándose en el quicio de la puerta para no caerse de borracha, ¡vengan a ver la hija que tengo!, ¡qué Sarah Bernhardt ni qué putas madres…!, y en el acto una muchedumbre de intoxicados semblantes se amotinaron en el umbral de mi intimidad como en torno a la jaula de un animal exótico, aullando de excitación al verme con la improvisada túnica (una sábana en realidad) y nada debajo; la trenza sembrada de flores secas, muertas de vergüenza.
Expuestos mis pechos en botón por la transparencia de la sábana…
Fue la primera vez que vi a Moisés. Su cabeza destacaba entre el resto. Alto y fornido, tirando a gordo. Panzón. No era el único entre aquellos varones y hembras que me miraba con lujuria, pero debí advertir en su enfermiza mirada la intención de poseerme a la mala.
Una noche, aprovechando el apogeo de uno de tantos bacanales, se infiltró en mi cuarto. Yo no dormía, por supuesto. ¿Cómo, en medio del desgarrante balido del carnero sacrificado en ese instante? Estaba cubierta hasta la cabeza, tapándome los oídos. Moisés me tomó por sorpresa. Tal era mi afán por no escuchar que no supe en que momento se deslizó bajo las sábanas y tapó mi boca. Lo peor no fue que me violara sino que, al percatarse de que no era el primero, me apaleara hasta dejarme inconsciente. ¡Te creí distinta a tu madre!, fue su reproche, repetido hasta la saciedad mientras me azotaba con la hebilla de su inmenso cinturón de gordo. Nunca volvió a tocarme. Pero me agarró tirria.
3:50. Estoy acostada, contemplo mi imagen en el espejo del techo. Ofelia se ha arrancado la trenza y sólo hay una cabecita rapada sobre la almohada. Siempre que estás por llegar se abisma el vacío en mi estómago y me entran ganas de llorar. La posibilidad de que no vengas es grande. Cada vez más. Apenas ayer besaste a tu mujer frente a mí y a toda la compañía. Tía Coraima me vio llegar rara, y como siempre que me ve rara empezó a chingar con que viera al cura antes de que se me volviera a meter el diablo. No me odia. Si me odiara, supongo, no aceptaría tenerme por única compañía. Hace dos años cumplí la mayoría de edad y no le ha dado aún por echarme. Qué divertido. Mientras mamá se estancaba en los veintinueve años, su gemela exhibía ya calvicie, artritis y mala dentadura. Tía Coraima prefirió no casarse porque su papel en la vida era ser el desmentido de mi madre. Gritar a los cuatro vientos que era Gemela de la Mujer más Sexy y hacer que se rieran de ella, de mamá. Tacaña como ella sola, ni siquiera paga una criada. Yo me hago cargo de los deberes domésticos a cambio de techo, comida y estudios —quien lo dijera que terminaría estudiando Derecho, yo—, en pocas palabras, nos somos útiles una a la otra. No sabe lo del teatro. Para justificar ausencias y tardanzas tengo que estarme sacando chanzas de la manga. Le da miedo que pueda andar en estas cosas de la artisteada, que me vuelva como mi madre. No puede entender que lo que yo hago es teatro serio, nada que ver con lo que hacía mamá. Ya me advirtió, que si salgo con un domingo siete me pone de patitas en la calle. Jamás me ha conocido novio, no porque se los haya escondido sino porque no los he querido tener.
Tú eres otra cosa.
El otro día, buscando un vestido antiguo en la cómoda de tía Coraima, encontré un dildo. ¿Te das cuenta? Sentí un poco de asco al imaginarlo incrustado en su doncellez pútrida, pero después me eché a reír: entendí de pronto de donde provenían ese raro zumbido y los suspiritos ahogados que escuchaba por las noches. Ojalá yo pudiera conformarme con tan poco...
"¿Tal es tu necesidad de convencerte de que soy real?".
Me enderezo de súbito. Sus sesgados ojos verdes emboscan los míos, me miran fijamente. Sin rencores. Con ternura. Con lascivia. El hermoso rostro de mi madre, perfeccionado por el bisturí y enmarcado de una sedosa cabellera rubia. Hasta su color de pelo era falso, no como el mío. Era lo único que me envidiaba: que fuera rubia natural. Nunca veo televisión más que cuando vengo aquí, y supongo que tía Coraima cambia rápidamente de canal cuando se hace una mínima referencia al asunto. La veo y no lo creo. Sus compañeros de escena la manosean sin recato, como en la vida real. No puedo soportar verla desnuda, no de nuevo. Apago el televisor, el corazón desbocado. Es grotesco que transmitan sus películas después de lo ocurrido…
4:10. Ni el escenario me apasiona tanto como tú, particularmente porque los papeles que me hubieran gustado se los cedes a tu mujercita. Puedo resistir no interpretar a María Estuardo, pero si te pierdo no tendrá sentido mi vida, volvería a ser niña a merced de su madre puta y sus degenerados amigos. Sola. No ha sido fácil sobrevivir a los recuerdos. Sobrevivir a tu desamor, imposible. 4:15. Alguna vez dijiste que la nuestra sería "nuestra aventura para siempre". Quiero decir, lo dijiste cuando decías algo. Cómo pronunciar el beso que me robaste tras bambalinas, mientras tu mujercita, caracterizada de Juana de Arco, agradecía la ovación del público. Yo interpretaba a una doncella de la corte del rey Carlos. La compañía estaba lo bastante absorta en la actriz, menuda y elegante, como para reparar en tu arrebato. Sentir tus labios en los míos me transportó al instante de mi única entrega voluntaria. La primera. Mis lágrimas han humedecido la almohada que de pronto ya no huele a ti sino a muerte. Ofelia henchida de agua, morada. Podrida su corona nupcial. 4:20.
Extraigo mi antídoto de la mochila: una navaja curva. Pudiera emular a otra de mis heroínas favoritas: Madame Butterfly, que tu mujercita caracterizó cubriendo su insípida cabecita con una negra peluca tiesa de laca. Ella sí tiene la constitución delicada de las mujeres de Oriente, me dijiste... Ah, y baila con encanto y refinamiento, condición indispensable para la actriz que interprete tan privilegiado papel. Abandonada, se encaja una daga en el vientre al recordar que su padre, muerto en la misma forma, había dicho que cuando se ha vivido sin honor, lo único que puede pedirse es una muerte con honor. Y yo he vivido deshonrada.
Acerco la navaja a mi vena. Tiembla el pulso…
Me asalta a tarde en que regresé de la secundaria acarreando una pena en la mochila. Me acosaban con preguntas en la escuela; mis amigos, los maestros, el prefecto; se habían percatado de que algo me ocurría, de que gritaba socorro con los ojos. Así lo declararon en los diarios. Casi no hablaba ni comía. La tarde aquella me sentía bomba de tiempo dispuesta a estallar. El rumor de la risa materna me recibió en la puerta como un soplo fétido. La grasosa risa de Moisés se confundió con la de ella. Sentí deseos de vomitar. Estaban en el piso de arriba, en el baño. Nunca tuvieron precaución de que no los viera. Un par de veces los sorprendí cogiendo, una en la cocina, otra en la habitación que alguna vez compartiera mi madre con mi padre. Tanto en una ocasión como en la otra, mi madre no percibió mi proximidad. Moisés sí. Deduje que era justo lo que quería: que lo viera montar a mi madre como a una perra mientras le azotaba la grupa. Arrojé lejos la mochila y bajé corriendo al sótano. No a esconderme como solía. Papá nunca regresó por su colección de escopetas ni por mí a pesar de lo prometido. Estaban justo donde las dejó, cubiertas de moho y telarañas. Él me había enseñado a tirar cuando yo tenía siete años recién cumplidos y éramos un ser indivisible. A esa edad ya había matado de un sólo tiro a varios pájaros y liebres… a un gato incluso, sin querer. Tomé el arma con una familiaridad que hasta a mí misma me sorprendió. No había vuelto a tocarla desde que papá se fue.
Corté cartucho: estaba cargada.
Al cabo de un rato la policía encontró a una niña con uniforme de secundaria federal, en posición fetal junto a la tina de mármol azul donde los amantes naufragaban en su sangre. Fui detonadora de compasión y mesas redondas sobre maltrato infantil. La sociedad se conmovió hasta el llanto con la historia de la chiquilla que, sistemáticamente violada por el amante de su madre, entregada por la misma a una jauría de viciosos, había cobrado venganza. Me convertí en heroína. Electra y Juana de Arco en una. Mi cabeza no rodó como la de María Estuardo, antes bien, fue coronada como la de una santa, aunque meses después me olvidaran. Estuve sólo dos años en la clínica, como pomposamente la llamabas. Fue la actuación de mi vida. Afuera, mi público me ovacionaba, ¡Te queremos! ¡Te queremos! Lástima, te perdiste la mejor parte, porque cuando reapareciste en aquel cuarto soleado e inundado de los peluches que me hacían llegar mis admiradores, mi público, cargando uno más entre tus brazos, ya había hecho de este mundo mi escenario...
— ¡Ifigenia!— susurras del otro lado de la puerta, tocando con suavidad— ¿Sigues ahí…?
Mi nombre me espabila. El nombre que me diste en honor a tu heroína predilecta, qué ironía, la que fue sacrificada por su propio padre —el mismo de Electra, ni más ni menos— a los dioses. Mi madre y sus amistades me lo cambiaron por un insípido "Jenny" que, aseguraban, me iba mejor. Jenny Couto, me llamaron los periódicos: el apellido materno. ¡Te queremos, Jenny, te queremos! Para los programas de mano soy Ifigenia Ramson. Ni siquiera escuché tus pasos. Siempre lo mismo. Sigiloso, como buen depredador. Tu respiración entrecortada me hace ver que has subido a galope las escaleras: se te ha hecho tarde; el tráfico o qué se yo: tus excusas son el aire que respiro.
Retrocede el filo sobre mi vena...