Enfermos de miedo: Más sobre el caso ABC

Vanessa De La Torre( madre y enfermera )
Por: Silvia Núñez Esquer
Revista proceso

La disyuntiva más grande en la vida de Vanessa De La Torre se presentó el pasado 5 de junio pasado, cuando una gran masa de humo espeso y negro golpeó su vista al abrir la puerta que va del filtro de la guardería ABC, hacia la sala de usos múltiples y comedor. Pensó mil cosas en ese momento, pero una fue la que privilegió en su decisión: “Tengo otro niño, no puedo exponer mi vida”. Decidió retroceder y pedir ayuda, pues sabía que su hijo Luis Gabriel estaba adentro, tal vez sin vida. Vanessa no fue de las madres a quienes la tragedia les llegó por teléfono. Ese día salió más temprano de su trabajo y, además, le dieron raite. Llegó a las tres de la tarde a la guardería, tres cuartos de hora antes de lo acostumbrado, justo en el punto máximo del incendio. Desde su trabajo se veía la nube de humo negro y denso, como cuando se queman llantas o plásticos, y se preguntó “¿Qué se estará quemando?”. En la esquina, bajó del carro y caminó hacia la guardería, mientras trataba de sacar conclusiones sobre la nube de humo negra que avistaba a la distancia: “Debe ser la llantera, se va a pasar a la guardería”, y aceleró el paso en una desesperada carrera para descartar su suposición.
Conforme se acercaba a su destino, se alejaba también la tranquilidad. Su vida ya no fue la misma, pues encontró el futuro de México en llamas, pero también la puerta libre para entrar y con ello la posibilidad de salvar a su hijo. “Puede ser que me meta, pero ¿qué saco si de todas maneras no voy a ver al niño de tan espeso que está el humo?”, razonó. Escuchaba a su lado sólo las voces desesperadas de adultos, intentando, en vano, salvar a los pequeños atrapados y por eso concluye que las niñas y niños “ya estaban todos desmayados”. Lo más duro de asumir era imaginar el dolor que estaría sintiendo su bebé de un año cuatro meses. Entre llantos recibió la noticia de que había niños a salvo en una casa vecina, pero nadie tenía una lista. Entre lágrimas, Vanessa pasó un rato viendo pasar niñas y niños en brazos, pero no parecían los mismos que a diario se veían entrar y salir de la guardería ABC, sino seres lastimados por la lumbre, algunos completamente transformados, “tiznados de la punta a los pies”, irreconocibles, recuerda. Empezó a temblar por una crisis nerviosa, pues se imaginó lo peor, que en cualquier momento vería a su niño salir quemado y sufriendo. Gracias a que Luis Gabriel “era muy mordelón”, una de las maestras lo tenía bien identificado, dice Vanessa.
Fue así que encontró a su hijo parado en una de las casas donde resguardaron a los sobrevivientes, con la mirada ida, sin responder a ninguna pregunta, borrando por mucho tiempo la sonrisa que lo caracterizaba. Traía un solo huarachito, lo que delataba cómo fue que salió, tal vez corriendo o, si tuvo suerte, en los brazos de alguien. Aunque su pierna estaba con quemaduras de tercer grado, lo que más le importaba a Vanessa era que estuviera “completo”. Sin derecho a la salud De esta forma, la mujer, una de las tantas trabajadoras mexicanas que diario inicia su día al amanecer, para finalizar la jornada con la última tarea doméstica de la casa, al anochecer, hoy tiene una tarea más, producto del incendio del 5 de junio: ser enfermera de su hijo y abogada del derecho a la salud de él y de ella misma.
De ser un bebé sano, Luis Gabriel es ahora uno de los sobrevivientes del percance que presenta el cuadro de pulmones inflamados, flemas y trastornos de conducta y sueño. Aunque las cicatrices por las quemaduras en ambas piernas son visibles a un mes del incendio, el hecho de que no haya sido hospitalizado, hoy significa para Vanessa no tener acceso a un apoyo por parte del IMSS. En una modesta casa de la colonia Nuevo Hermosillo, con escasos muebles, al sureste de la ciudad, Vanessa ha recibido la visita de representantes del Seguro Social, quienes sólo van, le preguntan datos y la disuaden de cualquier exigencia hacia las instituciones responsables, entre otras cosas. Vanessa de la Torre es un claro ejemplo de quiénes son las 500 mil mujeres usuarias de guarderías en México. Su primera tarea en el día era llevar a su niño a la guardería ABC, para irse a trabajar inmediatamente en la Carnicería Genpro, pues entraba a las 7 de la mañana.
La empresa para la que labora, ubicada frente a la penitenciaría, asumió una actitud solidaria, por lo cual Luis Gabriel fue atendido profesionalmente en forma particular y su madre goza de incapacidad laboral para cuidarlo. Nada qué ver con el Seguro Social, que ha evadido la responsabilidad de la atención y tratamiento para el niño. “Se veía buena guardería”, afirma Vanessa, quien ya había sido usuaria por su hijo mayor, hoy de cinco años. Ella se fijaba en que las instalaciones estaban limpias, la comida era buena y el trato era inmejorable, “pero que no me haya fijado en la seguridad, es otro rollo”, lamenta pensativa. Esta joven mujer de brazos fuertes, que utiliza tanto en la carnicería como para cargar a sus hijos, cuenta que en alguna ocasión reparó en un portón grande y supuso que se abría, pero nunca lo comprobó. Tiempo después sabríamos que el portón de la guardería estaba atorado y una viga atravesada no dejó que se abriera para auxiliar a las niñas y niños. Lamenta no haber entrado algún día a revisar si había extinguidores, o puertas de emergencia, pues nunca se imaginó que pasaría algo así.
De sorpresa en sorpresa Vanessa va de sorpresa en sorpresa. Por un lado la población hermosillense no ha dejado de apoyarla con pañales y leche para el niño, a raíz de una entrevista publicada en un diario local. Otra sorpresa fue la visita de personas que dijeron ir de parte de la Secretaría de Hacienda del gobierno del estado y le llevaron un aparato de refrigeración, lo instalaron y asumieron todos los gastos. Este es un insumo que Vanessa tenía pendiente, recomendado para enfriar el ambiente donde su hijo, hoy con los pulmones afectados, pueda sobrellevar la evolución de su problema respiratorio. Ella piensa que Hacienda se siente responsable, ya que fue en su bodega donde empezó el incendio que afectó la guardería ABC. En su “donación” tuvieron que instalar vidrios de las ventanas, de los que carecía. Vanessa, madre soltera de dos niños, quisiera creer a Marina Borbón, trabajadora social del IMSS que la visitó para decirle que a los niños menores de cuatro años “se les va a pasar el susto”, se les va a olvidar, que sólo los mayores de cuatro se acuerdan, ellos “sí se van a traumar”. Le recomendó que no platique sobre el incendio delante de él y así se le va a olvidar.
Cuando Vanesa le pregunta por qué está tan “chillón”, ella le recomienda que sea fuerte, ya que el niño tiene que ver a una mamá “que no sea temerosa, que no se asusta”. Dice que si el bebé la ve asustada, él se va a asustar. Que si ella tiene ganas de llorar, lo debe hacer fuera de su vista, le tiene que demostrar que es fuerte, debe jugar con él. Así el niño va a crecer seguro, le dice. Pero que si ella le demuestra temor, el niño va a crecer con miedo. Según ella, las mamás que hoy viven con niños sobrevivientes del incendio, deben aguantarse las ganas de llorar y de dar rienda suelta a sus sentimientos, para que no afecten a sus hijas e hijos. Además, le dice la trabajadora que Dios les ha puesto una prueba y que nadie es igual después del 5 de junio. Asume que ella misma no es igual, pues ha estado en contacto con madres y padres afectados por la tragedia. Como si Vanessa y las demás madres no hubieran sufrido la terrible vivencia, ella casi le recomienda que agradezca la experiencia del incendio, porque ahora es “una mejor persona” que debe de aprender a entender mejor a los demás, y que dé gracias a Dios de que tiene a su bebé con vida.
Le ofreció hacerle una cita con un tanatólogo, y ante la pregunta de Vanessa sobre esa especialidad, le contestó que “era muy bueno que fueran con él”. Cuando esta madre menciona que es muy difícil ir al IMSS a alguna consulta, porque trabaja todos los días, contundente le responde: “¡Pues ve en tu día de descanso, mija!”. Borbón, quien llegó en una de las ambulancias para traslados programados, mientras pacientes del Seguro Social esperan turno para ser transportados por esas unidades, externa sus recomendaciones basada en suposiciones religiosas. ¿Seguridad social? La joven madre ha tenido que lidiar no sólo con la incapacidad profesional de algunos de los representantes del IMSS, sino con el maltrato del médico familiar que, por ningún motivo, acepta que el pequeño Luis Gabriel está afectado en su sistema respiratorio y requiere atención personalizada de su madre. Por ello le ha negado la incapacidad laboral. Por si fuera poco, se ha quejado ante el director de la Clínica 37 del IMSS de que “la señora lo insultó”, sólo porque con su voz firme y fuerte Vanessa exige que le den incapacidad para cuidar ella misma a su hijo. El director del hospital, de apellido Montesinos, fue quien finalmente le proporcionó esa prestación, sin ningún estudio de por medio, pero no sin antes preguntarle si había insultado al médico. Nada más le ha dado la institución. Luego del 5 de junio, Vanessa de la Torre se ha convertido en una más de las madres afectadas por el incendio de la guardería ABC que hoy luchan por justicia, con miras a que, tarde o temprano, accedan a uno de los más elementales derechos constitucionales: el de la salud.

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HERMOSILLO, Son., 13 de julio (apro-cimac).- Sofía Jeanette Mexía es una de las mujeres cuya vida cambió abruptamente desde el pasado 5 de junio. Un día normal de trabajo se convirtió en la pesadilla que la persigue cada noche que intenta dormir, acto imposible, pues quedó afectada desde esa terrible experiencia.
El techo de lámina de los tres cuartos que conforman la casa donde vive con sus dos hijas y dos hijos, no da tregua, el calor es intenso. El pequeño aparato de refrigeración que compró luego del incendio de la guardería ABC para que su hijo pueda superar las crisis de asma, acrecentadas por la inhalación de humo durante el incendio que cegó la vida de 48 niñas y niños, permanece apagado, en espera de que algún día la “mufa” de la electricidad sustituya los “diablitos” que alimentan la electricidad de la casa.
“La refri” se la recomendó la neumóloga que atendió a Abraham Adrián en el hospital infantil del estado de Sonora; “en el DIF”, dicen todavía las madres al referirse al otrora hospital del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia.
La casa que habita no es suya. “Dame 40 mil pesos y te quedas con la casa”, le dijo el dueño en un intento por terminar ese status de visitante permanente, pues se la prestó para ella y sus hijos. Tal vez en un afán de no alimentar la provocación de que la necesidad haga que esta familia comandada por una mujer decida declararse posesionaria, como ocurre con frecuencia en las invasiones periféricas de Hermosillo.
Sofía Jeannette no cuenta con esa cantidad, no tiene servicio de luz, ni tampoco dinero para tomar la decisión de comprar la casita. Esa pequeña habitación que le ha dado cobijo desde que llegó de Empalme, Sonora, de donde es originaria.
El tinaco también es prestado. Ni siquiera está sobre el techo, sino al frente de la casa, protegido, guarecido de esa orfandad vecinal que, llegada la noche, hace que su casita y la de enseguida, pegada a la suya, las haga convertirse en una isla entre tanta oscuridad, del extenso baldío que las rodea.
Trabaja en Bodega Aurrerá, en el sur de la ciudad. Su horario es de 7 de la mañana a 4 de la tarde; empezó en el departamento de panadería. Luego del incendio y de sus constantes faltas para atender a su bebé de dos años de edad, la reubicaron a intendencia.
Pero eso no le importa, ella quiere trabajar y ganar mil 200 pesos a la quincena, aunque sea para comprar el agua purificada, pagar sus camiones, y proveer de alimentos a sus hijas e hijos.
Es de noche y para llegar hasta su casa, debe caminar desde la parada del transporte público, al menos una cuadra y media rodeada de oscuridad, nada más.
El suyo es el trayecto que muchas de las madres de la guardería ABC debieron recorrer a diario para llevar y traer a sus hijas e hijos al lugar que creían seguro. Es el sur de la ciudad, el extremo, donde las luces citadinas son aquello, lo lejano, lo que nunca han disfrutado, lo que se ve de noche como una esperanza, como un anhelo prohibido, que les hace recordar que la toma de la electricidad todavía está muy lejos.
Nuevo Hermosillo, Las Lomas, La Y Griega, Real del Carmen, Invasión Altares, Piedra Bola, son sólo algunas de las colonias del sur de la ciudad en donde las madres, día a día, confinaban a sus hijos en una de tantas guarderías para trabajar y poder, en algunos casos como en el de Sofía, solas, sin más ayuda que su fuerza de trabajo, la cual comparten entre su empleo regularmente mal remunerado, y las tareas de la casa, darles un mejor porvenir.
Como “madre del incendio”, hoy día se encuentra en el limbo del Seguro Social. Como otras más, Sofía se convirtió también en enfermera de por vida, pues su hijo Abraham Adrián, quedó afectado en su salud respiratoria para toda la vida, según el diagnóstico de la neumóloga que lo atendió en el Hospital Infantil del estado.
Sus noches se reparten entre el despertar súbito, que la hace cuestionarse angustiada si su hijo está vivo o no, y los momentos en que se debe levantar a atender a su hijo que se ahoga con la tos del asma que se incrementó a raíz de la inhalación del humo tóxico de la guardería ABC.
El miedo
El mal físico de su hijo no es lo único que preocupa a Sofía Jeannette. El niño, a quien el Seguro Social no quiere indemnizar, ni dar una pensión de por vida por las afectaciones en su salud, también se le enfermó “de miedo”.
El niño, antes juguetón y “bueno” para dormir, hoy permanece despierto como luchando por no cerrar los ojos y recordar algo que lo tortura y que no lo deja conciliar un sueño tranquilo.
“Se ha vuelto muy estresado, se levanta llorando en la noche gritando: ¡no, no, no!, desde el día del incendio”, describe su madre. Y es que tanto Abraham como su mamá estuvieron ahí cuando se desarrolló la crisis. Uno, despertado violentamente por las maestras para ser rescatado de una muerte inminente, y la otra, por llegar a recogerlo y encontrarse con la escena de la guardería en llamas.
“Nunca me podré olvidar de las escenas que vi, cuando sacaban a niños que se les arrancaba la piel quemada en pedacitos”, afirma con la voz quebrada por las lágrimas que salen sin permiso. Hoy día, dice que el mero hecho de recordar le lastima, es algo que cambiaría si pudiera.
Como muchas mujeres, Sofía Jeanette llegó a la guardería ABC para ser usuaria, motivada por la necesidad de un lugar seguro en donde dejar a su hijo, al no contar con familiares en esta ciudad. Sus demás hijas e hijos son estudiantes de primaria.
Buscó en una y otra guardería, circulando en una bicicleta que después le robaron de su casa, recuerda. La Sedesol fue una de las posibles opciones, pero no tuvo el dinero necesario para conseguir todos los documentos que le pedían. Las particulares cobran más de lo que ella gana en un mes.
El rumbo de la guardería ABC es el mismo de Bodega Aurrerá, por lo que resultó la solución para inscribir a Abraham. Su primera experiencia con guardería fue al llevar a su niño a la del parque industrial, también cercano al sector...
Pero otra vez, el factor económico la hizo cambiar de lugar, pues gastaba mucho en camiones, lo que llevó a buscar otra opción. Desde que tenía un año, el bebé fue cuidado en la guardería que el 5 de junio se convirtió en trampa mortal para unos, y en el verdugo de los pulmones y de la tranquilidad de otros.
Las noticias del incendio le llegaron por el altavoz de su trabajo. Su habitual sonrisa se le congeló a mitad de la tienda, cuando sus compañeros le avisaron de golpe que la guardería de su hijo se estaba quemando.
No recuerda más, pero le cuentan que salió corriendo sin escuchar a nadie. Sólo viene a ella la imagen de un carro, dueño de un claxon que lastimaba los oídos, que después, concluyó, estuvo a punto de atropellarla.
Al llegar nadie le dijo que había niños a salvo, fuera del inmueble en llamas y que se encontraban en una casa vecina, algunos bien, otros no tanto. Lo siguiente fue un estado nebuloso producto de que su presión se bajó a tal grado, que tambaleó, por lo que alguien le dijo que se calmara, y que fuera a ver los niños refugiados en la casa cercana.
Al recibir la noticia de que se los llevaron por intoxicación de humo, sólo dijo desesperada: “No, mi hijo tiene asma, no puede respirar humo, le hace daño”. Su visión en ese momento fue la de madres y padres que regresaban a la guardería gritando “¡No está! ¡No está!, ¿Dónde está?”, lo cual acrecentó su ansiedad y empeoró su crisis de salud.
A su hijo lo había salvado una amiga trabajadora de Banco Azteca que ese día no llevó a su hija a la guardería, pero que al ver el humo se acercó y al divisar al bebé de Sofía, lo tomó y no lo soltó hasta que se lo entregó en sus brazos.
¿Gracias a Dios?
La experiencia le ha traído trastornos que ni con los tranquilizantes que hoy toma, suministrados por el Seguro Social, los ha podido calmar. El presenciar el traslado de niños en brazos de rescatistas, con el rictus inequívoco de la ausencia de vida, la marcó. Es un shock que ahora deberá enfrentar mientras lidia con la enfermedad agravada de su hijo.
El IMSS la tiene muy decepcionada con su actuación, no obstante que ella siempre ha tratado de conseguir trabajos que le proporcionen el servicio médico para ella y para sus hijas e hijos. Los médicos son fatales, dice.
Uno de ellos le preguntó que si estaba enojada, ante su reacción cuando éste le “diagnosticó” que tanto ella como el niño estaban bien. Y cuando ella comentó de su estado emocional, el médico sólo le preguntó que si antes había padecido de los nervios, y le recetó tranquilizantes.
Al preguntar en el módulo de Atención Especializada si como madre afectada tendría derecho al algún tipo de ayuda económica, le respondieron que el apoyo sería sólo para quienes habían perdido a sus hijos, por lo que ella no lo obtendría y que debería “dar gracias a Dios” de que su hijo estaba vivo.
Esa decepción y la frialdad con que el médico del IMSS le hizo la otra pregunta, mirando el monitor de su computadora: “¿A qué viene? El niño no se le quemó”, la impulsó a demandar al Seguro Social.
Sofía se pregunta ¿dónde quedó al apoyo al futuro de México? ¿Dónde está?
Hoy día es una de las madres y padres de la guardería ABC que han entablado la lucha por atención especializada, seguro y pensión de por vida a las instituciones responsables de que tantos, entre ellos su hijo, el antes feliz Abraham Adrián, hoy vivan enfermos de miedo

CAYERON EN EL MAS HONDO DE LOS POZOS

Juan Carlos Rascón Holguín nunca más chocará la palma de su mano contra la de su papá, como lo hacían algunos días al despedirse antes de ser llevado a la guardería ABC. La última vez que lo intentó, en un cuarto de terapia intensiva del Shriners Hospital para niños quemados, Juan Carlos movió milimétricamente un músculo del brazo tratando de responder a la voz de papá que le decía “chócalas” con el fin de hacerlo reaccionar.
Todo el tiempo que estuvo inconsciente, su mamá y su papá le cantaban, le repetían cuánto lo amaban, le hablaban de su hermanita.
El pasado martes 28 de julio no intentó más, con la ayuda del respirador, llenar sus pulmones congestionados de hollín. No se esforzó por jalar aire a través de la tráquea quemada. No pasará otra operación para estrenar una piel nueva que, quizás, otra vez rechazaría. Ni recibirá más fármacos contra el dolor del cuerpo quemado.
Juan Carlos se convirtió en la más reciente víctima mortal del incendio de la guardería ABC, de Hermosillo, la número 49. Falleció a pesar de su empeño por vivir, que dejó admirados a quienes lo atendieron hasta el final.
“El doctor nos dijo: ‘Haga de cuenta que (los niños quemados) cayeron en un pozo muy profundo, y el más hondo de todos: por cada dos pasos que dan para salir, resbalan uno’. Ni un adulto lo hubiera aguantado, pero él va a salir”, dijo Rosa Elia, su mamá, dos días antes de la muerte de su hijo. Ella y su esposo Juan José habían mentalizado que su niño podría seguir, hasta fin de año, en terapia intensiva y pasar otro lapso en rehabilitación.
Era sorprendente cómo el pequeño de tres años y siete meses había logrado escalar aquel “pozo profundo” en el que cayó junto con otros 75 compañeros sobrevivientes del incendio.
En la recepción del Hospital Shriners, antes de la muerte de Juan Carlos, sus padres contaron la historia de su pequeño que, pasadas las 2:30 de la tarde del 5 de junio, dormía una siesta en el salón C-1, pegado al almacén de papeles del Gobierno de Sonora, donde empezó el fuego.
A él lo rescataron de la peste tóxica por uno de los boquetes que los vecinos abrieron ante la falta de salidas de emergencia. Su mamá lo vio pasar disfrazado de hollín, en brazos de un policía que le dio respiración. Iba con los ojos abiertos. Se lo llevaron en una patrulla. Y su madre, en shock, no pudo decir que era su hijo.
Siete horas tardó su vía dolorosa de hospital en hospital, buscándolo. A las 10 de la noche lo encontró. Era otro. La hinchazón por las quemaduras le había transformado los rasgos. Otras mamás aseguraban que Juan Carlos era su hijo, y Rosa Elia argumentaba que era el suyo porque “tenía los dedos chiquitos del pie dobladitos” y tres granitos en la panza que la noche anterior había untado de pomada.
Desde el principio los médicos le dijeron que se convulsionaría por el tóxico acumulado y tanta quemadura. Pero él aguantó esa y más noches, y hasta un vuelo a Estados Unidos que los papás consiguieron después de armar un escándalo ante la prensa, porque los funcionarios del IMSS obstaculizaban su traslado.
“Nos dijeron que lo iban a mandar a Guadalajara; pensamos que a un hospital especializado, pero cuando nos enteramos que era a una clínica del Seguro, dije: ¡claro que no, menos ahí!”, comentó Juan José, el papá treintañero.
La proeza de que hubiera llegado vivo sorprendió tanto a los médicos del Hospital Shriners que felicitaron al personal que lo mantuvo respirando. Pero la admiración mayor era para ese pequeño que se agarró con terquedad de la última hebra de vida y que un mes después de su ingreso pudo abrir los ojos.
“Le ponemos música, películas, le cantamos, le hablamos, le contamos cuentos, le platicamos de su hermana, de su abuelo. Yo siento que sí me contesta, mueve la boquita, los ojos. Dicen los doctores que puede ser algo involuntario, pero siento que sabe que soy yo; hay días que siento que nos ve; a veces intenta mover la manita”, dijo esperanzada Rosa Elia antes de que Juan Carlos se cansara de escalar.
Historia y pesadilla
Esta es una historia sobre los niños y niñas valientes que sobrevivieron al campo de gas tóxico y cielo de lumbre en que se convirtió la guardería, hace casi dos meses. De los bebés que no sabían hablar pero alzaron sus bracitos o la cabecita para pedir ser rescatados.
De los niños que caminaron buscando la salida o se aferraron a una mano adulta y a otros compañeritos para escapar de aquel embudo. De los que fueron despertados bruscamente de la siesta que habían aprendido a dormir tranquilos. De los que tienen pesadillas en las noches o viven a base de calmantes en distintos hospitales.
Trata de los pequeños sobrevivientes que se enfrentaron a la negligencia institucionalizada, al amiguismo y a la corrupción sistémica, de cuyas lesiones nadie se responsabiliza... Varios de ellos tendrán que vestir trajes especiales, hasta que se les regenere la piel, y no volverán a tomar un baño de sol. Por el tóxico que inhalaron, podrían volverse enfermizos.
Catorce de esos niños siguen luchando por su vida en los hospitales. No sólo tienen dañado el cuerpo: su alma también está lastimada. En Sacramento, Héctor Manuel grita dormido que se le está quemando la cara. En Hermosillo, la bebé Dana despierta llorando angustiada. Otros cambiaron sus pesadillas de muerte por historias fantasiosas, como Kevin, que en el Hospital San José decía que evadió el accidente volando sobre una estrella, o Ariadna, en Shriners, quien cuenta que vio una galleta tirada rodeada de fuego.
La ineptitud
El día del incendio fallecieron 26 niños, y 23 que fueron rescatados vivos fueron muriendo más tarde, tanto en México como en Estados Unidos.
Una decena de estos pequeños valientes llegaron al Seguro Social de Guadalajara, dispuestos a dar la pelea, pero se toparon con la impericia y la ineptitud de un médico que quiso solucionar sus quemaduras amputándoles brazos y piernas. Su brutalidad fue atajada por los familiares, que se quejaron ante directivos.
Así lo relatan las mamás dolientes, como la de Juan Israel Fernández Lara, un admirador del Hombre Araña que estaba por cumplir tres años. Dice que aunque ella pidió que a su hijo lo llevaran a Estados Unidos, el avión de pronto se dirigió a Guadalajara, a un hospital aún no inaugurado, donde todavía había albañiles trabajando, donde no permitieron que médicos estadunidenses expertos revisaran a los niños. Su hijo duró sólo tres días.
Cuando terminó de contar la agonía, en una conferencia en la Ciudad de México, la joven madre se quebró en la angustia y dijo: “Él no tenía que morir… era mi tesoro… lo extraño tanto”. El tercer cumpleaños de su bebé lo festejó en el panteón, con la piñata del arácnido que tanto le gustaba.
“En Guadalajara terminaron de rematarlo; el personal no estaba capacitado. Lo bañaron sin avisarnos y le dio un paro. Nosotros, con nuestro dolor infinito, y allá nos trataron como animales, nos mandaron a dormir a la calle. A Juanito nos lo dieron en una caja delgada como de huevos, forrada, muy corriente porque el Seguro quería ahorrarse unos pesos”, se quejaba furiosa, en una marcha en Hermosillo, la tía Marta Milagros.
Varios de los letreros que las familias cargan en las manifestaciones que se organizan en Sonora para exigir justicia lanzan la misma acusación: “IMSS nos mintió/Estrenan el área de quemados con nuestros hijos/Si me hubieran mandado a Sacramento mis papitos hoy no sufrirían tanto”.
No todos tuvieron malas experiencias en hospitales mexicanos, donde también hubo niños que fueron dados de alta y que fueron acariciados por médicos y enfermeras que se empeñaron en salvarles la vida. Pero la queja rabiosa contra el IMSS, encargado además de subrogar la guardería, se escucha fuerte en las manifestaciones.
En la marcha que se organizó a la quinta semana de la tragedia, una mujer que se presentó como “la mamá de Jonatan” dijo: “La clínica de Guadalajara no estaba terminada, le metieron aparatos cuando llegó el Gobernador, nos infundieron el miedo de que si los llevábamos a (Shriners) Cincinnati no iban a aguantar… 48 horas soportó mi hijo. Todavía hoy corrí al cajón de su ropa, olí su pijama”.
El dolor, la rabia, la impotencia, la necesidad de justicia, gritan los letreros que cargan mamás y papás, dominados por el dolor punzante de ver la cuna vacía. En los carteles se lee: “Te extraño mi niño hermoso/Cada día duele más tu ausencia/Sigue jugando en el cielo/Estamos orgullosos de ser tus papás”. Los acompaña una procesión de winnie puhs, Doras Exploradoras y superhéroes que honran a sus amigos ausentes.
La diferencia
“¡Qué diferencia de trato!”, suspira desde Sacramento Adriana Guadalupe Villegas, mamá de Héctor Manuel Robles, de tres años, quien llegó a California con una capa carnosa en los ojos, quemado un 45% de su cuerpo. El niño arribó vendado por completo, sólo la cara descubierta, y directo a terapia intensiva.
“Cuando lo vi, la pura cara hinchada, supe que era él por su perfil, su barbita, su naricita y la punta de los dedos. Lo conozco todo, hasta la punta del cabello; y cómo si no, si dormía entre nosotros”, dice orgullosa la madre de Héctor Manuel.
“Los de ‘Michu y Mau’ (organización mexicana que atiende niños quemados) me dijeron que había que llevarlo a Sacramento, pero una comitiva del IMSS me indicó que lo llevarían a Guadalajara. Yo me aferré y dije que no. Le fui a tocar la puerta al Gobernador, faxeé rápido todo para tramitar el permiso. Sabía que iba a estar mejor aquí, donde se especializan en niños quemados”, relata.
En México, en el hospital al que primero llegó Héctor Manuel, a Adriana la dejaron pasar a verlo una sola vez. Cuando el niño de tres años escuchó la voz de su mamá, su corazón se aceleró tanto, emocionado, que ella pensó que podía desestabilizarlo y prefirió no hablar ante él. Pero en Sacramento, en cambio, le pidieron que estuviera siempre cerca. Duermen juntos y lo acompaña en las cirugías.
“Cuando lo volví a ver le dije: ‘Mi niño, aquí estoy, soy tu mamita’. Hinchado, como estaba, se le corrieron unas lagrimitas. Era su única forma de expresarse”, dice.
En la primera cirugía, a Héctor Manuel le salvaron las piernas (“casi me lo hicieron de nuevo, dedito por dedito”, comenta la mamá) y durante cinco semanas soportó en la tráquea un tubo atravesado por el que respiraba. El niño ingería alimento por una de las fosas nasales y por otra expulsaba los ácidos del estómago (“salía todo lo negro por los gases sucios que inhalaron”). La semana antepasada le cerraron la tráquea, quitaron el respirador artificial y le hicieron su tercera cirugía.
“Aquí te dicen que la mejor curación es que uno esté con él, y yo no me despego… El trato que tenemos aquí es impresionante y se agradece, porque en Hermosillo estás acostado en el piso, te tienen en la banqueta, no te dejan verlo”.
A Héctor Manuel aún le faltan cirugías y sanar de los recuerdos. A veces despierta angustiado y grita: “Quiero a mi mamá, me estoy quemando, se quema mi cara”.
La entrevista con Adriana se interrumpe cuando escucha del segundo piso un grito: “¡Maaaamáaaa!”. Es su hijo que la llama y ella camina hacia el elevador para relevar a su esposo. “Anda con una andaderita queriendo caminar. Bendito sea Dios, va avanzando rápido y espero podamos estar en Hermosillo ya caminando por sí solo”, dice feliz.
Los recuerdos
El Hospital Shriners es un armatoste rosa de siete pisos ubicado en la capital de California. Tiene juegos, salones de terapia y amplios espacios con ventanales que dejan ver un jardín. Cada piso marca el grado de esfuerzo que hacen los niños por aferrarse a la vida.
Los del tercero dan la pelea en terapia intensiva. Los del cuarto asisten a rehabilitación. En el quinto tienen maletas hechas y esperan el traje especial que usarán hasta que el organismo regenere la piel dañada.
Cada piso alberga historias. En el quinto, por ejemplo, habita una princesa llamada Astrid Ariadna, a quien se le ve pasear con su vestido acrinolinado, varita mágica, zapatillas y corona. Juega a que aparece una gallina. Luce contenta.
Como huella del incendio le queda una malla que cubre sus brazos y los recuerdos que a cada tanto comenta con su mamá: “La escuelita se estaba quemando, estaba cayendo el cielo; estaba dormida, me desperté y me puse a jugar; me fui por la orillita, estaba una galleta que tiró un niño; yo salí por la orillita”.
El apoyo
Todos los domingos, a medio día, los papás y mamás mexicanos salen del Shriners y caminan hasta llegar a un lugar ideal para hacer picnic. No sólo son de Sonora, también los hay del DF, Oaxaca, Guanajuato, Sinaloa, todos con hijos enfermos. Los esperan varias familias de migrantes mexicanos, con ollas llenas de pollo en mole, arroz, ensalada, tortillas, panqués embetunados y esponjosas galletas.
“No es gran cosa, pero es algo”, se excusa la anciana Tomasa Cabrales, coahuilense, esposa de uno de los albañiles que ayudó a construir el Shriners.
Al hospital llega también la señora Lupita López, una hermosillense que aparece en el lobby hasta cuatro veces por semana, cargada de regalos para sus “nietos” y de rosarios y palabras animosas para los papás.
“Desde el primer día empecé a venir. Al primero que vi fue a Heraclio (papá de Alejandra), lo abracé, le dije que estábamos para echarle la mano y estuvimos llorando. Después conocí a todos los papás, todos muy fuertes; yo me quebraba más que ellos. A veces bajaban a la recepción conmigo y llorábamos acá, no frente a los niños”, dice la “abuela”.
“Ya vino mamá”
Olga Ochoa es una de las mamás que trabajaba en la guardería ABC y cuenta lo que ahí se vivió puertas adentro: “Me puse a despertar a los niños, los sentaba, les daba una sacudida: ‘ya vino mamá, vámonos’. Estaba saliendo humo, el techo de la otra sala estaba cayendo, el comedor ardiendo. Juntos le sacamos la vuelta a lo que ardía; me regresé para sacar más y me desmayé. Desperté después afuera”.
En su pensamiento estaba Alejandra Guadalupe, su niña, pero en vez de correr a buscarla sacó a los niños que estaban a su cargo. “Pensé que (las otras maestras) me la iban a sacar como yo, que estaba sacando a los niños, pero no sé qué pasó que la dejaron. Por el grado de las quemaduras, alguien la sacó al final”, dice Olga en la recepción del Shriners. Ella también lisiada, con la malla sobre las manos quemadas y con unas manchas en la cara que comienzan a desvanecerse.
Alejandra Guadalupe fue la primera niña de Hermosillo que pisó California. Heraclio, su papá, ni siquiera valoró la idea de ingresarla a un hospital mexicano porque su hija tiene nacionalidad estadounidense.
“Dentro de la gravedad, ella está bien, no tiene los pulmones mal; lo que tiene son las quemaduras. Hay que esperar a que salga de terapia intensiva y ver cómo evoluciona, pero ya estoy agradecida con que me la prestó Dios más tiempo”, dice la mamá serena.
Las culpas
En el informe que el jueves pasado presentó la Comisión Nacional de Derechos Humanos adjudica la tragedia a los dueños de la guardería, al Gobierno de Sonora, al Ayuntamiento de Hermosillo y a los funcionarios del IMSS que cometieron una carambola de irregularidades. Todos están escondidos y sólo una funcionaria menor en la cárcel.
Mes y medio después de la tragedia, un reporte del IMSS informaba que 16 niños y niñas que no habían sido hospitalizados porque el día del incendio no presentaron daños visibles ya sufrían complicaciones respiratorias. Dos tuvieron que ser llevados a la Ciudad de México.
Hasta el 22 de julio, 16 niños continuaban hospitalizados: dos en el IMSS de Guadalajara, tres en Sonora y 11 repartidos en los hospitales Shriners. A este reporte habría que restarle dos: Alejandro Martínez, que en Sacramento fue dado de alta, y Juan Carlos, el pequeño valiente que falleció después de aferrarse casi dos meses a la vida. Pero el pozo estaba tan hondo; él tan chiquito.