¿Esto es Finlandia?


La cola más inmensa que había visto en mi vida. Le daba casi dos vueltas al contorno del majestuoso Palacio de Minería... de la Ciudad de México. Subrayo el lugar donde nos encontrábamos porque yo misma empecé a dudar 1) de mi raciocinio, lo cual no es ninguna novedad, 2) de estar realmente despierta y 3) si la cola, en efecto, enfilaba hacia donde nos dirigíamos y no habría, de casualidad, algún concierto de Anahí o algún "artista" por el estilo presentándose en algún sitio colindante. Pregunté a una señora formada hasta la punta de aquella, insisto, impresionante cola (aún para los parámetros del DF donde se forma uno hasta para ingresar al baño de un Sanborns), la cual, por cierto, cargaba una bolsita de mandado en una mano y acarreaba con la otra a una niña con un enorme globo anaranjado que parecía a punto de caer dormida sobre el pavimento y me respondió mirándome como si yo estuviera tarada: "¡Pues claro que es la cola para entrar a la Feria del Libro!"
Y subrayó "Feria del Libro" para que me percatara de una bendita vez de la importancia que revestía el suceso que tenía lugar en el palacio de piedra color terracota... de que valía la pena formarse para ingresar al Paraíso de la Cultura y los Libros de Texto (que es lo que van a buscar la mayoría de los que desperdician un domingo formados en una cola que sería la envidia de Luis Miguel).
Fue entonces que surgió la cuarta inquietud: ¿Estamos en México... o en Finlandia?
Por amor del cielo, ¿es que acaso no nos están machacando día y noche con el cuento de que los mexicanos leen medio libro al año? ¿Será que en eso también nos han mentido toda la vida?, pregunté a mi no menos aturdido esposo, quien respondió sin ambages y como suele hacerlo, sonorense de pura cepa que no se anda con rodeos:
"El 99% de esa gente nada más viene a estorbar"
Pero la respuesta no me satisfacía: ¿cómo puede alguien ingresar a una cola de ese tamaño nada más para estorbar? ¿Les pagarán por hacerlo?, a lo que una vez más mi esposo respondió, contundente: "Es puro snobismo...vienen por el nuevo de Carlos Cuauhtémoc Sánchez o las memorias de Niurka, y aunque podrían encontrarlo en cualquier librería de los alrededores sin necesidad de insolarse acá, se empeñan en entrar porque suponen que saldrán un poquito más cultos de lo que entraron."
Ramón es muy cruel, lo sé, pero me puso a pensar seriamente en hasta qué punto tendría razón. Íbamos a presenciar el homenaje que se le rendiría a nuestro buen amigo René Avilés Fabila y habíamos quedado formalmente en acompañarlo, pero me rehusé rotundamente a hacer la cola y recurrí a mis astucias de periodista. Por fortuna les resultamos caras conocidas a los chicos de la entrada especial para expositores -habíamos presentado mi novela Sho-shan y la dama oscura unos días atrás - y nos permitieron pasar sin más. ¡La libramos!, pensé. Pero el panorama al interior del Palacio era como subirse al metro en la estación Pino Suárez a las 7:00 p.m. "La fiesta de los libros" se tornaba más claustrofóbica conforme nos internábamos en el edificio. Por entre las piernas me pasaban niños correteando de lo más contentos y en torno mío escuchaba voces que preguntaban a los encargados de los stands de Alfaguara y Oceano por libros escolares y el autor proféticamente citado por Ramón.
Lo peor fue que no pudimos ingresar al salón en que tuvo lugar el homenaje a René, pese a nuestra puntualidad inglesa pues ya un contingente se había posesionado puntualmente de las instalaciones (otra rareza que hay que suscribir) y los custodios del salón dejaban pasar a la gente que ellos consideraban conveniente: viejitas y niños y cuates. La mayoría de los amigos de René, incluso familiares suyos, tuvimos que esperar a que concluyera el multitudinario suceso para verlo, suponiendo que lo sacarían en litera de aquel papal y suntuoso salón, ¿de qué otra manera lidiar con la turbamulta de quijotescos amantes de los libros?
Alucinante. Turbador. Kafkiano. Surreal. Increíble: Ver para Creer.
René, en efecto, es un autor muy leído por los escasos lectores que se supone existen en este país, pero como dijo algún bromista que se quedó con el mismo palmo de narices que nosotros: "El próximo homenaje que sea en el Estadio Azteca, por Dios". Era un espectáculo absolutamente alucinante, como si en vez de un escritor mexicano se estuviera presentando un actor hollywoodense. En este país, insisto, en este país donde se supone que se lee medio libro al año por cabeza. No pude evitar preguntarme cuántos de los que habían logrado colarse al homenaje de René habrían leído su obra o al menos lo conocerían de nombre. René sale eventualmente en la tele, pero no lo suficiente para provocar estos tumultos.
No pude evitar recordar aquellas ocasiones en que mi charla con algún escritor afamado se había visto súbitamente interrumpida por algún impertinente, caso concreto de Juan Villoro cuando obtuvo el Villaurrutia. Lo entrevistaba en una nevería de Coyoacán, grabadora de por medio y fotógrafo haciendo las tomas pertinentes, cuando una señora se le abalanzó al laureado escritor con una servilleta en la mano diciendo lo siguiente: "¡Usted es el escritor que salió en la tele esta mañana! ¡Por favor póngame su autógrafo aquí...!
Algo semejante me ocurrió cuando caminaba con Margo Glantz cerca de Bellas Artes, escuchándola arrobada hablar sobre Sor Juana y una señora con un niño en cada mano cayó de la nada sobre nosotros pidiéndole a Margo su autógrafo porque esa mañana la había visto en la tele... y en ambos casos los escritores, aún a sabiendas de que estaban siendo asaltados por la presunta fama que los había colocado casualmente ante las cámaras de televisión y no porque su obra hubiera sido apreciada, ya no digamos, leída por sus súbitos fans, accedieron pacientes a estampar su firma en una servilleta (Juan) y en un trozo de papel, cudriculado, con un número telefónico en el borde y manchado de algo que parecía café (Margo).
Supe entonces que si de pronto apareciera un genio y yo le pidiera que hiciera desaparecer de allí a los que no fueran genuinos amantes de los libros y la literatura, el silencio sería desolador. Mi optimismo no alcanza para tanto. Si toda esa gente fuera lectora de corazón, este país sería uno completamente distinto.
Dramáticamente distinto.
Sería Finlandia, el país que tiene el mayor nivel de lectura en el mundo y un sistema que nos resultaría un verdadero cuento de hadas a los asfixiados (e iletrados) mexicanos.