Flores de palofierro

Por: EVE GIL
¿Sueña la razón? Es probable que la razón en sí sea un sueño que el hombre se ha inventado en su necia búsqueda de orden que, paradójicamente, desencadena el caos. Si empleamos la lógica de los indígenas seris de la extraordinaria novela de Agustín Ramos, La visita, la guerra, mientras no tenga su origen en la legítima defensa, no puede ser producto de un ser civilizado. Para ellos, los salvajes, los bárbaros, son aquellos que insisten en despojarlos de sus tierras y convertirlos a una religión que encuentran absurda y forzarlos a fingir que nada de lo que son, de lo han sido, sucedió jamás. Porque ese es el sueño del visitador José Gálvez: fundar una especie de Florencia mexicana en pleno desierto y forzar a sus habitantes naturales a doblegarse a sus caprichos, a asumir papeles inverosímiles que la dignidad seri –que Gálvez, como los otros que han pretendido “civilizar” a los indígenas, alcanzan a comprender porque los rebasa- no estaría dispuesta a tolerar. Para ellos, los comediantes son aquellos que sueñan con obligarlos a cubrir su desnudez en un clima que no amerita los ropajes y el fasto europeo. Un clima, a todas luces, amigo y aliado de los nativos. Quienes hemos vivido en carne propia el agobio del calor del desierto donde finalmente se fundaron ciudades, no muy apartadas de la alocada imaginación del Visitador, no podemos evitar reír cuando leemos que fue precisamente el clima lo que trastoca sus sueños de grandeza en llana y franca locura.
“(…) Los salvajes, fueran seris o californios, no dejarían su manera de vivir ni aceptarían la religión cristiana, no por soberbia, no por herejía, sino porque la suya era la única manera sensata de vivir, por lo menos comparada con la de los blancos que se volvían locos de calor pero se emperraban en llevar ropajes, que se morían de sed pero agotaban los yacimientos de agua y que, sabiéndose débiles ante la naturaleza, preferían exterminarla antes que armonizar con ella.” (“La visita”, Editorial Garabatos, Hermosillo, Sonora, México, 2009 p. 151)
La visita es una joya de la literatura mexicana que por alguna razón –dándole el término el mismo sentido errático que parecen habernos heredado los invasores, lo colonizadores- quedó suspendida en el limbo, tras su primera publicación hace una docena de años. Su autor no es precisamente novato ni desconocido. Se le conoce principalmente por una de las pocas novelas testimoniales que existen sobre los hechos de junio del 72, especie de continuación de la masacre de estudiantes perpetrada en el 68, Al cielo por asalto. Y si bien cuenta con una producción novelística de excelente calidad y, sobretodo, variopinta, considero que su obra maestra es justamente esta, que no es cualquier novela histórica. Y no lo es porque, en primer lugar, aborda un tema poco o nulamente socorrido entre nuestros escritores: los dolores de cabeza que hasta la fecha le han producido a los hombres blancos y barbados la conquista de los indígenas del noroeste de México, concretamente los seris, que se apartan por completo del prototipo del indio sometido y anémico que se han asegurado de inculcarnos para fomentar un irracional complejo de inferioridad. No solo eso: son indios de casi dos metros cuya sola visión cortaba la respiración a los mismos que se proponían exterminar a la mayoría y domesticar a un número conveniente de los mismos. Tengo la peregrina idea de que a nuestros gobernantes les conviene que no descubramos estos episodios que parecieran desmentir o alterar la hasta hace poco inamovible historia que nos pinta como un pueblo de múltiples fracasos y una que otra victoria pírrica. Esta no solo es la historia de un pueblo que se rebeló con toda la ferocidad imaginable a ser conquistado: es la historia de un triunfo que tiene lugar no tanto a través de las armas como del empleo de la razón…puesta en práctica, por cierto, por el “salvaje”, el “incivilizado” Tiemblalatierra, que con deslumbrante sabiduría pone en su sitio al ilustrado y muy culto José Gálvez.
No debe sorprendernos, por tanto, que sea una editorial sonorense, Garabatos, la que se encargue de rescatar esta novela que las editoriales del centro no han sabido aquilatar, acaso comprender. Por fortuna, en la que tan despectivamente es nombrado “provincia” por los defeños, han surgido editoriales que nada tienen que envidiarle a las, supondría uno, privilegiadas. Llámese Almadia, de Oaxaca; llámese Letralia, de Jalisco… las editoriales gestadas en Nuevo León y ahora Garabatos de Sonora que aporta una bellísima y muy cuidada edición, a la altura de la calidad de la obra.
La visita está ambientada en la época en que el Padre Kino realizó su misión entre los indios del noroeste cuyas tradiciones no solo respetó sino que aprendió a amar y comprender, pero nos hace ver que no todos los jesuitas eran como el misionero italiano, aunque los había: allí tenemos a Jacobo, arrancado sin misericordia del lugar donde amaba y era amado; donde respetaba y era respetado. La clase de persona que no convenía ni al rey de España ni a la Iglesia Católica, sembradora de miedos supersticiosos y terrores concretos a través de la implantación de la Santa Inquisición. Eso que los civilizados nombran razón, era algo que no atribuían a los nativos y que, naturalmente, no pretendían inculcarles sino mantener a raya. Ya desde entonces comprendían lo peligroso que puede resultar un pueblo que piensa…un pueblo que reflexiona y, de la noche a la mañana, tras décadas de servidumbre, puede despedazar a su dictador. Es, pues, una novela idea para leerse en el marco de esto pomposamente denominado El Bicentenario, en el que se pretende darnos gato por liebre; descontinuar unos héroes y entronizar otros que convengan más al ideario del gobierno en turno. Esta es la novela sobre verdaderos e innombrables héroes, y digo “innombrables” porque la solemnidad propia del que no tolera lo diferente no concebiría honrar a un indio llamado Tiemblalatierra; alguien sin nombre cristiano. Ramos no solo destaca el valor de los seris, sino también su poética visión del mundo; los vaivenes de su lenguaje que él reproduce con conmovedora precisión obteniendo un texto que, encima de todas las cualidades enumeradas, termina siendo bello y poético; con la poesía propia de este pueblo de dentelladas y calculadas cicatrices como rasgo de hermosura:
“Carabinas. Varas de quitapón con todo y bayonetas. Un trabuco de boca aclavelada. Fusiles españoles de repetición. Dos cañoncitos para balas de medio palmo de diámetro. Municiones. Lanzas y espadas anchas como alfanjes moros, las armas mejores para combatir cuerpo a cuerpo a los naturales. Y quizá hasta algunas alabardas esparcidas como flores de palo fierro en primavera por toda la primera planicie que cabe entre las entradas al cañón que defendían los arqueros de Tiemblalatierra.” (p. 164).