Felizmente enferma...

El viernes hice un descubrimiento que me afectó de manera muy particular y me puso a pensar (como si no pensara demasiado todos los días: la siguiente escena de la novela que escribo actualmente, entreverada con la lista del súper y detalles relacionados con el Proyecto H)
Recibí una crítica furibunda a un libro que reseñé para Replicante. Lo primero que me alarmó fue que no me acordaba de qué libro se trataba hasta que, en medio del furibundo mensaje que empezaba diciendo "¡Qué mala reseña!", detecté el nombre del autor del libro reseñado, Geney Beltrán, a quien por cierto quiero y admiro mucho...pero esta vez no fui todo lo elogiosa que hubiera querido con su libro -que vale mucho la pena leer, pese a los últimos tres textos que fueron los que originaron mi desconcierto, El sueño no es un refugio, sino un arma (Difusión Cultural, UNAM)- porque considero que sería una pena que Geney incurriera en los mismos desatinos de los viejos críticos que tanto han perjudicado el estudio de la literatura mexicana. Pues bien, la notita era una diatriba contra mis escasas facultades críticas y una defensa a ultranza de...¿quién creen? (ya hasta hueva me da escribir el nombre es demasiado largo, ¿por qué no nos hizo el inmenso favor de acortar su nombrazo y ponerse simplemente "Chris"?), y lo peor: firmada con pseudónimo, que es otra de las constantes tratándose de los fans de don Chris (¿tan vergonzoso les es admirar a este señor que tienen que esconder su identidad?, me pregunté, confieso, por primera vez). Mi crítica contrastaba la magnanimidad de Geney respecto al Dic. de don Chris, con su ensañamiento hacia la antología de autores nacidos en los setenta de Tryno Maldonado, y el furibundo anónimo, que defendía a don Chris y denostaba a Tryno (quien, en últimas fechas, se ha convertido en sujeto de una envidia desbordada a raíz de la publicación en Anagrama de su novela finalista en el Premio Herralde...aunque he de señalar que no es el caso de Geney, quien escribió su crítica poco antes de que esto se diera a conocer), consideraba muy mala mi crítica por reprocharle esto el autor. Lo más chistoso era la redacción del susodicho que, una de dos, o estaba demasiado encorajinado al momento de escribir su diatriba, o de plano requiere con urgencia de uno de los cursos que imparte mi estimada amiga Beatriz Escalante. Permítaseme reproducir este botón de muestra, aunque me embarre en el inter: Y ahí está un poco el problema con este horror de reseña: no el hecho de dejarse llevar por las vísceras, sino el dejarse llevar por las vísceras, pero decir que no se está dejando llevar por las vísceras y, por si fuera poco, criticar al objeto de su reseña por -adivinen- dejarse llevar por las vísceras (????)
Entre tanto llevamiento de vísceras, hice el descubrimiento del que hablaba al principio...no, no descubrir que hasta los analfabetos funcionales se atreven a cuestionar reseñas, no, eso ya lo sabía desde hace mil años... lo que descubrí mientras leía esta sarta de tonterías y me tomaba la molestia de contestar, fue que sentía una hueva infinita.
Este tipo de asuntos son un deja vu perpetuo. Un reciclaje de la misma experiencia vivida ad nauseaum: el tener que lidiar con groupies literarios que defienden lo suyo con la misma pasión con que los niños que adoran a Dragon Ball se enfrentan a los adoradores de Naruto, aunque con una diferencia abismal: estos niños son absolutamente sinceros en su defensa. Ellos no pretenden prebendas ni beneficios de sus personajes favoritos. Los otros sí esperan algo a cambio de ir lavando el nombre de aquellos a quienes defienden, no por afecto genuino hacia el autor o su obra: puro interés mezquino.
La comparación, injusta para los niños por cierto, entre los otakus y los groupies literarios, no es casual; de hecho tiene todo que ver con lo que pretendo expresar: me tiene enferma este mundillo literario que nada tiene que envidiarle al Vaticano de los Borgia: puñaladas por la espalda, venenos sutiles, besos de Judas, arreglos por debajo de la mesa, hipocresía total y absoluta. 
Me enferman las divas y divos -equivalente a los Papas de la época arriba citada- rodeados de lamebotas dispuestos a todo con tal de hacerse notar, no solo a través de los mismos a quienes siguen como perritos falderos, sino de los denostadores de sus amos. Y no sé quien me parece más despreciable, si el divo (a) o su séquito de ilusos que le huelen los pedos mientras ponen cara de éxtasis (ni las amas de casa fingen mejor los orgasmos que estos pendejos). El facebook es la ventana a la que invito a asomarse a cualquiera que crea que estoy exagerando: los abrumadores parabienes a José Emilio Pacheco por su Premio Cervantes -y usted disculpe, Monsieur Pacheco, no es nada personal- me parecen demasiado sospechosos. Demasiado. Demasiado. Particularmente por provenir de jóvenes y jóvenas escritor@s que buscan desesperadamente llamar la atención sobre su incipientísima obra y actúan, ostensiblemente, como cortesanas de la corte de Luis XIV, en plena competencia de abanicos para atraer un milímetro la atención del Rey. Uno se atrevió a decir- Dios lo perdone- que Pacheco merece el Nóbel, no como Paz, y si no fuera por la hueva que me corroe últimamente, se me habrían parado los pelos de punta con tamaña herejía. Personalmente -e insisto, nada tengo en contra del Poeta Pacheco- considero que existen escritores mexicanos que merecían más el Cervantes -dejemos el Nóbel para después- que el, por hoy, Dios del olimpo (con minúscula) de la literatura mexicana. Lo peor -y perdónenme, los repentinamente conversos a la religión Pachequiana-es que la lista es larga, pero por respeto al Laureado -cuyo discurso de recepción, lo reconozco, alcanzó a conmoverme- dejémoslo en solo tres nombres: Fernando del Paso, Eduardo Lizalde (al que, por cierto, nadie ha pelado en Bellas Artes pese a haber alcanzado la misma edad de Pacheeco y contar con una obra superior) y Rubén Bonifaz Nuño, del que todos parecen haberse olvidado pese a ser El Poeta.
Ahora sí: lapídenme.
Pues bueno, que todo esto de las relaciones públicas, que Agustín Ramos recrea admirablemente en su más reciente novela, Olvidar el futuro (Tusquets, 2010) me tiene enferma...enferma... enferma. Supongo que no soy la única que experimenta este malestar, pero yo tengo la ventaja de haberme construido una casa blindada, un mundo alternativo en el que me refugio con mis hijas y mis nuevos lectores (que ya los quisieran para un domingo esos pobres diablos perseguidos por los groupies que ni siquiera los han leído y creen que con empinar el culo y besar la mano anillada en turno ya tienen garantizada la bequita, el premiecito, el chequecito: mis lectores saben que de mí no obtendrán absolutamente nada de eso); un mundo donde no existen los divos insensibles ni esa despreciable raza de rémoras que optan por el camino fácil (la alabanza hiperbólica) para hacerse de un nombre y olvidan que para destacar en el mundo literario hace falta una cosita que ellos dejaron de hacer, si alguna vez la hicieron: escribir. Esther Seligson solía decir que la realidad es distinta para cada quien, que uno puede inventarse su propia realidad y habitarla. Pues bien: aunque no puedo renunciar, por el momento, a escribir reseñas y realizar entrevistas, porque ese es mi modus vivendi (y a los que no les gusten, que no las lean), puedo renunciar a todo lo demás, lo que está afuera de los libros y la poesía; lo que nada tiene que ver con la escritura y la lectura; lo que carece de la generosidad e inocencia del verdadero lector... a eso renuncio a partir de ahora. No lo quiero. No lo necesito. Mi felicidad estriba en leer y escribir, y ese es un ejercicio que se practica en solitario, no en rumbosos salones rebosantes de bocadillos y figurines olorosos a almacenes de la Quinta Avenida intercambiando besos y beneficios.
PD: Para quien esté interesado en leer mi reseña del libro de Geney Beltrán, a quien le reitero mi cariño y mi sincero deseo de que siga explotando su talento y se aleje de las malas compañías, de click aquí